¿Cómo pasamos, a lo largo de la historia, de la preocupación por morir de hambre a la preocupación por ser delgados? ¿Existen realmente las dietas infalibles o son una farsa? ¿Cuán grande es la industria que se mueve por la fiebre de adelgazar?
En Occidente gastamos billones al año tratando de perder peso. ¿Cómo se convirtió la dieta en una industria tan masiva y lucrativa?
Hacer dieta es un gran negocio. Dos tercios de los estadounidenses tienen sobrepeso y, en Estados Unidos, la industria de las dietas representa más de U$S 30 billones al año. Todo supermercado ofrece cientos de productos de bajo contenido graso, light o sin azúcar; los manuales para perder peso son todo un género de la industria editorial; las farmacias venden batidos dietéticos y pastillas para adelgazar junto con cepillos de dientes y analgésicos; los campamentos para niños obesos y los programas de TV de celebridades gordas son un subgrupo popular de los reality shows. Se pueden obtener abundantes ganancias de este anhelo mundial por ser delgado.
Todo esto es un fenómeno nuevo. Nuestros ancestros nunca hicieron dieta; la mayoría de la gente estaba más preocupada por morirse de hambre que por los peligros de comer de más. La idea de que las formas rellenas no son atractivas no existía siglos atrás. Un cuerpo contundente era considerado signo de riqueza y una estructura robusta significaba poder: Luis XIV de Francia usaba ropa con relleno para aumentar su pequeño torso y tener un aspecto más impresionante y poderoso.
Vínculo entre dieta y salud
La primera persona que defendió la dieta como un camino a la buena salud fue un ministro de Estados Unidos llamado Sylvester Graham. Este hombre llegó a tener numerosos seguidores en las décadas de 1830 y 1840 y defendían un régimen vegetariano y abstemio que excluía todo tipo de especias y condimentos. Un importante ingrediente de su sosa pero valiosa dieta fue el pan Graham, que prefiguró el pensamiento nutricional moderno, ya que estaba hecho de harina integral. También era horneado sin el uso de agentes blanqueadores industriales, como el cloro, común en el pan blanco de ese tiempo. Graham afirmaba que su dieta podía ayudar a sus seguidores a evitar la glotonería. “La excesiva alimentación es el mayor error dietético en Estados Unidos –escribió proféticamente en 1838– y quizás en todo el mundo civilizado.”
Otro beneficio de la dieta Graham, según su autor, era que apagaba los sentimientos carnales. El apetito sexual y el apetito por la comida eran, en su filosofía, dos cabezas de la misma bestia indómita. El vínculo entre comida y pecado, gordura y culpa, es una contribución de Graham al pensamiento cuasi nutricional. Su otro legado es la galleta Graham, aunque ya no es la galleta saludable que su inventor tenía en mente, sino un bizcocho semidulce digestivo.
Una dieta para perder peso
La dieta de Graham, aunque atacaba el comer en exceso, no pretendía ayudar a adelgazar. La idea de bajar de peso con la ayuda de una dieta pertenece a
William Banting, un empresario de pompas fúnebres para gente pudiente de Londres. Banting era tan gordo que no podía atarse los zapatos y tenía que bajar las escaleras hacia atrás para no lastimar sus sobrecargadas rodillas. Por consejo de su médico, eliminó “los almidones y los azúcares”, y perdió mucho peso. En 1863, publicó un folleto, Letter on Corpulence, Addresed to the Public (Una carta sobre la corpulencia, dirigida al público), en el cual describía su camino para bajar de peso. Banting es el padre de las dietas y el progenitor de los libros de dietas.
Letter on Corpulence incluye técnicas que siguen siendo las favoritas de los editores de manuales de dietas actuales. Éstas comprenden un autor ex gordo,
súper famoso; un relato confesional que documenta los fracasos y los falsos caminos en la búsqueda de la delgadez (que en el caso de Banting incluían vivir con seis peniques al día, ir a baños turcos y andar a caballo), y al fin el descubrimiento triunfal de una fórmula fácil para adelgazar. En este caso, un siglo antes del doctor
Robert Atkins, evitar los hidratos de carbono. William Banting no publicó su dieta para obtener un rédito económico y no ganó dinero con su libro. Pero se convirtió en un éxito de ventas tan grande que décadas después el nombre del autor se usó como verbo: “No cake for me, thank you, I am banting” (“No quiero pastel, gracias, estoy ‘banteando’”). La dieta de Graham y la de Banting eran bastante sólidas en lo nutritivo. Pero, a fines del siglo, la moda halló su camino en el floreciente negocio de las dietas.
Los primeros gurúes de la pérdida de peso
En 1895 un adinerado y rechoncho empresario de Estados Unidos encontró una nueva y dudosa ruta a la delgadez, y, en el proceso, se convirtió en el primer defensor mundial de la pérdida de peso. Se llamaba Horace Fletcher y su método se denominó “fletcherismo”. La esencia del culto fletcherista consistía en que, para evitar comer de más, había que masticar bien los alimentos. Fletcher recomendaba 32 masticaciones por bocado –incluso de sopa– y advertía lo siguiente: “La naturaleza castigará a quienes no mastican”.
Comer de esta manera convertiría a un “lastimoso glotón en un inteligente epicúreo”. Fletcher respaldaba su práctica en una filosofía derivada de la nueva era mecánica. Sobre la base de que el cuerpo era análogo a un automóvil, exhortaba a sus seguidores a ser “choferes competentes de sus corpo-automóviles”. Se interesaba de manera obsesiva en las emisiones de la máquina: solía pesar sus propias heces y tomaba notas, como: “No más olor que un bizcocho caliente”. Eso fue el comienzo de la preocupación por el intestino que llevó a fines del siglo XX a la obsesión por la irrigación del colon.
Alerta alimenticia
El mérito del fletcherismo, si es que tiene alguno, radica en el hecho de que forzó a la gente a tener conciencia de lo que comía y a tomarse su tiempo: así, los discípulos de Fletcher quizá terminaron comiendo menos. Tal como sucedió con Banting, sus ideas se extendieron porque habían funcionado en él mismo. Gracias a sus propios métodos, “el gran masticador” bajó más de 18 kilos y permaneció delgado por el resto de su vida. Trabajó mucho para publicitar sus ideas, y su “empeñosa masticación” entró en los círculos de moda. Las damas se sentaban y masticaban de manera concienzuda y silenciosa durante minutos en los restaurantes más elegantes de Nueva York.
Un tipo diferente de pensamiento introdujo en la década de 1920 un economista de Yale, llamado Irving Fisher, al hacer una analogía entre la nutrición y la teoría económica. Fisher tomó el concepto de equilibrio de mercado –la idea de que el flujo de recursos al sistema debe ser igual al flujo de egresos– y sugirió que, para evitar un exceso, el cuerpo debe manejar la ingesta de comida con tanto cuidado y eficiencia como una empresa maneja su flujo de caja. Así, el valor de la comida debía contabilizarse como los centavos en un balance. Esta idea pareció sensata y en esa década se desató una manía por contar calorías.
Algunos restaurantes imprimían los valores calóricos al lado de cada plato del menú y los escritores de las dietas abogaban por una vida de frugalidad cuantificada, basada en una ingesta de 1200 calorías diarias. La analogía con una práctica comercial sólida se disipó luego del derrumbe de Wall Street en 1929, pero la obsesión por la cuenta de calorías duró la mayor parte del siglo.
¡Funcionó para mí!
En la década de 1930, el mundo de las dietas encontró un nuevo grupo de defensores: ya no los hombres regordetes y emprendedores de las décadas anteriores, sino las esbeltas y hermosas estrellas de cine que avalaban un régimen u otro. Lo que volvía popular a una dieta era una vigorosa recomendación de Hollywood.
Jean Harlow y Gloria Swanson ponían por las nubes a una masajista llamada Sylvia Ullbeck, que podía amasar la carne hasta que, asombrosamente, “la grasa salía por los poros como el puré de papas por un colador”. Amelia Earhart, la primera mujer que voló sola a través del Atlántico, apareció en avisos de los cigarrillos Lucky Strike exhortando a quienes querían adelgazar a “tomar un Lucky en lugar de un dulce”. Una genérica “dieta Hollywood” entró en el glamour colectivo de todas las aspirantes a estrella de Tinseltown. Consistía en subsistir a base de pomelo y huevos duros y daba a sus seguidoras una ingesta total de energía de sólo 585 calorías por día. El aval de las celebridades seguía siendo un arma clave para la industria de la dieta.
Pastillas y edulcorantes
Los métodos químicos se usaron por primera vez contra los kilos de más en la década de 1940. Las anfetaminas, muy empleadas en la Segunda Guerra Mundial para mantener alerta a los pilotos de combate, tenían el efecto secundario de suprimir el apetito. En los siguientes treinta años, fueron recetadas por médicos y vendidas por farmacéuticos como pastillas para adelgazar, junto con otras drogas que ayudaban a bajar de peso, como los diuréticos. Además, los sustitutos sintéticos del azúcar, comercializados con nombres como NutraSweet o Sweet’N’Low se volcaban en enormes cantidades en las tazas de café, durante las décadas de 1960 y 1970.
Estas sustancias eran los milagrosos ingredientes de las bebidas de “bajas calorías”, como la Tab. En la segunda mitad del siglo XX, la industria de la dieta tomó prestado mucho más de otras esferas del conocimiento. Weight Watchers, la creación de Jean Nidetch, un ama de casa neoyorquina con exceso de peso, fue la práctica psicológica de la terapia de grupo semanal, aplicada a los desafíos mentales de la pérdida de peso.
Innovación constante
El concepto de “desintoxicación” se adaptó de la farmacología –como si la comida fuera una forma de veneno– y apareció como el puntapié inicial de un programa para bajar de peso. La idea del índice glucémico, como una especie de barómetro de la gordura interna, se tomó prestada de la investigación médica llevada a cabo para ayudar a los diabéticos a manejar sus niveles de azúcar en sangre.
Se ha diseñado toda clase de know-how tecnológico para quienes hacen dieta y no están dispuestos a quemar calorías con el ejercicio físico. Algunos recursos son eficaces; otros no: los cinturones vibradores que supuestamente evaporan la grasa sacudiéndola; los nodos eléctricos que retuercen los músculos para hacerlos trabajar mientras uno descansa, y la liposucción, una intervención quirúrgica para drenar la grasa líquida del cuerpo, procedimiento riesgoso. La extraña paradoja es que la industria de las dietas funciona, pero las dietas no. Casi cualquier persona que pierde peso con una dieta lo recupera en dos años… y entonces vuelve a entrar en el mercado, en busca de un nuevo método para bajar de peso.
Y todos estamos engordando…
El peso promedio de un adulto estadounidense subió casi 1 kilo en cada década desde 1940 hasta 1980 y se disparó a 4 kilos entre 1985 y 1995. Al mismo tiempo, el ideal del cuerpo perfecto es cada vez más delgado. En 1921, Miss América medía 1,55 m, pesaba 48 kilos y tenía 60 cm de cintura; en 1981, Miss América era 12 cm más alta y tenía 57 cm de cintura, pero pesaba casi lo mismo que su predecesora, a quien le habría parecido un raro y esquelético palo.
La brecha entre la forma corporal que la gente admira y el cuerpo que tiene la mayoría es tan ancha como infranqueable. La industria de la dieta opera dentro de este abismo. Pero, a pesar de los millones de palabras escritas sobre dietas y los billones de dólares gastados en ellas, todo lo que se necesita saber sobre adelgazar puede expresarse en una oración: si, durante un período sostenido, se gasta más energía en actividades diarias que la que se adquiere con los alimentos, entonces, sin duda se bajará de peso.