La vida nos enfrenta con la realidad, aunque estos padres creen que es bueno dejar que los hijos sueñen.
“He cambiado de opinión”, dijo mi hija Francie, de 13 años. “Ya no quiero ser abogada. Quiero trabajar en el FBI”. Traté de imaginármela, con sus lentes puestos y mirándome mientras escalaba el muro de entrenamiento, pero no me resultó fácil.
Aun así, la alenté:
—Eso suena muy bien.
—Sí —asintió,
cruzando los brazos, satisfecha—. Va a ser increíble.
Espero que sí.
Ojalá su vida resulte absolutamente acorde con sus sueños. Si no da justo en el blanco, por lo menos habrá puesto la mira en la dirección correcta.
Hace poco le preguntaron al padre de un joven estrella del pop qué habría hecho su hijo si
no hubiera sido cantautor. Contestó que el chico jamás había pensado en otra cosa. Ese era su plan A; nunca tuvo un plan B. Le conté esto a mi hijo Marty, quien estudiaba Comedia Musical pero estaba considerando estudiar también Administración de Empresas o Pedagogía.
—Por mí, no lo hagas —le dije.
— ¿Y si no logro lo que quiero?
—Alguien más lo va a lograr.
Mis amigos creen que estoy loca. Ellos les han aconsejado a sus hijos tener un plan alternativo, buscar una actividad en la que piensen que les irá bien aunque no les guste, por las dudas. “Los tiempos son difíciles”, me recuerdan.
“¿Acaso no estoy exponiendo a mis hijos a muchos años de rechazo y sacrificios?”, preguntan, y entiendo su preocupación. Cada uno de mis tres hijos en edad universitaria ha elegido un camino arriesgado.
Dan, de 22, se está capacitando como chef de repostería, la más complicada de las artes culinarias. Y Marty, de 19, quizá tenga la meta profesional más flagrantemente impráctica, aparte de escribir haikus. De los 300 jóvenes que se presentaron en el examen para estudiar Comedia Musical en su universidad, él fue uno de los 15 que aprobaron. Y de esos 15, fue el único que se mantuvo fiel a su sueño: mientras que todos sus compañeros, en el segundo año, decidieron especializarse en hotelería, enfermería, farmacéutica u otra opción aparentemente segura, Marty se concentró de lleno en la comedia musical.
Obviamente yo quiero proteger a mis hijos. Pero ¿por qué deben renunciar a sus “mejores
años” para estudiar cosas que apenas les interesan? ¿Acaso aprovecharán así su tiempo? ¿Por qué enseñarles a dejar de lado sus inclinaciones? Son los audaces, y no los sumisos, quienes llegan más lejos en tiempos difíciles. El miedo no conduce a ninguna parte; el entusiasmo puede llevarnos a todos lados.
Las personas que se aferran a lo que aman tarde o temprano alcanzan el éxito. A la gran Agnes de Mille le gustaba tanto el baile que se convirtió en la coreógrafa más innovadora de su época, aun después de que dejó de bailar. David Zayas trabajó 15 años como policía en la Ciudad de Nueva York para mantener a su familia y al mismo tiempo estudiaba actuación; al final se convirtió en uno de los policías más famosos de la televisión, el investigador Ángel Batista de la popular serie Dexter, del canal Showtime.
Los padres de familia más sabios que conozco son sinceros. Ven crecer a sus hijos y encauzan sus fortalezas con estímulos, no con presiones. Esos padres sienten orgullo y a veces también temor. Confieso que cuando mi hijo Marty se metió en el campo extraordinariamente competitivo de las artes escénicas, me pregunté si ese era su sueño o era el mío.
Rob, de 25 años, diseña juegos de computadora con los que espera divertir a millones de jóvenes con sus creaciones. Con todo, lo había visto madurar, y recordaba lo que una vez me dijo un gran entrenador deportivo: los chicos siempre descubren su potencial. No hace falta presionar a un joven motivado para que busque logros. Una cosa es brillar en la cancha de fútbol a los siete años y otra muy distinta a los 17. Conforme los hijos crecen
y su gama de posibilidades se amplía, los padres pueden identificar sus anhelos
en verdad promisorios y ayudarlos a tomar las decisiones correctas, pero sólo
si han mantenido con ellos una relación de apoyo, y no impositiva.
Cierta vez, en un tren, conocí a un hombre que me habló de sus hijos, quienes habían heredado de su madre un gran talento musical. A pesar de eso, solía presionarlos para que eligieran Administración de Empresas como carrera profesional. Era ahí donde se ganaba el dinero, les dijo. La música era sólo un pasatiempo.
— ¿Qué edad tienen sus hijos? —le pregunté con curiosidad.
—Doce y once —contestó.
A pesar de que aún eran chicos, el hombre no los dejaba desarrollar sus aptitudes ni cultivar su pasión y talento natural por la música. Ese no es mi papel como madre. La vida se encargará de confrontar a mis hijos con la realidad.
No sé si mis hijos van a sufrir por tener grandes sueños. Lo más probable es que Rob no logre diseñar el videojuego más exitoso del mundo. Dan quizá jamás será dueño del
restaurante que sueña tener algún día y al que quiere llamar Ese Lugar (porque la gente siempre dice “Vamos a ese lugar adonde fuimos el verano pasado”). Y Marty tal vez nunca pise un escenario de Broadway, salvo para felicitar a alguien. Sin embargo, que los tres descubran sus límites intentando algo me parece mejor a que hagan otra cosa por no arriesgarse. Prefiero que vuelen alto a que se rindan.
La otra noche mi hija Mia, de 10 años, me dijo que sueña con ser animadora deportiva profesional. También quiere abrir una boutique canina y perforarles las orejas a los perros. Me guardé mis pensamientos y sólo le dije: “¿De veras?” Luego me pregunté por qué no nos habíamos enterado de que estaba de moda ponerles aros bonitos a los perros. Mi hija quizá sea una visionaria.
Mientras mis hijos consideran sus opciones de vida, yo les doy mi mejor consejo: arriésguenlo todo. Los planes B, C, D y E siempre van a estar ahí. Aférrense a su plan A.