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Tres historias conmovedoras del mundo animal

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Alegres historias reales (y curiosas) de los lectores sobre sus mascotas.

1. Público selecto

A mediados de los años 80, mi dúo de jazz terminaba una exitosa temporada en Londres y nos habían contratado seis meses en el Golden Hat Piano Bar de París. Una noche, justo antes de terminar nuestro turno de la una de la madrugada y cuando la multitud había disminuido, un joven en vaqueros y chaqueta de cuero entró con su pequeño compañero. Eligió una mesa cerca de la banda y pidió un cóctel para él y un jugo de naranja para su amigo. Se sentaron a escuchar la música. Cuando terminamos la actuación, el pequeño acompañante, que llevaba un atuendo a rayas y una gorra de cuadros rojos, puso su jugo de naranja con cuidado sobre la mesa y ambos aplaudieron con entusiasmo. No podíamos dejar de tocar con dos clientes tan entusiastas, así que tocamos otra media hora y disfrutamos mucho de nuestro público, pequeño pero selecto. Lo que hizo memorable la ocasión fue que el agradable joven podría haber sido de cualquier parte, pero su pequeño compañero ¡era un chimpancé! Sin duda, ¡solo pasa en París! —Leigh Weston

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2. Inteligencia gatuna

Mi gato, Tiger, detesta que use el iPad porque le roba mi atención. Un año, me caí en casa y estuve tirado en el suelo 16 horas. No podía moverme, ni tampoco llegaba al teléfono para pedir ayuda. Tiger se quedó a mi lado hasta que, de pronto, desapareció bajo mi cama. ¿Qué estará tramando?, me pregunté. Para mi sorpresa, comenzó a empujar algo hacia mí. Era mi iPad, que se había caído al suelo debajo de la cama sin que me diera cuenta. Tal vez Tiger no sabía lo que era, pero sabía que me hacía feliz. Gracias a Tiger pude llamar a un amigo, que enseguida llamó a urgencias. Pasé los siguientes ocho días en el hospital recuperándome. En agradecimiento, al volver a casa le compré a Tiger un salmón. —Ray Betteridge.

3. Exquisitos modales

Hace unos años, tras una larga mañana de turismo en Nueva York, mis hijos y yo nos sentamos a descansar en un banco del Central Park. “¡Mira!”, exclamó mi hijo, señalando un cesto de basura. Fue entonces cuando vimos nuestro primer mapache. No nos prestó atención, concentrado en encontrar un rico almuerzo. Revisó algunas opciones antes de emerger con un sándwich envuelto entre las patas. Satisfecho, saltó y caminó tranquilo a un lugar en el camino de grava, a un metro de donde estábamos sentados. Los niños estaban fascinados, el mapache era un entretenimiento mejor que cualquier museo. Nos miró, tal vez para asegurarse que no fuéramos a robar su comida. Con delicadeza, retiró el envoltorio de plástico hasta destapar el sándwich a medio comer. Entonces nos sorprendió a todos. En lugar de empezar a comer, se volvió hacia un charco de lluvia cercano y sumergió las manos. Con aire distraído, se frotó las manos bajo el agua un momento, se arregló los bigotes y comenzó a desmenuzar su comida. —Elizabeth Strachan

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