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Rodeada de bebés

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Si sos abuelo o estás por serlo, esta nota te va a emocionar y te vas a sentir identificado. Seguramente para vos, como para la autora, criar nietos es un privilegio y un placer, y quisieras… ¡que fuera para siempre! 

Jamás pensé en convertirme en abuela. Mientras algunas de mis amigas de mi edad se lamentaban por no tener nietos, yo estaba muy ocupada escribiendo columnas periodísticas, haciendo viajes a Nueva York para reunirme con mis amistades y manteniendo vivo el activismo feminista, soñando con ser un nuevo tipo de mujer. Sin importar la rapidez implacable con que transcurrieran los años, yo seguía sintiéndome la misma mujer joven de antes.

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A los 54 años, atacada por el cáncer de mama y por una terrible serie de efectos secundarios del tratamiento (entre ellos diabetes y una neumonía por aspiración casi letal), me costó trabajo comprender las implicaciones de mi edad cronológica. Durante ese año de enfermedad y miedo, con frecuencia me sentí muy agobiada. ¿Era demasiado joven para morir, o bien, a mis 55 años ya había tenido una vida muy larga y debía estar satisfecha? Había estado tan enfocada en mi supervivencia, que nunca consideré a las generaciones futuras.

Aunque ya rondaba los 60 años, no tenía pensamientos de abuela. E incluso cuando mi hija mayor anunció que quería concebir un bebé con la ayuda de una clínica de donación de esperma en Nueva York (trabajaba allí, en la ONU), yo pensaba solo en su bienestar y felicidad, no en la posibilidad de tener un nieto.

A decir verdad, no fue hasta que el cirujano alzó en el aire un bebé rollizo cuando mi corazón se sacudió de júbilo. Quedé deslumbrada y enamorada. Si no me lo hubieran puesto rápidamente entre los brazos, se lo habría arrebatado a las enfermeras.

Mientras suturaban a mi hija luego de la cesárea, fui a sentarme en otra habitación y arrullé al bebé durante una hora. Era mi primer nieto, y nunca antes había experimentado el amor con tanto asombro. Hasta el día de hoy, 12 años después, solo tengo que mirar su rostro o sus ojos verdes grisáceos para sentir las endorfinas bullendo en mi cerebro.

Pero no es mi único nieto; tengo otros tres (aunque ninguna nieta), y ocupan el mismo espacio en mi rebosante corazón que el primero, Zev. Su hermano menor (del mismo donante) es Yoav. El primo de ambos, Zimri Alan, es hijo de mi hija menor, quien también recurrió a la donación de esperma porque ya rozaba los 40 años y no tenía un buen pretendiente. Ella ha vivido con nosotros desde que nació Zimri, quien ahora es un alegre niño de cuatro años, tan hermoso que a veces me resulta difícil dejar de mirarlo cuando nos sentamos todos a la mesa para cenar.

Algún día él y sus primos sin duda preguntarán por sus donantes. Tendremos que recordarles a estos tres chicos maravillosos que hay otras maneras de concebir bebés, como lo demuestra mi hijo, que acaba de ser padre del cuarto niño de la familia: Toma Lee. Es un bebé perfecto, deseado como pocos. Me fascinan sus ojos, su piel, su cabello erizado. Tiene apenas tres días de nacido y ya rebosa potencial. Y lo que más me sorprende y emociona es pensar que este bebé ¡tiene papá y mamá!

Ser la abuela de unos niños profundamente deseados que nacieron de madres solteras no es algo tan común. Ellas no tienen una pareja que asuma la mitad de la obligación de criar a los chicos, pero tampoco que compita por su afecto. Mi hija mayor fue excepcionalmente generosa al invitarme a participar, tal vez porque ya era una adulta hecha y derecha (estaba cerca de los 40 años) cuando decidió ser madre soltera. Se mudó a nuestra casa en Toronto desde Nueva York para estar cerca de la familia, y yo, que ya había pasado los 60 años, de pronto tuve una nueva y apasionada visión de la vida.

Le sugerí un nombre para su bebé, y a ella le gustó (llamó Zev al niño por Zelig, mi cariñoso abuelo, quien fue carpintero). Yo era quien estaba siempre lista para llamar un médico o saltar a mi auto cuando Zev tenía fiebre o no quería comer; era quien acompañaba a mi hija a ver guarderías y entrevistar niñeras; era yo quien figuraba como “custodio o tutor” del niño en los formularios de admisión, con mi número telefónico como contacto de emergencia, y fui yo quien se enfermó constantemente de gripe durante su primer año en la guardería.

Sorprendentemente, mi hija y yo teníamos algunas diferencias de opinión. Al principio me dediqué de lleno al “cuidado de la madre”, un credo que inventé durante los primeros días de lactancia de mis propios bebés. El cuidado de la madre implicaba hacer todo lo que estuviera en mis manos para que mi hija se sintiera fuerte, capaz y apreciada. Por suerte, ella daba el pecho de manera tan natural y fácil, y Zev crecía tanto, que no necesitaba mucho apoyo para sentirse confiada en su papel.

Contra lo que se pudiera pensar, no me sentí marginada como abuela, y pocas veces tuve que aguantarme las ganas de ofrecer consejos. Les di a mis hijas un regalo sin el cual criar hijos puede ser agobiante: fui la persona que descifraba los llantos de los bebés, sus primeras palabras, sus misteriosos berrinches, las diarreas, el apetito o la inapetencia, el tipo adecuado de gorros para el sol…

Más adelante me asigné la tarea de proporcionar los extras: fui la lectora de montones de cuentos infantiles, la proveedora de caldo de pollo o cenas de espagueti, la infladora de globos, la chofer y la investigadora que buscaba en Internet música que les agradara a los niños conforme crecían.

Mi nieto Zev también heredó de mí un gusto casi demencial por el sonido de las palabras. No tenía más de tres años de edad cuando, una noche, su madre lo oyó decir en voz alta, medio dormido en la cama, “¡Legumbres!” Y luego, dueño de un vocabulario más amplio y una curiosidad irrefrenable, “¡Granola! ¡Granero! ¡Centro de ciencias! ¡Galería de arte!” 

Mis nietos no me llaman “Abue”, sino “Safta”, que significa abuela en hebreo. Mi madre, miembro de una generación de inmigrantes que batalló para lograr una asimilación perfecta, me enseñó a decirle “abuela” a la mujer amada que murió cuando yo tenía 12 años. Aún la recuerdo: su rostro ancho, su trato amable, su voz serena, su cuerpo tibio. Apenas hablaba inglés, pero me prodigaba su ternura, su deliciosa comida y la ropa que me cosía a mano. Su amor incondicional fue el cimiento de mi vida.

Como Safta, me volví confidente y cómplice de mis hijas en la crianza de tres niños varones tan libres de machismo como fuera posible. La mayor, una feminista tan convencida como yo (y lesbiana), tenía apasionados principios contra los estereotipos de género. Además del hockey, las dos rechazábamos las camisetas, piyamas y botas de hule estampadas con imágenes de superhéroes que promovía el consumismo capitalista.

De manera inconsciente también propiciamos que Zev fuera objeto de acoso en la guardería, donde los niños mayores veían una presa en ese afectuoso chico de tres años y lo hacían llorar con sus burlas y hostigamientos terroristas. Así que intentamos explicarle a Zev todo sobre los géneros sexuales para que, cuando cumpliera los seis años, hiciera caso omiso de los abusos, dejara de considerarlos los “chicos normales” y forjara resueltamente su propio destino. 

“Cuando me canso de ellos, simplemente los devuelvo a sus padres”, suelen decir otros abuelos refiriéndose a sus nietos. Oír esto siempre me molesta. Yo nunca me canso de mis nietos; al contrario, es una pena tener que enviarlos de vuelta a su casa, perderme todas esas horas preciosas en que harán cosas nuevas. He reflexionado mucho al respecto. A veces pienso que el disfrute de los nietos se deriva del hecho de que los hijos de uno ya crecieron y (por regla general) prosperan, así que no vive con el temor de equivocarse en cada decisión que uno toma como padre. Y no por fuerza me encanta la idea de que mis hijos y nietos perpetuarán mis genes. Los genes son una sustancia bastante abstracta para mí, y muchos de los que heredé han resultado ser demasiado defectuosos (me dio cáncer, un infarto y diabetes) como para que me enorgullezca de ellos.

No, más bien pienso que el amor es una recompensa en sí mismo: tener el privilegio de contar con estas jóvenes criaturas en mi vida, de acompañarlas mientras hacen asombrosos descubrimientos a diario, tener una excusa para compartir la felicidad infantil del Halloween, o montones de hojas secas en el otoño, o la arena de una playa. Cada niño duplica y triplica la cantidad de vida de mi vida.

Casi todos los padres recuerdan que se sentían inmortales en su juventud y que empezaron a ser mortales en el momento en que nacieron sus hijos. Mi miedo a morir se disipó cuando mis hijos se hicieron adultos, pero un nuevo fantasma lo reemplazó después del nacimiento de mis nietos. Empecé a oír el ominoso tic-tac del reloj de la mortalidad; cuanto más me dedicaba a estos niños, más me horrorizaba la idea de tener que decir adiós a la vida antes de que fueran grandes.

Yo trato de negociar con la Parca. “Solo dejame vivir hasta que tengan su Bar Mitzvá”, le pido, o, a medida que sigo envejeciendo y eso se hace cada vez menos probable, “solo hasta que tengan suficiente edad para recordarme”. No me interesa perpetuar mis genes. Lo único que deseo es que mis nietos recuerden siempre lo mucho que los amaba.

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