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¡Me robó la vida!

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Unos pocos casos de robo de identidad terminan en arresto. ¿Querés enterarte cómo no ser otra víctima? Prestá atención a la historia de esta mujer.

 

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La enfermera jubilada Helen Anderson* era un blanco irresistible. Para una ladrona de identidad como Alice Lipski, se trataba de una víctima fácil, que usaba poco Internet y cuyos estados de cuenta bancarios eran dejados en su buzón sin candado. Convertirse en Helen fue pan comido, así que Alice se dirigió a una tienda Macy’s de Seattle, Washington, y se compró ropa, por cortesía de la jubilada. Hizo pagos en tres cajas, pero antes de salir de la tienda cometió un error: dejó su bolso sobre una silla. Dentro de él estaban las herramientas de su oficio: una laptop y 10 licencias de conducir con nueve nombres distintos, pero todas con su foto.

 

Hay una Alice Lipski en casi toda ciudad y pueblo de los Estados Unidos. Unos 16,6 millones de personas en ese país fueron víctimas de robo de identidad en 2012, según el Departamento de Justicia, con pérdidas por 24.700 millones de dólares, y el número de víctimas parece ir en aumento. Los adultos mayores son blancos especialmente atractivos. Comparados con los jóvenes, suelen tener un mejor crédito y más cuentas. La tecnología ha facilitado a los delincuentes usar los datos personales y financieros de los ancianos. Como pocos de estos tienen acceso en línea a sus cuentas bancarias y tarjetas de crédito, no disponen de una forma rápida de saber si sus ahorros han mermado o crecido sus deudas.

 

La mayoría de los métodos de robo de identidad caen en una de dos categorías: de baja y de alta tecnología, señala Melinda Young, fiscal del condado de King que llevó el caso contra Alice Lipski. “Los ladrones de alta tecnología tienen nexos con la delincuencia organizada y cometen robos refinados”, dice. Esos delitos son los que se vuelven noticia, como el ocurrido en la cadena Target en noviembre de 2013, en el que los ladrones robaron los números de unos 40 millones de tarjetas de crédito. Al Pascual, analista de Javelin Strategy & Research, afirma que los hackers han mejorado en capitalizar las violaciones de seguridad. En 2010, uno de cada nueve consumidores que recibieron notificaciones de violación de sus datos fue víctima de fraude, y “en 2014 fue uno de cada ocho”, dice Pascual. Por su parte, los ladrones de baja tecnología “roban la correspondencia o allanan casas o autos para obtener información”, explica Young.

 

Pero, ¿y si el ladrón es ambas cosas: un delincuente común con las habilidades de un hacker? En el otoño de 2012, a Helen Anderson, de 64 años, le tocó encontrarse con alguien así.

 

La jubilación le llegó de repente. Durante casi toda su vida adulta, trabajó en el quirófano de un hospital en Seattle. Como muchas otras enfermeras, contrajo problemas de espalda. Un día de 2011 despertó con dolor de piernas; por la noche, no podía caminar. Le hicieron una operación de espalda que le devolvió la movilidad, pero ya no pudo volver a trabajar.

 

Por suerte, era una mujer organizada. Tenía un buen nivel de crédito, pagaba sus cuentas a tiempo y era dueña de su casa. Cuando se jubiló, su hija, que vivía en Portland, Oregon, se enfermó. En agosto de 2012 Helen fue allí para ayudarla, y dejó a su sobrina, Samantha, al cuidado de la casa. Lo único que le advirtió fue que no dejara entrar a nadie.

 

Cuando Helen regresó, en octubre, se sorprendió al encontrar allí a una mujer llamada Alice Lipski. Su sobrina le explicó que era una amiga suya, que se había peleado con su novio y necesitaba un sitio para vivir. Samantha la había dejado quedarse algunos días, pero Helen le dijo que Alice debía marcharse el fin de semana.

 

Hurgar en buzones es como buscar oro, pero mucho más fácil, y Alice y sus secuaces eran profesionales en ello. La mayoría de la gente no cierra con candado sus buzones, así que los ladrones van y los saquean: estados de cuenta bancarios y ofertas de tarjetas de crédito. También abren autos en sitios como los estacionamientos de gimnasios, pues hay quienes dejan allí sus billeteras mientras hacen ejercicio.

 

El auto promedio está lleno de cosas útiles. Los recibos de cajeros automáticos por lo común muestran parte del número de cuenta y el nombre del banco. Si el conductor lleva la tarjeta de circulación en la guantera, los ladrones pueden saber al instante su nombre y dirección, dos piezas del rompecabezas; luego buscarán en el buzón de la casa de esa persona hasta dar con todo lo que necesitan.

 

Lo siguiente es falsificar identificaciones. Dino, un miembro de la banda de Alice, se ocupaba de eso, y otro, Brian, de la seguridad: guardaba los datos robados en un servidor cifrado. Alice era la operadora física, una mujer bonita que se expresaba bien y entraba a los bancos sin llamar la atención; ella podía presentar una licencia de conducir falsa y salir con cientos de dólares. Pero había otro factor en juego…

 

A Alice le dieron de probar metanfetaminas por primera vez en 1996, a los 17 años. Sus padres se separaron poco después de que ella nació; su padre la crió. Alice veía a su madre en el verano. En una visita, la nueva pareja de su madre le dio un tubo de metanfetaminas. Ella lo inhaló y, al igual que su madre, se volvió adicta.

 

La policía conoce bien el vínculo entre la adicción a las metanfetaminas y el robo de identidad. Se calcula que al menos uno de cada dos ladrones de identidad que han sido llevados a juicio son adictos. Los tweakers, como se los llama, pueden permanecer despiertos varios días seguidos, y solo piensan en formas de conseguir dinero para comprar más droga.

 

Al principio Alice no participaba en esos delitos, pero todos los adictos con quienes convivía sí lo hacían. Ella observaba y ofrecía ideas. “Cuando descubrí que era buena para esto, entré”, cuenta. Entonces conoció a Dino, el falsificador de identificaciones. “Me reunía con él para drogarnos e intercambiar ideas. Juntos, hemos sido una absoluta pesadilla del fraude”.

 

Alice había establecido una red de “corredores” mientras traficaba con metanfetaminas. Cuando se inició en el robo de identidad, los enviaba a saquear buzones y autos. Luego, con la información que ellos le daban, buscaba fechas de cumpleaños, apellidos y direcciones. Armada con un expediente de posibles contraseñas y datos personales, creaba nuevas cuentas y perfiles.

 

Le encantaba vulnerar el sistema. “Eran empresas multimillonarias que gastaban mucho en seguridad —dice—, y yo era capaz de vencerlas. Eso agranda el ego”. Y creía que no dañaba a nadie. Los desconocidos cuyos nombres y cuentas ella robaba estaban asegurados; los bancos y las emisoras de tarjetas de crédito eran los que pagaban las pérdidas.

 

Cuando Samantha la dejó quedarse en casa de su tía en 2012, Alice aprovechó la ocasión. La casa estaba llena de recibos y correspondencia: el paraíso para un ladrón de identidad.

 

El gerente de la cooperativa de crédito de Helen Anderson la llamó el jueves 25 de octubre, poco después de que ella regresó de Portland. Su cuenta estaba sobregirada; alguien había pagado 300 dólares con una tarjeta de débito que Helen nunca había usado.

 

El lunes, Helen fue a las oficinas de la cooperativa a llenar una declaración jurada de fraude. Le devolvieron el dinero y se quedó tranquila, pero unos días después recibió un llamado del banco Wells Fargo. Le preguntaron si acababa de hacer compras por 5.000 dólares con una tarjeta de crédito. Esta había sido activada recientemente, y el saldo inicial se había pagado con un cheque de la cooperativa para aumentar el límite de crédito.

 

Helen volvió a la cooperativa. Mientras revisaba su cuenta, el gerente le preguntó si con ella había pagado online 500 dólares a su tarjeta American Express. Ella le respondió que nunca hacía pagos vía Internet.

 

No lejos de allí, Alice seguía apropiándose de la identidad de Helen. Se suscribió a un servicio de vigilancia crediticia diseñado para proteger a los clientes contra el robo de identidad. Alice recibió el historial de crédito completo de Helen, el cual reveló que ella había adquirido decenas de tarjetas de bancos y tiendas a lo largo de su vida. La mayoría estaban inactivas. Alice las reportó como extraviadas o robadas, y las empresas le asignaron nuevos números con nuevos nombres de usuario, contraseñas y preguntas de seguridad que solo Alice conocía, lo que impidió a Helen el acceso a sus cuentas. “Yo sabía todo sobre ella —cuenta Alice—, y lo que no sabía lo cambié por lo que yo quería que fuera”. Pidió que la correspondencia de Helen se enviara a la casa de su novio, y luego a un apartado postal. Helen aún recibía folletos de las empresas de crédito, pero tardó semanas en descubrir que los estados de cuenta habían dejado de llegar.

 

Luego recibió más llamados de esas empresas para darle aviso sobre transacciones sospechosas: facturas de casinos, cargos por neumáticos nuevos, llantas de lujo, combustible, comida y ropa. En seis meses, se gastaron más de 30.000 dólares a su nombre.

 

Helen se sentía como una extranjera en un país cuya lengua y costumbres desconocía: “Cuando llamaba a una empresa de tarjetas, me pedían el número de cuenta y la contraseña, y yo no sabía esos datos”. Se veía obligada a ir a los bancos y las tiendas y mostrar su licencia de conducir para demostrar quién era. Cancelaba las tarjetas, pero no tardaba en ser blanco de otra andanada de ataques.

 

Helen de pronto se vio discutiendo con los ejecutivos de los bancos sobre sus datos personales, como sus antiguos empleos, direcciones y el nombre de soltera de su madre. “No podía demostrar mi identidad”, dice. “Me sentía como si no fuera un ser humano”. Armada con el número de seguridad social de Helen (que obtuvo de una tarjeta de seguro médico que había sustraído) y una licencia de conducir falsa, Alice entró en tiendas e hizo compras con cargo a las cuentas de aquella. Para no sobregirar las cuentas, hacía otros pagos con cheques robados a otras víctimas. Cubría el pago mínimo de los saldos, y usaba las tarjetas hasta que los bancos descubrían las irregularidades.

 

En febrero de 2013, el novio de Alice fue detenido con un arma cargada en un supermercado; la policía registró su auto y encontró drogas. A fin de que lo liberaran, Alice necesitaba 10.000 dólares para pagar una fianza. Los obtuvo burlando de nuevo los procedimientos de seguridad de la cooperativa de crédito de Helen, cuya casa comprometió en garantía, y atacó a otras víctimas.

 

Helen no se enteró de nada hasta que recibió un furioso reclamo por teléfono de una empresa de fianzas. Perdió la esperanza de escapar al acoso. “Quería tirarme a dormir y no despertar nunca más, porque estaba cansada de todo aquello y no sabía qué hacer”, recuerda.

 

En abril, la vida de Alice se desmoronó también. Había terminado con su novio, y roto tratos con Dino y Brian. Pero aún le quedaba una víctima: Helen Anderson. Así que se fue de compras a Macy’s. No fue hasta que llegó a su casa cuando se percató de que había olvidado el bolso. “Eso hacen las drogas”, dice. “Te dan la confianza para ir a un lugar público, gastar 2.000 dólares haciéndote pasar por otra persona y dejar un bolso detrás, con todo lo que la policía necesita para arrestarte”.

 

Al otro día fue a Macy’s por el bolso, pero la tienda ya había encontrado en él los documentos falsos. Alice huyó antes de que llegara la policía. Seis semanas después finalmente la arrestaron, y fue acusada por diez cargos de robo de identidad. Ella y sus cómplices habían robado casi un millón de dólares usando los datos de Helen Anderson y muchas otras víctimas.

 

Cuando Helen acudió a la audiencia de sentencia de Alice, en diciembre de 2013, la fiscalía le notificó el acuerdo que había alcanzado con la acusada: ésta se declararía culpable de siete de los diez cargos a cambio de participar en un programa de desintoxicación residencial. Si se mantenía sin consumir drogas y no recaía, no tendría que pasar en la cárcel más que los nueve meses que ya había pasado en ella.

 

En cierto modo, Helen tuvo suerte. Solo un porcentaje pequeño de casos de robo de identidad termina en un arresto. Cuando vio a su verdugo, la ira de Helen se disipó. Luego supo que Alice tenía un hijo pequeño. Era una adicta cuya madre había luchado contra su propia adicción. “Si ella es capaz de rehabilitarse, dejar las drogas y ganarse la vida de manera honrada, entonces que así sea”, dijo Helen.

 

Hoy día Alice trabaja en un restaurante, y cada semana se somete a un examen de drogas. “No sé qué me va a deparar la vida —dice—, pero tengo que darme la oportunidad de hacer cosas que no sean malas”.

 

Los fondos que le robaron a Helen le fueron devueltos, pero, como ella y muchas otras víctimas dicen, el verdadero daño es psicológico: la sensación de vulnerabilidad y saber que sus datos personales pueden ser objeto de robo nuevamente. Tras los ataques, vendió su casa y se mudó a la de un familiar suyo. Ahora está tratando de recuperar su crédito, pero los trámites son complicados. En cuanto a la posibilidad de que le roben la identidad otra vez, es pesimista. “Mi información está allá afuera”, dice.

 

Doug Shadel es director de la Asociación Americana de Personas Jubiladas en Washington, y cofundador de la Red de Vigilancia del Fraude, un grupo de más de 700.000 ciudadanos que luchan contra el fraude en sus barrios.

 

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