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Arte desde el norte argentino

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Mediodía para disfrutar del paisaje asombroso y de la obra de la artista Alicia Faltracco.

Son las once de la mañana y brilla el sol; la brisa es suave y parece primavera, aunque estamos en mayo. Atrás quedaron las nubes grises que cubren San Salvador de Jujuy, de donde vengo. Acabo de llegar a la terminal de ómnibus de Humahuaca. Aún es temprano. Miro hacia arriba y distingo enseguida el Monumento a los Héroes de la Independencia, a pocas cuadras. Vine por primera vez a la Quebrada hace más de 20 años; ahora la plaza me espera para regalarme de nuevo la vista del rotundo blanco del cabildo y de la catedral de Nuestra Señora de la Candelaria, de la escalinata del monumento y de las calles de piedra con casas bajas que no impiden que vea las montañas a lo lejos. Cuando paseo por los alrededores, atrapan mi atención tejidos y artesanías de la feria. Hay pocos turistas y la gente del lugar despliega naturalmente su amabilidad. Mi entusiasmo puede más que los 3.000 metros de altura, porque me siento muy bien. De pronto pienso que este sitio, que está a 1.600 kilómetros de mi casa en Buenos Aires, no parece parte del mismo país. Me acuerdo de que eso mismo le dije a mi esposo cuando descubrimos esta ciudad, mientras él o yo llevábamos a nuestra hija de un año en brazos y nos sorprendíamos al ver a las mujeres coyas cargando a sus bebés a la espalda dentro de aguayos de vivos colores. ¿Se habrá perdido esa costumbre? Pero ya es hora y no vine solo a pasear, así que busco un taxi y entonces la rotonda, un puente, una calle de tierra que sube y en pocos minutos ya estoy: me espera en su casa Alicia Faltracco. Vi fotografías de algunos de sus cuadros en Arte en las alturas, un libro de Sandra Figoni Prado publicado a fines de 2016 sobre la obra de doce artistas —pintores, fotógrafos, ceramistas y grabadores— de la quebrada de Humahuaca. Ahora voy a conocerla y a visitar su taller. Alicia es una mujer atenta, conversadora y entusiasta que sonríe con la mirada. Vive en una casa amplia y luminosa, con tres perros grandes y muchas plantas, tanto en el interior como en el fondo, donde tienen un cuarto propio las que no resisten la intemperie. Estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Pridiliano Pueyrredón, de la ciudad de Buenos Aires, donde un profesor de pintura solía hablar con pasión de una provincia argentina donde había vivido: Jujuy. Con una compañera jujeña, ella viajó a conocer la región y le encantó. Más tarde tuvo la oportunidad de recorrer Europa, pero no la cautivó París ni la Verona de sus ancestros tanto como algunos lugares de América Latina que también había podido visitar. A la Quebrada de Humahuaca volvió varias veces hasta que concretó con quien era su marido el sueño de quedarse. Eso fue hace casi 30 años.

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Compartimos el almuerzo mientras pasamos de un tema a otro: Túpac Amaru y la historia, algunas creencias y costumbres de este lugar, los viajes de Alicia por la Puna y su interés por la arqueología, los dos hijos que asisten a la universidad en otras provincias…

“¿Subimos al taller?”, propone. Me sorprende el tamaño del salón: ocupa gran parte del primer piso y tiene varias ventanas que dan a las montañas. Miro con atención unos hermosos cuadros en blanco y negro (me explica que es para destacar el dibujo) y otros donde los acrílicos despliegan la variedad de colores del entorno natural que nos rodea. “Trabajo escuchando música —comenta—. Aunque en algún momento la apago para concentrarme”. A veces empieza con una mancha, ve en ella una imagen y desde allí sigue componiendo. En las pinturas hay paisajes humanizados: una o más personas, a veces trabajando al aire libre, y animales. Siempre dinamismo, movimiento. Como en “La pastora”, donde la falda de la joven que carga un bebé sobre su espalda mientras conduce a las cabras se confunde con la vegetación y parece moverse con el viento. También lleva a cuestas a su hijo la mujer de “Maternidad con lagarto”. ¿Son unas alas, como de ángel, y no una tela lo que envuelve al niño? Es evidente que a todas estas creaciones las atraviesa la vida de este lugar, lo que la artista ha visto y lo que ha compartido con la gente, la historia, la fe y la cultura de este pueblo. Me imagino entonces a Alicia participando de la celebración de la Pachamama de la que me habló cuando estábamos abajo —“en agosto hacemos un pozo en el fondo; ahí ponemos los frutos de la tierra”—, viajando hace unos años con su camioneta por los pueblitos de la Puna para ofrecer talleres de pintura a niños en escuelas y restaurando con cuidado una imagen de la Virgen en la iglesia cercana.  “No es fácil que acepten al que viene de afuera —me dice—. Hay que ser honesto, no aprovecharse”. En cierta forma, ella justifica la desconfianza de los descendientes de quienes poblaron la zona hace miles de años: no se olvidan fácilmente las injusticias, la explotación. Alicia sugiere que salgamos a pasear. Todavía no sabemos que el resto de la tarde estaremos recorriendo Calete, Uquía y Tilcara —donde vamos a despedirnos—, descubriendo rostros humanos en las extrañas formaciones rocosas de Los Colorados y transitando caminos rodeados por montañas que parecen pintadas con rayas de colores y que, como si eso no fuera suficiente maravilla, van cambiando en sus tonalidades como cambian las del cielo sobre el que se recortan según pasan las horas. 

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