Hacer trámites de cualquier tipo puede transformarse rápidamente en una pesadilla…
Hasta hace unos quince días no entendía bien el famoso dicho español que dice “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”. Quizás porque no fui nunca del tipo de persona que ausculta la vida o las experiencias de sus vecinos, sino más bien me ubico entre aquellos a quienes éstas le representaron siempre una lejana ejemplificación de lo que le ocurría a los demás. Pero llega un día en que “los demás” somos nosotros mismos y caemos en la cuenta de toda nuestra fragilidad. Y mucho más si debemos enfrentarnos con la (des)organización burocrática que implica llevar adelante un trámite de cualquier tipo.
En esa circunstancia es en la que entendemos la (in)capacidad de ciertas oficinas públicas, la nula maleabilidad de los circuitos administrativos y la condena inapelable de los trámites obligatorios.
El desafío, que repetidas veces escuché en boca de mis conciudadanos, es simple: atrévase a no perderse por los menos dos días de trabajo en el fárrago de papeleo, firmas y declaraciones que conlleva vender (o comprar) un automóvil. Lo que parece ser un gag cómico pronto se convertirá en tragicomedia al mejor estilo del absurdo, y acabará con nuestra paciencia que -al mediar el trámite- estará tan poco estimulada como la de un chico antes de abrir sus regalos de Navidad.
Cuando debemos meternos en la piel del que sufre las inclemencias de la burocracia en su punto más alto, el consejo es no resistirse, agachar la cabeza, perder la vista en los formularios que una y mil veces hemos de completar y -como último recurso- quizás encomendarse a San Expedito que, para el caso, debiera acelerar el trámite ídem causa.
Sé que muchos de ustedes se verán reflejados en algunas de las tantas anécdotas que acumulan los legajos de los registros del automotor, únicos autorizados para ejercer la patria potestad de los cuatro ruedas que a cierta altura de las complicaciones comienzan a ser los objetos más odiados de todas las pertenencias inútiles que hemos podido acumular en nuestras vidas.
Luego del vigésimo cuarto certificado de libre deuda o lo que corresponda al capricho oficial, el automóvil comenzará a ser vituperado sin compasión: cacharro, cafetera de cuarta, mejunje de lata, catramina y otras tantas referencias que irán subiendo de tono, conforme pasen las colas y las caras impávidas de los empleados que se adivinan detrás de sus ventanillas desfiguradas de mala atención y peticiones ridículas.
Para colmo de males, ni las oficinas estatales ni las privadas que intervienen en el circuito demoledor del trámite contarán con una base de datos confiable e interconectada que actúe como eje conciliador de la historia. Ante cada nueva etapa que se abre (como camino de espinas) el oficiante de turno mascullará algo así: nombre, documento de identidad, comprobante de último pago… Y en la reiteración mecánica de cada palabra veremos menguadas nuestras fuerzas de resistencia.
En resumen, el periplo comienza con una primera posta en la oficina registral que echará por tierra todos los derechos cívicos en defensa de nuestro tiempo, continuará con pagos y recibos, mediará con formularios en los que ochenta veces se asentará (¡en manuscrito y en imprenta mayúscula legible!) el número de motor (kilométrico) del vehículo, el chasis, el dominio, el DNI, el cónyuge, los hijos y los datos (quizás desconocidos) del primer dueño del rodado que, con suerte, acabará por ser el burlador de semáforos más codiciado por los agentes de tránsito. Y todo, por la jugosa suma que nos deparará el gasto de ocasión, número que puede situarse entre las tres y las cuatro cifras sin que se nos despeine el jopo. Como si fuera poco, la gente que comparte este pequeño calvario suda, sufre, pierde premios por presentismo, tiene várices, diabetes, está muy crecida para deambular por pasillos infectos o poco avisada como para dejar sus obligaciones a la buena del dios burocrático argentino. En el medio de tanto entuerto no faltará el ingenuo que justifique la malasangre en aras del control vehicular que, según los dichos del sistema, funciona como morigerador de robos y fraudes. Esto no deja de interpretar una vez más la lógica del absurdo, en la que millones deben pagar por la imprudencia de unos cuantos infractores. Por supuesto que detrás de semejante suma de torpezas se mueve un industria prodigiosa: sándwiches a seis pesos por cabeza en los pasillos oficinales, grabado de cristales a la vuelta de la esquina, fotocopias en todas partes, gestores, moderadores, facilitadores e inspectores se alinean de a uno en el escaparate del cambalache moderno.
Es de esperar que algunas voces se escuchen, que alguien recapacite, que se instrumenten medidas de respeto en defensa de los ciudadanos. Todos tenemos derecho a ser tratados bien (y si esto no está contemplado en el 14 bis, habría que incluirlo), todos tenemos derecho a que se respete nuestro tiempo y la dignidad que significa saber que cumplimos con las reglamentaciones y leyes sin ser mártires de las mismas.
Si está pensando en que nunca será devorado por la maquinaria burocrática, espere. Es sólo cuestión de tiempo.