¿Por qué el dolor y la indignación se están multiplicando en los países prósperos?
En muchos sentidos,
nunca ha habido un mejor momento para estar vivos, aunque la violencia sea una
plaga en algunos rincones del mundo, y demasiada gente viva todavía bajo el
puño de regímenes tiránicos.
Y a pesar de que las
principales doctrinas del mundo predican sobre el amor, la compasión y la
tolerancia, se cometen inconcebibles actos violentos en nombre de la religión.
Sin embargo,
hay menos pobreza y menos hambre, vemos morir a menos niños, y más
hombres y mujeres saben leer en comparación con otros tiempos.
En muchos países,
el reconocimiento de los derechos de las mujeres y de las
minorías ahora es la norma. Queda mucho trabajo por hacer todavía, desde luego,
pero hay esperanza y progreso.
Es extraño, entonces,
ver tanta ira y descontento en algunas de las naciones más ricas del
mundo. En Gran Bretaña, los Estados Unidos y el continente europeo la gente
vive agobiada por la frustración política y la ansiedad por el futuro.
Refugiados y migrantes claman porque se les dé la oportunidad de vivir en esos
países prósperos y seguros, pero los que ya viven en esas tierras promisorias
dicen sentir un profundo desasosiego por su destino, un sentimiento rayano en
la desesperanza.
¿Por qué? Podemos
encontrar una pequeña pista en un interesante estudio sobre cómo prospera la
gente. En un asombroso experimento, los investigadores descubrieron que los
adultos mayores que no se sentían útiles para nadie tenían casi tres veces más
probabilidades de morir prematuramente que aquellos que se sentían útiles.
Esto revela una
verdad humana importante: todos necesitamos que nos necesiten.
Ser “necesitado” no significa un
orgullo egoísta ni un apego enfermizo al mundano aprecio de los demás; consiste
más bien en un deseo humano natural de servir a nuestros semejantes.
Como enseñan las sagas budistas del siglo XIII, “si uno enciende un fuego para
otros, también ilumina el camino propio”.
Prácticamente
todas las principales religiones del mundo enseñan que el trabajo
diligente al servicio de otros es nuestra naturaleza más elevada y,
por tanto, en ello se centra una vida feliz.
Los estudios y
encuestas científicos confirman principios compartidos por nuestros credos. Los
estadounidenses que dan prioridad a hacer el bien a otros son dos veces más
propensos a decir que su vida es muy feliz. En Alemania, la gente que busca
servir a la sociedad tiende cinco veces más a expresar que es muy feliz que
aquella que no considera el servicio una tarea importante. El altruismo y la
alegría están entrelazados. Cuanto más unidos estamos con el resto de la
humanidad, mejor nos sentimos.
Esto ayuda a entender
por qué el dolor y la indignación están cundiendo en los países prósperos. El
problema no es la falta de riquezas materiales; es el creciente número de
personas que creen que no son útiles, que ya no son necesarias, que ya no están
integradas a sus sociedades.
Actualmente en los
Estados Unidos, en comparación con hace 50 años, hay tres veces más hombres en
edad de trabajar que se encuentran fuera de la fuerza laboral. Este patrón se
observa en todos los países desarrollados, y las consecuencias no son meramente
económicas. Sentirse superfluo es un duro golpe al espíritu humano. Genera
aislamiento social y sufrimiento emocional, y abona el terreno para que las
emociones negativas se arraiguen.
¿Qué podemos hacer
para ayudar?
La primera respuesta
no es sistemática; es personal. Todo el mundo tiene algo valioso que
compartir. Deberíamos empezar cada día preguntándonos: “¿Qué puedo hacer
hoy para apreciar lo bueno que otros me ofrecen?” Necesitamos creer que la
hermandad universal y la unidad con los demás no son simples ideas abstractas
que tenemos, sino compromisos personales que ponemos en práctica
conscientemente.
Cada uno de nosotros
tiene el deber de convertir esto en un hábito, pero los líderes tienen una
oportunidad especial de ampliar la inclusión y construir sociedades en las que
realmente todos necesiten de todos.
Los líderes necesitan
reconocer que una sociedad compasiva debe crear abundancia de
oportunidades de trabajo significativo, para que todos los que sean capaces
de contribuir puedan hacerlo.
Una sociedad
compasiva debe brindar a los niños una educación y un entrenamiento que
enriquezcan su vida y los dote de un mayor sentido ético y habilidades
prácticas para poder generar seguridad económica y paz interior. Una sociedad
compasiva debe proteger a los vulnerables, y asegurarse de que las políticas no
dejen a la gente estancada en la miseria y la dependencia.
Construir una
sociedad así no es una tarea fácil. No hay una ideología o partido político que
tenga todas las soluciones. Las ideas equivocadas que tienen todos los sectores
contribuyen a la exclusión social, de modo que dejar atrás esas ideas requerirá
soluciones innovadoras por parte de todos los participantes.
En efecto, lo
que nos une en una amistad o en una colaboración no consiste
en tener la misma política o religión; es algo más sencillo: una
creencia compartida en la compasión, en la dignidad humana, en el valor
intrínseco de cada persona para contribuir positivamente a fin de crear un
mundo mejor y con un sentido más pleno. Los problemas que afrontamos
trascienden las categorías convencionales, así que nuestro diálogo debe hacer
lo mismo, al igual que nuestra amistad.
Mucha gente está
confundida y asustada al ver cómo la ira y la frustración se expanden como la
pólvora en sociedades que gozan de seguridad y prosperidad históricas. Pero su
negativa de conformarse con la comodidad física y material en realidad revela
algo bello: un hambre universal de ser necesarios. Trabajemos juntos para crear
una sociedad que se nutra de esta hambre.
El decimocuarto Dalai
Lama, Tenzin Gyatso, es el supremo líder espiritual y político del Tíbet y
premio Nobel de la paz. Arthur C. Brooks es presidente del American Enterprise
Institute.