La historia de un hombre que operó a un chico de 16 años con la ayuda de un mensaje de texto
Cuando una bala atraviesa la carne, conserva la mayor parte de su energía cinética, pero cuando choca con un hueso, la energía se desplaza: el hueso estalla y los fragmentos se convierten en proyectiles secundarios que destruyen el tejido blando. Eso fue lo que le ocurrió a Jean, de 16 años.
Jean caminaba con su hermano menor por un bosque en Nyanzale, en el este de la República Democrática del Congo, cuando de pronto oyeron disparos y gritos. Atrapado en el tiroteo, Jean sintió un fuerte impacto y luego perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, estaba en el suelo, y su hermano lloraba. Jean sintió dolor en el brazo izquierdo, pero al mirarse vio que lo había perdido. Su hermano huyó en estado de shock, aunque ileso. Aturdido, Jean se puso de pie y caminó hacia los hombres armados. Nada hicieron para ayudarlo.
Tres semanas después, Jean llegó al hospital de Médicos sin Fronteras (MSF) en Rutshuru, un poblado cercano. Lo examinó el cirujano David Nott, recién llegado al pueblo. Aun antes de quitar las vendas, Nott percibió el olor dulzón de la gangrena y el de la carne putrefacta. Jean sufría shock séptico. Tras quitar el apósito sucio, el médico revisó el muñón, de casi 13 centímetros. Desde hacía por lo menos una semana, la sangre no había irrigado lo que quedaba de los músculos del brazo; el hueso sobresalía y se estaba pudriendo.
Una semana antes David Nott, de 52 años, hacía su revista de sala en el Hospital Charing Cross de Londres, del Servicio Nacional de Salud, y atendía en su consultorio particular cerca de la Plaza Sloane. Ahora miraba a su alrededor: la pintura se caía de las paredes, las camas oxidadas tenían trozos de plástico en lugar de colchones, y los pacientes se cubrían con mantas deshilachadas. Este no era sólo otro país: era otro mundo.
Para tratar de que Jean sobreviviera al menos hasta el fin de semana, Nott tendría que hacerle una operación radical: extirpar las zonas infectadas, la clavícula y el omóplato. Sin embargo, este procedimiento, conocido como amputación interescapulotorácica, era tan extremo y peligroso que incluso en el Reino Unido sólo unos pocos cirujanos lo habían realizado.
Esa noche Nott no pudo dormir, atormentado por la decisión que de-bía tomar. Lo más sencillo sería dejar morir al muchacho. Nadie creía que sobreviviera: sería sólo una más de las miles de víctimas de aquella guerra. Había razones prácticas para no intentar la operación: mermaría los recursos del hospital. ¿Y si tuvieran que atender a 10 heridos de bala en la mitad de la intervención? Jean necesitaría mucha sangre y sólo había medio litro disponible, y estaba tan enfermo que las probabilidades de que se muriera en el quirófano eran del 80 por ciento. ¿Podría Nott justificar tal gasto de recursos? Y aunque la operación resultara exitosa, ¿cuánto tiempo sobreviviría Jean en el Congo con un solo brazo? ¿Qué haría para ganarse la vida y seguir adelante?
El médico tomó su teléfono celular. La recepción no era nada buena para conversar, pero a veces permitía enviar mensajes de texto. En su agenda estaba el nombre del doctor Meirion Thomas, colega suyo y cirujano asesor del Hospital Royal Marsden, en Londres. Era uno de los pocos cirujanos del Reino Unido con experiencia en este tipo de operación.
Nott le envió un mensaje: “Hola, Meirion. Tengo un muchacho aquí que morirá si no le hacemos una amputación interescapulotorácica. ¿Podrías guiarme con mensajes de texto para realizarla? La comunicación de voz es muy mala. El texto es mejor”.
Tres horas después recibió la respuesta: “Cómo hacer una amputación interescapulotorácica…” Nott leyó una lista de 10 pasos, el último de los cuales era: “Y haz una incisión profunda hasta el músculo serrato anterior. Pon la mano detrás del omóplato y secciona todos los músculos conectados a él. Detén la hemorragia con una sutura continua. ¡Fácil! Buena suerte”.
Nott se sintió alentado luego de leer el mensaje: si se apegaba a estos pasos, podría llevar a término la operación. Lo voy a hacer, se dijo.
Apenas 48 horas después de examinar a Jean, Nott y sus asistentes estaban ataviados con bata y mascarilla. El quirófano era elemental, pero contaba con buena iluminación y el instrumental necesario. Sin embargo, la asepsia no era la idónea y el anestesista tenía menos experiencia de la que Nott hubiera deseado: era enfermero, y no médico.
La mayor preocupación de Nott era dónde hacer las incisiones, ya que tendría que dejar suficiente piel para cerrar la herida al final de la operación. No había margen para cometer errores. Nott recordó nuevamente que sólo había medio litro de sangre disponible.
Respiró profundamente y empezó a seguir las instrucciones que le había enviado el doctor Thomas. Extirpó el omóplato y seccionó la clavícula con una sierra especial. Después ligó la arteria y la vena mayores, y las selló con una sutura firme. En seguida seccionó los músculos del pecho en tor-no al omóplato, y de nuevo ligó rápidamente los vasos sanguíneos para evitar la pérdida de sangre. Amputó el muñón y el hombro infectados, y la pared torácica quedó al descubierto. Al final tomó los colgajos de piel y los suturó. Quedaron perfectamente.
La operación había durado tan sólo tres horas. Empezaron a administrarle antibióticos a Jean por vía intravenosa, y Nott lo mantuvo bajo vigilancia estricta. El muchacho recuperó la conciencia y poco a poco se fue fortaleciendo. Permaneció libre de infecciones, lo cual era decisivo para su recuperación.
Desde hacía más de una década, David Nott trabajaba como voluntario un mes por año para MSF, y su motivación eran los momentos como el que acababa de vivir con Jean. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en eso: la guerra seguía produciendo heridos en ambos bandos, así como entre aquellos que quedaban atrapados en el fuego cruzado.
Después de un combate en la zona, 75 personas, entre civiles y soldados, fueron llevadas a la sala de guardia del hospital en condición crítica. Los médicos operaron durante 22 horas ininterrumpidamente. A la semana siguiente, cuando Nott llegó a la entrada del hospital, se topó con un camión lleno de más heridos. Todos estaban bañados en sangre. El hospital se llenó de hombres que se retorcían y gritaban de dolor, o que apenas podían respirar. Atendieron primero a los más graves (con heridas de bala en el pe-cho), y después a los que se estaban desangrando. Nott y un equipo de cirujanos trabajaron toda la noche y salvaron hasta el último paciente.
El mes pasó rápidamente. Nott perdió contacto con Jean, y se dispuso a regresar a casa para ver a su novia y continuar con su vida. Consiguió que lo llevaran en una ambulancia que trasladaba a cinco pacientes a un hospital de la ciudad de Goma. Cuando empezó el viaje, el camino estaba lleno de gente que huía a pie de la violencia; luego, de repente, se quedó vacío.
Cuatro hombres armados asaltaron la ambulancia, gritando en una mezcla de suahili y francés congolés. Eran bandidos: querían dinero, teléfonos celulares y cualquier otro objeto de valor.
Nott sintió la boca del cañón de un rifle AK-47 en el cuello, y gotitas de saliva salpicándole el rostro; también le llegó un olor a whisky. Pobreza, alcohol, armas y ningún testigo presente: una pésima combinación. Es el final, pensó el cirujano. Sin embargo, un soldado herido que se encontraba en la parte trasera de la ambulancia parecía conocer a los pistoleros. Al cabo de dos minutos intensos de gritos y blandir de armas, los bandidos se esfumaron tan rápidamente como habían aparecido.
Irónicamente, un herido le había salvado la vida a Nott. Pero a diferencia de sus pacientes, él podía salir de ese mundo. De vuelta en Londres, con frecuencia pensaba en las personas a quienes había operado en el Congo, y se preguntaba qué habría sido de ellas. Un día, por casualidad, en el sitio de Internet de MSF vio una foto de Jean, junto con una nota sobre su vida reciente. “Decía que habían matado a su padre, y que su madre había abandonado a sus hijos para vivir con otro hombre”, explica Nott. “Jean ahora tenía la responsabilidad de mantener a sus hermanos, y tenía que hacerlo con un solo brazo”.
A pesar de su peligroso encuentro con los bandidos, David Nott pronto regresará al hospital de MSF en el Congo. “Colaborar con Médicos sin Fronteras es siempre un desafío”, afirma. “Uno se encuentra a menudo en lugares del mundo donde la infraestructura de salud está muy dañada. Aunque los voluntarios corremos riesgos, con frecuencia somos la única posibilidad de atención médica para millones de personas. Pienso que si tengo las habilidades para ayudar, entonces es una de las mejores cosas que puedo hacer con mi vida”.