El flamante presidente de Paraguay le contó a Selecciones parte de su historia.
La tarde asunceña pincela las calles de una primavera incipiente. Pese a estar atravesando los últimos coletazos del invierno, el clima es cálido y benigno. La quietud que se respira a esta hora (y a toda hora), va a contramano con la ansiedad que por estos tiempos se percibe en la sociedad paraguaya, que está ilusionada con los cambios que vendrán. Es que, luego de 61 años de gobierno del Partido Colorado, una especie de patrón monopólico, el ex obispo Fernando Lugo Méndez, representante de la Alianza Patriótica para el Cambio, logró romper décadas de hegemonía al ganar las elecciones presidenciales de abril de 2008 con más del 40 por ciento de los votos.
Al doblar en dirección de la avenida Kubitschek, detrás de un paredón amarillo se divisan árboles de un verde profundo.
—Esta es Mburuvicha Róga, la residencia del Presidente del Paraguay —dice uno de nuestros acompañantes locales.
Mientras se dejan ver unos guardias que cuidan celosamente el portón negro de hierro forjado, preguntamos qué significa ese nombre en guaraní.
—Casa del Jefe —nos responden con orgullo.
Y en cierto sentido ese orgullo se entrelaza con las emociones que despierta el “nuevo jefe”, un ex obispo que lo arriesgó todo, hasta sus fueros eclesiásticos, para hacerse cargo del gobierno en respuesta a un pedido de buena parte de los ciudadanos.
El portón se abre y los guardias nos saludan con simpatía nada fingida. Asentimos con agrado y recorremos una extensa calle interna rodeada de plantas y más árboles de verde furioso. En Paraguay los colores suelen impactar al visitante, y la vegetación se muestra profusa y viva, quizá como una marca que acompaña a la idiosincrasia de su pueblo.
Por fin el auto se detiene al pie de unas escalinatas de mármol blanco, algo gastado. Esperamos no más de dos minutos en un hall fresco y bien decorado, hasta que aparece la figura potente de un hombre cuyo carisma no se puede dejar de reconocer.
El presidente Fernando Lugo, de 57 años, está vestido con la simpleza del sacerdote: lleva una camisa de algodón —inequívocamente paraguaya— debajo de un chaleco gris; pantalones al tono y sandalias franciscanas completan su atuendo.
El hombre es corpulento, barbado, con una sonrisa franca que a veces cede el paso a la gravedad con la que hace algún análisis profundo. Es el mismo hombre que poco tiempo atrás ejerció el cargo de obispo de San Pedro, uno de los departamentos más pobres del país, y ahora rige los destinos de una nación entera. Parece ante todo hacerlo con vocación, con el convencimiento de los que esperan su hora. Y sin dudas esta es su oportunidad de demostrarlo.
La noche en que me decidí a ser candidato fue la más difícil de mi vida, me guié por la fe.
P: ¿Cómo lo llamamos, señor? ¿Padre, señor presidente?
R: Don Fernando Lugo.
P: ¿Y qué encierra esa respuesta?
R: No me gustaba mucho que me dijeran ni “Licenciado” ni “Presidente”, y tampoco me gustaba “Don”, pero hay dos hechos relevantes: a mi papá le decían “Don Lugo”. Él era un hombre muy respetado en mi barrio, en la ciudad de Encarnación. Y después, en el palacio de gobierno tengo dos imágenes que son muy fuertes en la historia paraguaya: una que es la del doctor Francia (N. del R.: José Gaspar Rodríguez de Francia y Velasco, que gobernó el Paraguay desde 1816 hasta 1840) y la otra, la de Don Carlos Antonio López; y como la imagen de Francia está siempre detrás de la de López, que yo siempre la miro, me está gustando ese “Don” Fernando Lugo.
P: Viajemos a los años de su infancia: ¿cómo era su lugar, el barrio, los amigos, la escuela?
R: Fue una cosa un poco rara, fuera de lo normal… porque nací de ocho meses; sin uñas, sin piel. El médico llegó tarde porque vino en tren y después en una mula hasta donde estaba mi madre, en San Solano. Y ese médico dijo que si yo vivía, primero quería que fuese su ahijado y, segundo, comentó que yo iba a ser un hombre importante. Luego, cuando yo tenía cinco meses, nos mudamos a Encarnación, en un barrio humilde, muy sencillo. Dios me privilegió no con una inteligencia superior sino con intuición, sencillez y sensibilidad hacia los demás, con el gusto de estar muy cerca de la gente. Y quizás el culto más grande que tengo es el culto a la amistad. De niño hice de todo: repartí pan, leche, vendí mercaderías con mi papá, que nos educó en la escuela del trabajo.
P: Usted fue maestro rural, ¿cómo llegó a ejercer la docencia?
R: Mi juventud fue normal, terminé el magisterio y mi padre quiso que estudiara Abogacía, pero yo quería ser maestro, pero maestro del campo. De hecho, cuando salí de mi casa al interior del país a ejercer la docencia a una de las zonas pobres de Itapúa, recalé en una escuela pública muy lejana, pero cercana al mundo indígena. Fue como un despertar vocacional; ahí descubro que Dios me quiere hacer su pastor dentro de su Iglesia y empiezo a estudiar el seminario.
P: ¿Cómo se dio cuenta de que tenía esa vocación?
R: Es que encontré una comunidad religiosa importante. Recuerdo que había un cura alemán que venía una vez por mes. Pero si en el día de su visita llovía, no llegaba. Así podían pasar dos o tres meses sin que el sacerdote nos visitara. De todas maneras, la gente seguía reuniéndose en la iglesia todos los domingos para rezar y cantar. Eso me llamó la atención. Y me embarqué en el sacerdocio, que ejercí durante casi 30 años; una parte en Ecuador, otra aquí en el Paraguay.
P: ¿Le molesta que los políticos se pregunten qué hace un cura en el gobierno?
R: Creo que la gente fue desmitificando esa figura, aunque durante la campaña electoral nos decían de todo: “¿Qué hace un cura en el gobierno?, ¿qué va a administrar si no tiene siquiera una familia?”, y otros cuestionamientos de esa naturaleza. Si hay algo que queremos cambiar, es simplemente que las instituciones estatales funcionen y que haya un buen servicio del funcionario público.
P: Cuando estaba a cargo de la diócesis de San Pedro, ¿ya sentía la vocación política? ¿Sentía que podía expresarla en el mundo secular?
R: Hay una cuestión que el mismo mundo canónico contempla. Una de las características para ser obispo es ser capaz de hacer gobierno, pero gobierno pastoral. Ser guía y maestro de una comunidad religiosa. No es sólo cuestión de dirigir; el obispo es el responsable de toda la diócesis y tiene que gobernar según los criterios
canónicos y pastorales de la Iglesia Católica.
P: ¿Se planteó alguna vez las consecuencias de perder en la arena política todo el crédito social que ha conseguido como obispo?
R: Sí, porque como se dice aquí, en política no se descarta nada. Hay una expresión que dice: “Voy a quedarme como siempre fui, no voy a ganar ni perder, voy a ser ese ciudadano que siempre fui sin perder ni ganar, quedarme con la misma caja: sin ganancias ni pérdidas”.
P: El Paraguay es un país con dos tradiciones muy marcadas: la española y la guaraní. ¿Qué piensa hacer usted para unirlas?
R: Yo creo que el Paraguay es el laboratorio en donde se produjo la mejor mezcla, porque no existen las grandes polarizaciones, como en otros países, entre el mundo indígena originario y el mundo blanco. Creo que este mestizaje es la fusión de dos culturas de la que nace la nuestra, la paraguaya.
Yo hablo guaraní, aunque hoy en día no soy indígena, pero tampoco soy español. Es decir, hay una identidad elaborada en una tercera vía, que es la mezcla genuinamente paraguaya.
P: En ese contexto, ¿qué modelo de país sueña?
R: Un país equitativo, de iguales. Muchas de las cosas que sueño sé que no las voy a poder realizar. Vuelvo otra vez a la figura bíblica: “Uno es el que siembra, otro el que riega y otro el que finalmente lo va a cosechar”. Queremos sentar las bases institucionales democráticas en un país de iguales, sobre todo de iguales oportunidades para todos.
P: ¿Cómo le gustaría ser recordado por sus amigos, por sus parientes?
R: Como alguien que hizo lo que tenía que hacer: ayudar a los demás, alguien que luchó por sus principios, que no vendió su conciencia. Una persona con dignidad que apostó por lo que vale y cuya libertad no tuvo precio.
P: Y eso ¿de quién lo aprendió?
R: De mi papá.
Quiero ser recordado como alguien que hizo lo que tenía que hacer: ayudar a los demás.
La noche más larga
La noche del 17 de diciembre de 2006 fue la más difícil que el entonces sacerdote Fernando Lugo vivió. Miembros del movimien-to político Tekojoja o Raza Guaraní, en el que se incluían amplios sectores de la sociedad paraguaya, le entregaron un documento con más de 100.000 firmas que solicitaban su renuncia al ejercicio sacerdotal para poder liderar un proceso de cambio dentro del país. “Aquella noche no dormí, fue la noche en que me tuve que decidir —recuerda—. Esto no lo dije nunca, pero tengo que confesar que fue una opción movida también por la fe, porque no veía las cosas con claridad. Incluso después me llegué a preguntar: ‘¿Estoy obrando bien? ¿En qué me estoy metiendo?’.
Al primero que le comuniqué mi decisión fue a Ricardo Kelly, un sacerdote irlandés que me recibió en el seminario, fue durante mucho tiempo mi guía espiritual y me dio confianza y firmeza en mi propia vocación. Él me contestó: ‘Este es el camino natural de lo que fue tu vida’.
El 25 de diciembre de ese año, Lugo anunciaba su ingreso en la vida política con miras a las próximas elecciones presidenciales.
Relación con los vecinos
¿Piensa que tanto la Argentina como Brasil han tratado al Paraguay como un integrante de segunda línea en relación con los contratos que actualmente tiene con las represas compartidas?
Creo que tanto las represas de Yacyretá como Itaipú son fruto de un contexto histórico diferente. Los dos tratados tienen el mismo matiz: fueron firmados por un gobierno paraguayo irregular y no hubo otra opción. No se puede juzgar en términos democráticos lo que se ha hecho bajo dictaduras, pero de todos modos no se ha considerado la equidad ni, sobre todo, el futuro. Vamos a conversar este tema con nuestros socios, pero de igual a igual, recuperando la conciencia y la dignidad como nación.
¿También lo van a hacer con los países que quieren invertir en el Paraguay y que en algún momento encontraron trabas para hacerlo?
De igual a igual con todos. Queremos conversar tanto con Taiwán como con China, de igual a igual. Hoy tenemos la posibilidad de posicionar al país y de que sea conocido no solamente por su alto índice de corrupción, sino por su inteligencia y su administración honesta y transparente.
¿Qué acciones concretas hay en esta dirección?
Si bien hace pocos meses que estamos en el gobierno, creo que hay pequeños signos de que la gente está creyendo en nuestro compor- tamiento. Al menos, en el plano del poder ejecutivo se observa que la corrupción está siendo arrancada de raíz. Son muestras pequeñas; lo más grueso todavía no ha salido, por eso creemos que nuestra tarea no va a ser fácil, pero tampoco imposible.