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Ir a la universidad en la Edad Media

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Estudiar en la universidad requería toda clase de sacrificios para los jovenes aspirantes.

Estudiantes sacrificados

 

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Con poco más de dos pelos en el mentón, el joven estudiante llegaba hambriento y con los pies destrozados tras haber recorrido cientos de kilómetros para ocupar su lugar en una de las universidades europeas del siglo XIV. Pero el calvario no había hecho más que empezar. Al llegar le afeitaban la cabeza y los estudiantes veteranos le vaciaban el bolsillo para celebrar una fiesta a costa del recién llegado.

 

Con el tiempo también él infligiría a otros el mismo castigo, pero la vida de estudiante, la que habría de llevar durante los próximos 15 años, era una dura batalla no solo contra los dedos congelados y el estómago vacío, sino también contra el Estado, los profesores, otros estudiantes y la ciudad. El primer problema era encontrar una habitación de alquiler barata. Era frecuente compartir habitación y los estudiantes más pobres incluso compartían cama, para ahorrar dinero y pasar menos frío. El destino del estudiante de las viejas universidades de Europa -de Bolonia a Cambridge, pasando por París o Salamanca- no era en absoluto feliz.

El crecimiento del saber

 

El siglo XII vio renacer el interés por el conocimiento en toda Europa, en parte como consecuencia del redescubrimiento de las obras de Aristóteles, el gran filósofo griego. Las comunidades de profesores, más tarde llamadas universidades, empezaron a competir con las escuelas, vinculadas a los monasterios y las catedrales. El acceso quedaba abierto a cualquier hombre libre que pudiera costearse sus estudios. No había exámenes de admisión. La idea de que una mujer estudiara resultaba inconcebible y así siguió siendo hasta el siglo XIX.

 

Los buenos profesores atraían a estudiantes llegados desde lugares muy lejanos. En cada universidad, los estudiantes se asociaban en diversas «fraternidades», unidos por intereses comunes (a veces su nacionalidad, pues muchos estaban lejos de su país), y solían recibir el nombre de «clérigos», pues muchos se proponían hacer carrera en la Iglesia. En los países del norte llevaban tonsura y sotana, mientras que en Italia llevaban batas hasta los pies, llamadas «cappas».

 

Rebelión contra un régimen austero

 

 

La jornada del estudiante comenzaba a las cinco de la mañana, con una misa obligatoria. El almuerzo era a las diez de la mañana y la cena a las seis de la tarde. Estaba prohibido hablar durante las comidas, mientras se leía la Biblia en voz alta. La disciplina era muy estricta: los juegos y la música estaban prohibidos. Sin embargo, muchos estudiantes se negaban a cumplir las normas. Un entristecido padre de Besançon escribió a su hijo: «He sabido que llevas una vida disoluta e indolente; que te permites todo tipo de licencias y que tocas la guitarra mientras los demás estudian».

 

Las tensiones entre los estudiantes y las gentes de la ciudad a veces explotaban. En Oxford, en 1355, tuvo lugar una batalla callejera que duró tres días y provocó 63 muertos, a causa de una disputa por la calidad del vino que se servía en cierta taberna local. Los estudiantes no siempre estaban exentos de culpa, pero los vigilantes encargados de mantener la disciplina eran a veces los instigadores del conflicto.

Siete años para alcanzar el conocimiento

 

Antes de la aparición de las universidades, en el siglo XIII, el saber tradicional se basaba en el quadrivium: geometría, aritmética, astronomía y música; y el trivium: gramática, retórica y lógica. Pero estas siete «artes liberales» tenían escaso impacto en los estudios universitarios.

 

El latín y la filosofía eran todo cuanto un estudiante necesitaba saber para obtener su título. Tras cuatro años de estudio se obtenía el título de Bachiller en Artes y después de otros tres años el de Maestro en Artes. Entre los textos figuraban traducciones latinas de libros matemáticos árabes y griegos, además de las obras de Aristóteles.

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