A Martina y a Bautista, hermanos de 19 y 15 años, les diagnosticaron celiaquía hace doce años y sus vidas cambiaron para siempre. Gracias al apoyo de su familia lograron controlar la enfermedad.
Las cicatrices de la niñez son casi siempre solo marcas que recuerdan anécdotas. Algunas son graciosas, pero no la de Bautista Landívar. El corte en la piel que sufrió cerca del tobillo este chico, una mañana de 2002, cuando tenía tres años y medio, luego de meter el pie entre los rayos de la rueda de la bicicleta de su padre, le dejó quince puntos de sutura y algo más.
Apenas se lastimó, su papá Fernando Landívar, lo llevó al hospital para que lo atendieran. Le curaron la herida y le dieron un antibiótico, que vomitó al día siguiente. Eso generó preocupación en su mamá, Marcela Darritchon: era la primera vez que su hijo tenía una reacción adversa a un medicamento. ¿Podría ser una alergia? Volvieron al centro asistencial donde una pediatra de guardia revisó a Bautista. Luego de varias preguntas sobre la historia clínica y el estado de salud del chico, la médica barajó tres diagnósticos posibles: anemia crónica, diarrea crónica o celiaquía. Un examen de sangre y algunas preguntas más de un gastroenterólogo dieron los primeros indicios de enfermedad celíaca. “Una biopsia de intestino, con anestesia general, confirmó el diagnóstico”, recuerda Marcela.
Cuando la pediatra le preguntó a la mamá sobre el comportamiento cotidiano de su hijo, ella le comentó casi al pasar que Bautista solía tener un carácter algo irritable y que, en la mesa, nunca estaba saciado. “Su panza era más redonda que la de cualquier nene”, recuerda. Pero, más allá de eso, la madre no notaba nada anormal, pensaba que quizás era una cuestión de crecimiento o de su personalidad. Definitivamente no era así. Lo que describía Marcela, sin saberlo, eran señales de que algo no andaba bien en el organismo de Bautista. Su hijo era celíaco.
De acuerdo con la Asociación Celíaca Argentina, la celiaquía se caracteriza por la intolerancia permanente del organismo al gluten. Esta sustancia es una proteína presente en el trigo, avena, cebada y centeno (TACC), y en productos derivados de estos cuatros cereales. Dicha intolerancia produce una lesión de la mucosa intestinal que provoca una atrofi a de las vellosidades del intestino delgado, lo que altera o disminuye la absorción de los nutrientes de los alimentos (proteínas, grasas, hidratos de carbono, sales minerales y vitaminas). Los síntomas habituales de la celiaquía suelen ser diarrea crónica, vómitos reiterados, marcada distensión abdominal, falta de masa muscular, pérdida de peso, retraso del crecimiento, escasa estatura, cabello y piel secos, y descalcificación, entre otros. Muchos de ellos eran los que padecía Bautista.
A partir de lo que le pasó al chiquito, los médicos estudiaron a toda la familia y descubrieron que Martina, la hija mayor de 7 años, también era celíaca. Marcela temió por Beltrán, el hijo que estaba por venir en tan solo quince días. Pero luego de varios exámenes descartaron la enfermedad en el bebé. “Fui al consultorio por un hijo enfermo y me fui de ahí con dos hijos con ese diagnóstico”, recuerda la mamá, que hoy tiene 46 años.
Pese a la corta edad de los chicos, Marcela no dio muchas vueltas para explicarles lo que les estaba pasando. Fue directa y simple. “Les conté sobre el rechazo al gluten, les expliqué que hace mal a la panza, y por suerte, los dos entendieron desde el principio.
Lo fundamental fue aceptar la enfermedad y transmitirla como algo normal”. Sabían que comenzaba una etapa de cambios de conducta y de hábitos, pero ambos estaban dispuestos a afrontarlos. “Me acuerdo que el día que me diagnosticaron tenía unos 7 años. Mis papás me llevaron a McDonald´s como despedida al gluten. Me quedó grabado”, cuenta Martina Landívar
El diagnóstico de Bautista y Martina, lejos de ser motivo de discriminación como supondría cualquier prejuicio, se convirtió en un motivo de unión dentro del colegio, con sus compañeros y maestras como pilares fundamentales. Era una época –a diferencia de la actual- en la que no se hablaba tanto del tema y los diagnósticos llegaban después de muchas visitas a distintos médicos. “En Pascuas, por ejemplo, a todos les daban huevos comunes y a mí, unos de primera marca (que no contienen gluten). En ese momento los afortunados éramos nosotros”, dice, riéndose, Martina.
La madre recuerda también que –ante la falta de productos aptos para celíacos en el kiosco de la escuela, como en la mayoría de los negocios de la zona donde viven- todos los lunes les enviaba en la mochila los alimentos que ellos podían consumir para que las maestras se los fueran administrando a lo largo de toda la semana. Incluso más de una vez, algún compañero sintió curiosidad y probó algunos de los alimentos que Marcela les mandaba como vianda especial. Bautista y Martina sabían que si iban a la casa de algún amigo y había algún alimento prohibido sobre la mesa, ellos debían pedir alguna alternativa saludable como una banana, una manzana o un yogur.
Los cambios de hábito en la alimentación estuvieron -y están- presentes todo el tiempo, desde el minuto cero del diagnóstico. En primer lugar, Bautista y Martina debieron eliminar totalmente de su dieta las harinas comunes, las pastas, las galletitas y los panes, es decir, todo lo que pudiera tener gluten entre sus ingredientes. Por eso, en la casa hay una alacena especial con productos aptos para ellos (sin T.A.C.C.) como harinas, fideos y alfajores, entre otras cosas. Para ellos, comer el dulce de leche de a cucharadas en la puerta de la heladera es prohibitivo. Para Bautista este camino de (re)aprendizaje no fue para nada traumático: “Nada me tienta porque como me diagnosticaron celiaquía de chiquito, no me acuerdo de ningún sabor anterior. A veces me dan ganas de comer algún pan especial de esos que se venden en las panaderías, pero no más que eso”. No fue así para su hermana quien confiesa que “cada vez que salgo a comer con mis amigas me cuesta muchísimo. Mis alternativas son el bife o el pollo con ensalada, porque es lo único que seguro, seguro, no tiene harina. Una no puede ni pensar en comer milanesas con papas fritas. Lo que más me molesta es no poder compartir una cerveza en una reunión de amigas. Nunca va a pasar que no me tiente. Me cuesta resignar lo dulce, ya que el permitido no me gusta. Nuestra comida es muy seca, e incluso poco atractiva desde lo visual. Por momentos, cuando abuso de alimentos prohibidos, pienso en el día de mañana, en que me voy a sentir mal, cansada. La tentación es más fuerte. Aunque después te arrepentís, en el momento no lo pensás”.
Ya es una costumbre para ellos alimentarse en platitos individuales —para evitar la contaminación a través de la cuchara— y no untar la manteca con el mismo cuchillo para que las migas de pan que quedan pegadas no pasen a otro pan. Además usan cacerolas separadas al hacer pastas y revuelven con cucharas diferentes para no contaminar con harina la comida de los chicos.
Todo este camino, que ya lleva más de doce años, les enseñó también a los Landívar que existen solo algunas marcas de medicamentos aptos para celíacos. No porque esta enfermedad los requiera (al contrario, solo se regula con la dieta), sino para curar cualquier problema de salud que pueda surgir. También, aprendieron que la calidad de vida se puede sostener, siempre y cuando la voluntad sea más fuerte que la tentación.
Tal fue el (re)aprendizaje, que durante el primer año de Beltrán (el niño que estaba por nacer cuando se desencadenó toda esta historia) la mamá lo trató como celíaco. “Recién al año de vida le di un poco de gluten y le hicimos análisis de sangre para saber si él también era celíaco, pero por suerte los resultados fueron negativos”, recuerda Marcela.
“En lo que más hicimos hincapié fue en que la comida no podía ser un impedimento para disfrutar las cosas que nos hacían bien”, dice la madre y, encadenando recuerdos sueltos, se acuerda que de chiquito Bautista volvía de los cumpleaños de sus amigos del colegio con la bolsita de golosinas y el nene le preguntaba qué era lo que podía comer entre todos esos manjares. Aunque en algún campamento haya habido algún desliz, pronto se supo enderezar al volver a casa.
Tal como dejan entrever sus palabras, para Martina fue más difícil adaptarse y, con 19 años, a veces debe ser muy fuerte para mantener esta dieta especial. Su mamá recuerda cuando le encontró en el fondo de un cajón el envoltorio de un alfajor; al comienzo creyó que podía ser de una amiga de su hija, pero finalmente reconoció el instante de debilidad que había sufrido la adolescente. Martina reconoce: “El sabor de un alfajor ‘normal’ y uno para celíacos cambia muchísimo, pero la tentación pasa más por el hecho de no poder comerlo… eso hace que lo quieras más”. Y agrega: “A medida que crezco, me cuesta más. De chica, mi mamá me organizaba todo, pero ahora, con 19 años, ya lo hago sola y no es tan fácil. La celiaquía siempre va a ser igual, con cuidados y dieta. Aprendés a convivir con eso”.
Proteger al celíaco. Luego de varios años recorridos, Marcela cuenta con un amplio conocimiento sobre la celiaquía.
Ya en los primeros momentos tras el diagnóstico de sus hijos, se puso en contacto con otros padres y familiares en situaciones similares y, juntos, encararon la difícil tarea de recolectar firmas en apoyo al proyecto de una ley Celíaca, que aún no existía. Integró el “Grupo Promotor de la Ley Celíaca” cuya misión fue la de trabajar por la igualdad de oportunidades para los celíacos en la Argentina, su integración social y su mejor calidad de vida. Tras un abrazo al Congreso de la Nación, varias celebraciones del Día del Celíaco (que se festeja el 5 de mayo de cada año en todo el mundo) y reuniones con legisladores, lograron que se sancionara la Ley Nacional 26.588, en diciembre de 2009. A partir de esta norma se declaró que obras sociales y empresas de medicina prepaga deben brindar cobertura asistencial a las personas con celiaquía, es decir, la detección, el diagnóstico, el seguimiento y el tratamiento de la enfermedad, e incluso la cobertura de las harinas libres de gluten. “Peleamos por algo que hacía falta”, destaca Marcela, orgullosa de haber aportado su granito de arena.
Hoy, más allá de su enfermedad, los chicos son muy saludables; llevan controles generales todos los años y regulan a diario sus hábitos alimentarios. “Bauti y Martina son súper deportistas. Él juega al rugby y Martina al hockey, al menos tres veces por semana”, cuenta Fernando orgulloso por la conducta y fuerza de voluntad de sus hijos.
Por su parte, ellos hicieron de la celiaquía una parte más de su vida. “Nunca me sentí discriminada. Al contrario, mis amigas me cuidan muchísimo. Ante cada alimento me preguntan si lo puedo comer. ‘¿Papas podés?’, me preguntan, y esto me hace sentir bien porque entendés que te quieren cuidar”, explica Martina. “Es mejor esto que cualquier otra cosa. No hacen falta remedios, solo dieta”, sentencia Bautista.
En busca de una Ley Celíaca
“Nos pusimos en contacto con otras familias y nos movimos para armar los eventos del Día del Celíaco, cada 5 de mayo. Fue fundamental la división de roles y la colaboración de todos. Por nuestra parte, juntamos firmas en el colegio, en los partidos de rugby, en el trabajo y entre la familia. Incluso, recuerdo el abrazo que hicimos al Congreso y los esfuerzos para contactar a cada legislador y para solventar los gastos de difusión de cada campaña”. Marcela Darritchon.
“El comienzo fue difícil pero todos aquellos que integraban el grupo de familiares de chicos celíacos se contagiaban el entusiasmo tras cada reunión y eso nos animaba a seguir adelante. Íbamos aprendiendo de a poco: a través de Internet y de un foro de papás, donde pasaban recetas de alimentos que se podían consumir. Gracias a toda la gestión, muchos chicos que no sabían que tenían la enfermedad, fueron diagnosticados con celiaquía y pudieron tratarse. Lo positivo del trabajo en equipo es que se crea una suerte de comunidad, en la que se contagia el entusiasmo. El día que se aprobó la ley me puse feliz porque entendí que el esfuerzo tuvo su recompensa y que ayudaría a la gente a tomar conciencia sobre la enfermedad”. Fernando Landí var.
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