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Un joven con suerte

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Se había lesionado muchas veces en las canchas, pero en esta oportunidad tuvo buena suerte..

Cameron Hall es propenso a las lesiones. “Todo lo hace con mucho ímpetu y se lastima constantemente”, dice su padre, Phil. Ese vigor es propio de su edad —tiene 18 años—, pero la combinación de energía desbordante e impulsividad ha provocado algunas situaciones angustiosas para sus padres, sobre todo en los campos de juego.

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“Cuando practico deportes, no pienso; sólo actúo”, afirma Cameron. Sin embargo, en el verano anterior a su último año de bachillerato, su propensión a lesionarse le salvó la vida.

Una cálida tarde de agosto se reunió con 20 de sus amigos para jugar fútbol americano en un parque cercano a su casa, en un suburbio de Atlanta, Georgia. Cameron era el lanzador estrella del equipo de béisbol de su escuela, y al día siguiente iba a participar en un torneo de exhibición. En la cancha habría reclutadores universitarios que ofrecerían becas a los jugadores sobresalientes. Cameron sabía que su padre no le habría permitido jugar al fútbol un día antes de la competencia, pero Phil, de 57 años, representante de ventas de una empresa farmacéutica, se encontraba fuera de la ciudad por motivos de trabajo.

En la mitad del juego, Cameron tuvo otra idea que a su padre no le habría gustado. Aburrido de jugar como lo estaban haciendo, les preguntó a los demás:

—¿Y si jugamos en serio y tacleamos un poco?

Como buenos adolescentes, todos aceptaron sin titubear. Minutos después, Jacob Beauchamp, amigo de Cameron desde que ambos tenían cuatro años, saltó para atrapar un pase. Cameron se abalanzó sobre él y lo golpeó en las piernas… con la cabeza. Cayó al suelo, pero se levantó rápidamente. “Todos pensamos: ‘¡Qué buen golpe!’”, cuenta Jacob. Sin embargo, al muchacho se le doblaron la piernas y quedó acostado en el césped, inconsciente y sangrando por un oído; en los 20 segundos que tardó en volver en sí, sus amigos creyeron que estaba muerto. Uno de ellos lo levantó en brazos, lo subió a su auto y lo llevó rápidamente a un hospital.

Cameron llamó a su madre desde la sala de guardia del Centro Médico Emory Eastside. Estaba aturdido y asustado; nunca se había desmayado a causa de un golpe, y tenía miedo de que su padre lo retara. Trató de calmar a su mamá, Brandy, de 50 años:

—No te preocupes. Voy a estar bien. Mañana iré a la exhibición.

Brandy llegó al hospital en el momento en que llevaban a Cameron a la sala de exámenes para hacerle una tomografía. Madre e hijo esperaban que el médico les dijera que se trataba de una conmoción cerebral, pero pasaron 40 minutos y el doctor no aparecía. Si es una conmoción, ¿por qué tarda tanto?, pensó Brandy.

Al cabo de otros 20 minutos, el médico por fin regresó y dijo que había consultado a unos colegas neurocirujanos del Hospital de la Universidad Emory. Al parecer, una conmoción era el problema menos grave de Cameron. La tomografía reveló que tenía un quiste coloide: un tumor cerebral muy raro y en potencia letal. Al saber que tendría que renunciar al béisbol, el muchacho se echó a llorar.

Antes de que chocara contra las piernas de Jacob, Cameron sufría dolores de cabeza frecuentes. Él los atribuía a sus alergias. “No eran muy fuertes, ni me molestaba la luz”, dice. Cada vez que tenía jaqueca, tomaba tres o cuatro tabletas de analgésico y el dolor se le iba.

Cuando se enteró de lo ocurrido, Phil suspendió su viaje de trabajo y manejó cinco horas de vuelta a casa. Una semana después, su esposa y él se encontraban en el consultorio de un neurocirujano del Hospital Emory, Costas Hadjipanayis, de 37 años. El médico les explicó que los quistes coloides representan menos del uno por ciento de los tumores cerebrales, y suelen aparecer en el centro del cerebro, donde dos cavidades llenas de líquido, llamadas ventrículos, drenan este hacia una tercera cavidad.

Si no pueden hacerlo, el líquido se acumula e inflama el cerebro, lo que a menudo causa dolores de cabeza. Sin un tratamiento, los dolores pueden volverse extremadamente intensos, alterar la visión y, en casos raros, provocar ataques de apoplejía y la muerte.

El doctor Hadjipanayis mostró las tomografías del muchacho a los Hall, y ellos pudieron ver que el hemisferio cerebral izquierdo de su hijo era mucho más grande que el derecho; además, el tercer ventrículo estaba totalmente bloqueado.

—Tuvimos suerte de descubrir esto a tiempo —dijo el médico, y agregó que necesitaba operar a Cameron lo más pronto posible.

La neurocirugía, como todo en la medicina, evoluciona. Durante décadas, para extirpar un quiste coloide los cirujanos han practicado una craneotomía: una abertura en el cráneo para dejar expuesto el cerebro, inspeccionarlo y quitar el tumor.

La recuperación total puede llevar entre seis meses y un año. Es común perder la memoria, y algunos pacientes tienen que reaprender habilidades motoras básicas, como subir escaleras.

A Cameron no le gustó la idea de someterse a la operación, pues tenía la esperanza de volver a jugar béisbol. Quería graduarse junto con su grupo y asistir a la universidad. Pero los Hall tuvieron suerte de acudir al doctor Hadjipanayis. Es uno de los pocos cirujanos en el mundo que extirpan quistes coloides sin craneotomía.

En vez de eso, hace un agujero pequeño en la frente del paciente e introduce por él un endoscopio de seis milímetros de diámetro. Luego inserta varias herramientas de dos milímetros de ancho a través del endoscopio hasta el cerebro para extirpar el quiste. Sin embargo, saber que Cameron no iba a necesitar una craneotomía no redujo el nerviosismo de sus padres.

Phil recuerda haber pensado: De todos modos van a tocar el cerebro de mi hijo, y eso me angustia.

Cameron trató de conservar el optimismo. La víspera de la operación, le propuso a su padre ir juntos al parque a practicar, aunque no estaba seguro de si algún día podría volver a jugar béisbol.

Al día siguiente, sus padres, tíos y amigos más cercanos abarrotaron su habitación del hospital. Su entrenador de béisbol había llegado a las 6 de la mañana, y dijo que no se iría hasta que Cameron estuviera bien.

Las enfermeras raparon al muchacho, y después le colocaron unos pequeños sensores circulares alrededor del cráneo para poder monitorear su función cerebral en el quirófano. 

Antes de que lo llevaran allí, todos comentaron lo tranquilo que parecía. Posteriormente, él contó que no habría soportado ver llorar a su familia, así que se esforzó por mantener la compostura. “Traté de pensar en que no iba a ocurrirme nada malo”, dice. “Imaginé que iban a operarme el pie o alguna otra parte”.

Sin embargo, sus padres tuvieron que tomar calmantes para controlar la ansiedad. Mientras trasladaban a su hijo a la sala de operaciones, le dijeron que lo amaban, y después se sentaron a esperar.

En el quirófano, el doctor Hadjipanayis revisó las tomografías a fin de determinar el mejor lugar para hacer el agujero. La anestesia podía facilitar un poco el acceso por el lado izquierdo (debido a la inflamación, había más espacio para mover el endoscopio), pero como las funciones del habla se hallan en esa región cerebral, la vía más directa era también la más peligrosa. El médico finalmente encontró otra vía por el lado derecho y empezó a taladrar.

Apenas una hora después de que su hijo fuera llevado al quirófano, a los Hall les sorprendió mucho ver salir al cirujano. Le preguntaron si algo había salido mal.

—No, todo salió perfectamente —respondió el doctor, y agregó que pronto podrían ver a su hijo.

A media tarde, Cameron estaba en un cuarto de recuperación con su familia. Hadjipanayis le pidió que señalara a sus padres, y el muchacho lo hizo; luego le preguntó a qué escuela asistía, y Cameron mencionó el nombre correcto.

Pasó dos días en la unidad de terapia intensiva, con dolor, sentado en una silla sin poder moverse y con una sonda inserta en el cráneo para drenar la sangre. Al tercer día, el dolor empezó a ceder. Las enfermeras retiraron la sonda, y Cameron pudo dar algunos pasos.

Lo trasladaron a un cuarto normal, y lo primero que hizo fue golpear la puerta con la cabeza.

—¡Cuidado: te acaban de operar el cerebro! —le dijo su madre, y entonces se echaron a reír.

—Así es mi suerte —señaló el muchacho—, pero supongo que también fui muy afortunado.

Había tenido mucha suerte. Cuando Cameron volvió a casa, cuatro días después de la operación, los Hall pudieron reflexionar sobre lo bien que había salido todo, sobre todos los hechos fortuitos que habían llevado a descubrir a tiempo el tumor de Cameron: si Phil no hubiera estado de viaje, el chico no habría podido salir a jugar al fútbol. Si Cameron no les hubiera propuesto a sus amigos taclear un poco, no habría tenido que abalanzarse sobre Jacob cuando este saltó para atrapar el pase, y si no se hubiera golpeado la cabeza y desmayado sobre el césped, no lo habrían llevado al hospital.

En una consulta seis semanas después de la operación, Hadjipanayis le preguntó a Cameron si ya había tirado una pelota. Este contestó que no; estaba nervioso, esperando la autorización. El cirujano sonrió y le dijo que lo intentara. Así que el muchacho y su padre volvieron a casa a buscar sus guantes de béisbol. Mientras iban hacia el parque, Phil temía que la visión de su hijo se hubiera dañado. Pero, una vez allí, Cameron lanzó la pelota… y la tiró 100 veces más.

“Fue como si no le hubiera pasado nada”, comentó su padre.

La primera noche que Cameron lanzó para el equipo de su escuela en la primavera siguiente, el público lloró. Y después el partido se convirtió en lo que era: un partido normal. El equipo terminó en el cuarto lugar estatal. Varias universidades se interesaron por Cameron, pero al final él aceptó una beca del Perimeter College de Georgia.

La única forma de saber que le hicieron una operación de cerebro es fijarse en el lado derecho de su frente, donde tiene una fina cicatriz de menos de 2,5 centímetros de largo.
Hoy día, la preocupación de Cameron es cumplir con sus deberes como estudiante y disfrutar del deporte: sacarse buenas notas y jugar al béisbol. “Seguiré jugando todo el tiempo que pueda”, dice.  

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