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“¡Por favor no me dejes!”

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Atrapada en un ardiente infierno, la niña puso su fe en la promesa de un valiente bombero. 

Esta nota fue publicada originalmente en diciembre de 1991 y forma parte de la antología de artículos que elegimos para acompañar los 75 años de Selecciones.

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Buddy Marsh, conductor de camiones durante 40 años, maniobraba su vehículo cisterna con combustible por la ajetreada calle que conducía al centro comercial más grande de Nueva Zelanda, en el sur de Auckland. El camión y tráiler de 35 toneladas contenía unos 40.000 litros de fluido. Era la noche del jueves 9 de agosto de 1990.

Cuando el camión se aproximaba al centro comercial, un taxi salió del estacionamiento y se detuvo, bloqueando parcialmente el carril de Marsh. Lo esquivó y, al mirar por los espejos, vio cómo el tráiler pasaba muy cerca del taxi, sin tocarlo. Al mirar hacia adelante, lanzó un grito ahogado. Había un auto detenido directamente en su camino.

Marsh giró el volante y apretó los frenos. Demasiado tarde. El camión se incrustó contra la parte trasera del auto, lo hizo girar y le rompió el tanque de combustible. La nafta roció a ambos vehículos y se encendió de inmediato. El tráiler se plegó y cayó sobre el auto.

Marsh llamó a su compañero de turno por radio. “Brian, ¡tuve un accidente! Se me incendió el camión. ¡Llama a los servicios de emergencia!” Saltó de su cabina y corrió hacia el auto, que estaba debajo del tráiler dado vuelta, abrasado por las llamas. Lo que es peor, el combustible salía sin control por un orificio en el tráiler. ¡El camión entero podía estallar!

Vamos, mamá”, Shirley Young le rogó a su madre, Gaylene. Era jueves, el día de compras nocturnas en el centro comercial Manukau City Centre. Para la niña de 12 años, este era el momento más emocionante de la semana. Así que su madre tomó las llaves del auto y hacia allí partieron.

A medida que se acercaban al centro comercial, Gaylene estacionó junto a la vereda y dejó a Shirley. “Espera, mamá”, dijo. “Mi dinero…” Shirley abrió la puerta del acompañante y se inclinó para decirle a su madre que se había olvidado la cartera y que tendrían que regresar a casa.

En un momento Gaylene Young estaba hablando con su hija, y al siguiente, giraba en un torbellino de metales abollados. Las llamas inundaron el auto. ¿Dónde está Shirley?, Gaylene pensó frenéticamente. Un dolor intenso y repentino comenzó a subirle por las piernas, su ropa se incendiaba. Intentó abrir las puertas bloqueadas. “¡No!”, gritó. “No voy a morir así”.

Marsh llegó al auto justo cuando un transeúnte, David Petera, sacó a Gaylene y usó su cuerpo para apagar las llamas que la quemaban. Por encima del rugido del fuego, Marsh escuchó una voz llamando: “Mamá, mamá”. Buscó debajo del tráiler volcado y vio a una niña de cabello oscuro atrapada en un espacio diminuto entre el neumático trasero y el chasis.

Marsh tomó a Shirley por debajo de los brazos, pero no pudo moverla. El neumático mantenía la parte inferior de su cuerpo sujeta al suelo. Petera se acercó. A través de un espacio en el chasis, Marsh veía el flujo de combustible que caía del tráiler al desagüe. “¡Tenemos que salir de aquí ahora!”, le gritó a Petera.

Marsh regresó a la cabina ardiente y giró la llave de encendido. El motor se encendió con un rugido. Movió el camión hacia adelante, pero Shirley gritaba de dolor. “No lo hagas”, gritó Petera. “Aún está atrapada”.

Una pared de fuego a lo largo del camión amenazaba con meterse debajo del tráiler donde estaba Shirley. Marsh tomó un extinguidor de la cabina del camión y roció alrededor de la niña, con la esperanza de ganar valiosos segundos.

Luego se produjo un estruendoso ruido, cuando una explosión hizo un hoyo en uno de los cuatro compartimientos de combustible del tráiler. Marsh y Petera, protegidos de la fuerza de la explosión junto al chasis del tráiler, salieron de su escondite tambaleándose. Un policía les ordenó que se marcharan. El camión, el tráiler y el auto ahora estaban perdidos detrás de llamas de 90 metros de alto.

Esa pobre niña”, dijo Marsh. “No tuvo oportunidad”.

Con las sirenas aullando, llegaron dos camiones de bomberos de la estación de Manukau. El calor era tan intenso que uno de los primeros bomberos en la escena, Royd Kennedy, vio cómo sus botas, pantalones ignífugos y la goma en su equipo de respiración comenzaban a chamuscarse. Él y su compañero, Mike Keys, empezaron a rociar el fuego con sus mangueras, pero el agua se convertía en vapor.

Lo principal en la mente de los bomberos era el hecho de que los camiones cisterna pueden explotar y causar un incendio producido por la gran nube de combustible y vapor de aire que podría cubrir cientos de metros. Esa noche había unas 20.000 personas en el centro comercial a menos de 100 metros del camión en llamas.

Llegaron más dotaciones de bomberos y se concentraron en usar los chorros de agua de sus mangueras para alejar las llamas del camión. Pero más explosiones del tráiler forzaron a Kennedy y los otros a apartarse.

Mientras se preparaban para volver a arremeter contra el fuego, un agudo gemido cortó el aire de la noche. Un bombero le restó importancia, creyendo que era el ruido producido por el metal en expansión. Cuando el escalofriante sonido volvió a oírse, le erizó la piel a Kennedy. ¡Viene del camión!, pensó. Protegiéndose los ojos, miró detrás de la pared de llamas. Por una fracción de segundo, la pared se abrió. Debajo del tráiler, vio algo que se movía, la mano de una niña.

¡Cúbranme!”, gritó Kennedy, y corrió directo hacia el infierno.

Durante diez minutos, Shirley había estado calcinándose en un mar de fuego, pidiendo auxilio a los gritos. Estaba mareada por el dolor y las emanaciones de la nafta, y su mente comenzó a divagar. De pronto, tuvo una visión vívida de su abuelo, Edward Young, y su tío abuelo, Vincent Bidios. Ambos habían muerto años atrás, pero los reconoció claramente. Son ángeles guardianes ahora. Ellos me cuidarán. La idea renovó sus fuerzas. Al comenzar a ver a través de las llamas, Shirley vislumbró unas figuras que se movían. Luego, con toda la fuerza que le quedaba, gritó.

Al acercarse a las llamas, el fuego golpeó a Kennedy con contundencia física, y le hizo arder la cara a través de la visera. Debajo del tráiler encontró a Shirley aferrándose al cable del freno encima de ella. Su cadera y muslos se aprisionaban debajo del neumático, y sus piernas estaban retorcidas como las de un saltamontes junto a su pecho. “¡Tengo miedo!”, gritó Shirley. “¡Por favor no me dejes!”

Te prometo que no te dejaré”, dijo Kennedy, mirando a la niña a los ojos, mientras ella le demostraba con la mirada que confiaba en él. “Estamos en esto juntos ahora, así que vamos a ayudarnos mutuamente”. Él tomó su cuerpo en sus brazos. El tráiler aún los protegía de las llamas principales, pero el aire era tan denso debido a las emanaciones del combustible, que casi no podían respirar.

El vapor se incendió de pronto, y el aire alrededor de ellos explotó. Esto es todo, pensó Kennedy. Vamos a morir. Se sintió angustiado y desvalido mientras las llamas acechaban a la niña. Por un momento, el fuego retrocedió. Quitándose el casco, le dijo a Shirley, “Póntelo”. Le ajustó la correa debajo del mentón y bajó la visera.

Una segunda ola de fuego los abrasó. Esta vez, el casco le dio algo de protección a la cabeza de Shirley. Pero nuevas explosiones estremecieron el tráiler. Kennedy miró el cuerpo torturado de la niña. No te dejaré. Lo prometo. La envolvió fuertemente con sus brazos y esperó la explosión final de llamas que seguramente los inmolaría a ambos.

En su lugar, llegó una repentina cascada de agua helada. “¡Mis compañeros están aquí!”, gritó Kennedy. Cuatro mangueras dirigidas a Kennedy y Shirley arrojaron más de 5.000 litros de agua helada en forma de cascada. Por irónico que parezca, ambos comenzaron a temblar violentamente. Estaban en las primeras etapas de la hipotermia.

Buscaremos alguien para relevarte”, le gritó un bombero a Kennedy. “No”, dijo con firmeza. “Debo quedarme con ella. Se lo prometí”.

Grant Pennycook, un paramédico de un equipo de ambulancias que esperaba en el lugar, tomó una campera de bombero y un casco y, tragándose el temor, se dirigió a las llamas. Al llegar a donde estaban Shirley y Kennedy, vio que no había espacio para poner vías intravenosas. Al regresar, llamó por radio al equipo de emergencias que estaba reuniéndose en el Middlemore Hospital. “Prepárense para una paciente con quemaduras graves, fracturas y aplastamiento de las extremidades inferiores”. Las víctimas con emergencias médicas deben llegar al hospital dentro de un lapso de una hora después de sufrir las lesiones, la llamada “hora dorada”, para tener posibilidades de supervivencia. Shirley había estado debajo del camión cisterna durante más de 30 minutos.

Kennedy seguía hablándole para mantenerla consciente. “¿Qué miras en la tele?”, le preguntó. Hablaron sobre sus programas favoritos. Este hombre es tan valiente, pensó Shirley. Podría irse de aquí en cualquier momento. Volvió a pensar en sus ángeles guardianes. El abuelo y el tío Vincent deben haberlo enviado.

Ocasionalmente, dejaba escapar gemidos ahogados. “Está bien, grita todo lo que quieras”, la alentaba Kennedy. El dolor se volvía insoportable. Ella gritaba, tirando con fuerza del cabello del bombero a causa de la agonía. Pero nunca lloró.

El flujo de agua se detuvo por un instante y las llamas regresaron. Cuando el agua volvió, Kennedy se horrorizó al ver varias capas de piel de los brazos de Shirley deslizarse alrededor de sus muñecas. Además estaba cada vez más débil.

¿Te gustan los caballos?”, preguntó en un intento desesperado por mantenerla hablando.

Nunca anduve a caballo”.

Cuando salgas de aquí, te prometo que vas a montar el caballo de mi hija”.

Mientras Kennedy hablaba, verificaba el pulso de Shirley. Había estado atrapada durante casi 40 minutos. Querido Dios, ¿cuánto más puede soportar?

De pronto, sintió cómo el pulso de Shirley se aceleraba, y luego cerró los ojos. “Shirley, ¡háblame!”, le suplicó. Ella se concentró por un momento, levantó la cabeza, y lo miró a los ojos. “Si no sobrevivo, dile a mi madre que la amo”, susurró. Y recostó la cabeza sobre los brazos del bombero.

¡La perdemos!”, gritó. “¡Arrójenme un respirador!” Le colocó la máscara del resucitador portátil sobre el rostro y forzó aire en sus pulmones. Ella abrió los ojos.

Tú le dirás a tu madre en persona que la amas”, la regañó. “Te prometí que no te dejaría. Ahora tú no me dejes a mí”.

El desesperado equipo de rescate había traído bolsas de aire para levantar el tráiler. Hechas de goma reforzada con acero, las bolsas podían levantar un vagón de tren 60 cm, más que suficiente para sacar a la niña de ahí. Deslizaron una debajo de cada juego de ruedas traseras y las inflaron. Pero el piso estaba empapado por toda el agua y una de las bolsas de aire se enterraba en el barro. Rezando por obtener el espacio que necesitaban, el equipo de rescate colocó una pequeña bomba hidráulica debajo del chasis. El tráiler se elevó levemente. Eso tendría que ser suficiente.

Con cuidado, Kennedy liberó las piernas de Shirley de debajo del neumático. Estaban tan aplastadas que parecían gelatina en sus manos. Pronto, liberaron el cuerpo magullado de la niña de su prisión.

¡Somos libres! Mientras Kennedy la cargaba a una camilla, ella le mostró una sonrisa débil y él le dio un beso en la mejilla. “Lo lograste, Shirley”, le dijo. Luego, debilitado por las emanaciones, la conmoción y el frío, se derrumbó en los brazos de otro bombero.

Por fin los bomberos echaban espuma sobre el camión. Si lo hubiesen hecho antes, habrían puesto en peligro la vida de Kennedy y de la niña. Las llamas se apagaron en cuestión de minutos.

Cuando el jefe de la estación de Kennedy, John Hyland, regresó a la escena a la mañana siguiente, vio algo que lo perseguiría el resto de su vida. Por 65 metros, la capa superficial del asfalto se había derretido en la hoguera (en una sección el asfalto se había hundido 15 centímetros), excepto por un área del tamaño de una mesa de cocina, donde la superficie estaba levemente chamuscada, y aún se veía una línea de pintura. Era donde Shirley había estado atrapada. “Fue como si el diablo hubiese estado decidido a llevarse a esa niña”, afirmó un bombero, “y cuando se le escapó, simplemente se rindió”.

Los cirujanos especialistas en ortopedia de Middlemore compusieron las fracturas de Shirley y le implantaron un tornillo en la pierna derecha, que estaba deshecha. Los especialistas en quemaduras salvaron lo que pudieron de la piel calcinada en sus piernas. Pero el shock para su joven organismo había sido masivo. “Puede que no se recupere”, le dijeron a la familia.

Durante dos semanas, Shirley estuvo en terapia intensiva, a veces fuertemente sedada. Conectada a un respirador, no podía hablar. El cuarto día, por la mañana, mientras perdía y recobraba la consciencia, escribió una nota: “Te amo, mamá”. Al día siguiente, llevaron a Gaylene en silla de ruedas al pabellón donde estaba Shirley, y madre e hija lloraron de alegría.

El músculo de la pantorrilla de Shirley estaba dan dañado que debieron amputarle la pierna derecha debajo de la rodilla. Tomó la noticia con valor.

A pesar de una regla no escrita que dice que los bomberos jamás deben visitar a las víctimas, para evitar volverse demasiado emocionales en el trabajo, Kennedy visitaba a Shirley con frecuencia, comía sus chocolates y bromeaba con ella. “Esta niña es demasiado ruidosa”, escribió en su historia clínica.

Es una niña milagrosa”, dice Kennedy. “Nadie sabe cómo sobrevivió ahí”.

Pero Shirley lo sabe: “Me cuidó un ángel guardián”.

Shirley fue dada de alta justo antes de Navidad. Cuatro semanas después, Kennedy cumplió su promesa de llevarla a montar el caballo de su hija. Hoy, Shirley tiene tres hijos pequeños, y Kennedy vive en Australia, trabajando para el Servicio de Bomberos y Rescate de Queensland.

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