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El pueblo más septentrional del mundo

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La vida es diferente en el pueblo más septentrional del planeta, donde a los residentes se les pide que dejen los rifles en la puerta.

Longyearbyen. Lejano, pero hermoso.

Durante la mayor parte del vuelo de tres horas de Oslo a Longyearbyen, en Noruega, el remoto enclave del Ártico que se anuncia a sí mismo como “el pueblo más septentrional del mundo”, he estado leyendo sobre osos polares. He descubierto que el Ursus Maritimus puede pesar hasta 750 kilos, es capaz de alcanzar los 65 kilómetros por hora y, si tiene la oportunidad, puede comer carne.

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También he leído que los osos polares superan en número a los humanos en el archipiélago de Svalbard (3.000 osos para 2.500 personas). La guardería del pueblo está rodeada de una valla de acero a prueba de osos y todos los años, una docena o más de estos animales hambrientos son vistos por los vecinos y ahuyentados por los helicópteros, o como último recurso, se les dispara con un rifle. Desde 1973 son una especie protegida. En las últimas cuatro décadas, cuatro personas han sido asesinadas por osos polares y muchas más han sido atacadas cerca de Longyearbyen. Como decía mi guía turística, “se puede encontrar un oso polar hambriento en cualquier parte y se puede reconocer por su agresividad extrema”.

Por ley, cualquiera que se aventure fuera del pueblo, debe llevar un rifle, y saber cómo usarlo. Yo nunca había disparado un rifle en mi vida e iba a estar allí durante una semana completa. A los pocos minutos de aterrizar vi mi primer oso polar. Medía unos tres metros y medio de alto y tenía unos incisivos feroces y puntiagudos que fácilmente podrían dividir un cráneo por la mitad. Estaba confinado dentro de una jaula de cristal a unos cuantos metros de la zona de entrega de equipaje del aeropuerto. Pero lucía un aspecto temible.

Barlien, la afable secretaria de la oficina de turismo de la región, y yo llegamos pronto a Longyearbyen, formado por unas pocas calles de edificios coloridos, pulcros y cuidados con aspecto de nuevos, muchos de los cuales se jactan de tener ventanas de triple acristalamiento para combatir el frío y están construidos sobre pilotes para evitar que se hundan en la capa subterránea de hielo.

La temperatura ha llegado a bajar a 46 grados bajo cero en invierno. El pueblo, llamado así por John Longyear, un estadounidense que ayudó a explotar las minas de carbón aquí hace unos 100 años, está metido literalmente en un profundo valle glaciar. En la parte alta de las laderas y esparcidos por el pueblo hay caballetes de madera, reminiscencia de las antiguas minas.

El hombre es prácticamente un recién llegado a esta zona de Noruega, que se encuentra a 78 grados de latitud y a tan solo 1.000 kilómetros del Polo Norte. Los cazadores y balleneros han visitado Svalbard desde el siglo XVII pero recién a principios del siglo XX la descubrieron los mineros. Los buscadores crearon un ambiente como el de la Carrera por el Oro; en su día se dijo: “Pertenece a todos y no pertenece a nadie”.

Noruega ganó la soberanía del lugar con el Tratado de Svalbard de 1920, que garantizó a los ciudadanos de todas las partes del tratado —una amplia gama de países desde Afganistán hasta Japón pasando por los Estados Unidos— el derecho a ir a Svalbard a trabajar para adquirir los derechos del mineral. Gracias al reglamento liberal del tratado, no se exigen visados de turista ni de residente para acceder a la zona, y hay una ecléctica mezcla de 35 nacionalidades entre la población de la región, que mayoritariamente se ubica en Longyearbyen.

Todavía se extrae carbón en el pueblo y es la mayor fuente de ingresos, seguida del turismo, ya que todos los años llegan 60.000 visitantes. Entre las actividades de verano se incluyen el senderismo, los viajes en barco por la región, el kayak, la observación de aves e incluso viajes en trineo (dotados de ruedas) y tirados por resistentes perros polares. Los más aventureros visitan la región en invierno para realizar trayectos de esquí guiados y excursiones de varios días en trineos tirados por perros o en motos de nieve.

A causa de su naturaleza extrema, Longyearbyen cada vez atrae a más viajeros aventureros, de los cuales pocos coincidirían con uno de los primeros exploradores cuya frase está registrada en el museo local:

Naturaleza en estado puro

“Este lugar está abandonado por Dios y también tendría que haber sido abandonado por el hombre hace tiempo”.

A primera hora de la tarde de este día de finales de octubre, el sol ya ha desaparecido y el cielo tiene un color gris acero. Y hace un frío que pela. “Es el comienzo de lo que llamamos la noche polar”, explica Barlien. En una semana, aproximadamente, el sol desaparecerá completamente y no volverá a aparecer hasta el 8 de marzo.

No tardo mucho en descubrir que Longyearbyen, como cualquier otro pueblo fronterizo, cuenta con un montón de atractivos e interesantes personajes. Caminando por la calle principal me siento atraído por un aroma acre que sale de un antiguo camión militar estadounidense convertido en cocina de campo pintado de rojo.

En la cafetería cercana, Fruane, me encuentro con Mark Sabbatini, periodista estadounidense al que le atrajo Longyearbyen por la oportunidad que representaba de realizar su sueño de poner en marcha y dirigir su propio diario, Icepeople, “el periódico alternativo más septentrional del mundo.” Lo hizo en 2009 y dice que desde entonces no ha mirado atrás.

La mitad de los residentes del pueblo depende de la industria minera para vivir. Hay dos minas operativas, explotadas ambas por la empresa noruega Store Norsk Spitsbergen Kulkompani. Los sueldos son generosos. Los mineros pueden ganar unos 63.000 euros por año, mientras los experimentados profesores ganan cerca de 50.000 euros. Pero la verdura cuesta aproximadamente un 20 por ciento más que en el comercio más caro del continente.

El almacén de la cooperativa, como el banco y la oficina de correos, tienen una señal en la puerta que pide a sus clientes que dejen los rifles en la entrada. Un comercio tiene un cartel que dice “Todos los osos polares de esta tienda ya están muertos. Por favor, deje su arma al personal”.

Casi todos los vecinos de Longyearbyen tienen contratos fijos en la minería, el turismo o la universidad local UNIS, que está especializada en estudios árticos y atrae a facultades y alumnos de todas partes del mundo. Debido a la amenaza permanente de los osos polares, a todos los estudiantes se les enseña a disparar con un rifle. La estancia media es de cinco años, pero algunos se enamoran del lugar y se establecen de forma permanente.

“No es un lugar para gente mayor”, me dice Birger Amundsen, redactor del diario local Svalbardposten. “¿Se ha dado cuenta de la poca gente mayor que se ve aquí? Prácticamente no se oye de nadie que se jubile en Longyearbyen”. De hecho, no hay asilo y aunque hay una clínica, a cualquiera que se enferme gravemente, el gobernador Odd Olsen Ingerø le aconseja (algunos dicen “ordena”) que vaya al continente a recibir tratamiento. Si pierdes el puesto de trabajo o lo dejas, también te piden que te vayas. “Al contrario que en el continente, no queremos una “red de seguridad” social para ayudar si la gente está desempleada”, afirma Ingerø, mientras nos tomamos un café en su oficina, arriba de la colina.

Y no se le ocurra morirse en Longyearbyen. Los entierros están prohibidos desde hace 70 años, desde que se descubrió que los cadáveres no se descomponían en el cementerio del pueblo y tenían una forma espeluznante de resurgir del hielo subterráneo con los años. Los cadáveres se envían a otra parte para ser enterrados.

Manejo un sólido todoterreno por este yermo paisaje lunar con Kristin Jaeger Wexsahl, guía local y experimentada adiestradora de perros. Lleva el rifle cargado en el asiento trasero. De repente veo algo moverse en el campo a nuestra derecha. “¿Un oso?”, pregunto rápidamente a Wexsahl. Pega un frenazo, mira y sonríe. “Es un reno”, dice mientras baja la ventanilla para que yo pueda mirar mejor. “Los osos polares son blancos.”

Mientras observo el Museo de Svalbardel, me acuerdo de lo que me habían dicho una semana antes: “Aquí somos los invitados; los osos polares son los dueños del lugar”.

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