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Los encuentros de Juan Gualberto y el aviateur

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La serenidad zen disfraza una historia con aventuras de pioneros de la aviación y el alma cataclísmica de la Caldera Diamante.

Aviateur! (aviador), gritó el hombre en la
distancia.
Juan Gualberto García, todavía un niño de 14 años miró a la
figura que, trabajosamente -enterrado a medias en la nieve-, avanzaba hacia él
revoleando una bufanda, tuvo miedo, se dio media vuelta y escapó a la carrera.
    

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Eso que entre él y el desconocido
corría el arroyo Yaucha.

Pasaron 71 años. Ya en otro siglo,
el otrora pequeño se encontró rodeado de nuevos extraños, a muchos de los
cuales también les cabía la denominación de aviateur,
palabra que había escuchado por primera vez en aquel junio de 1930. Esta vez
hacía calor y todos le sonreían en Le Bourget. Incluyendo al entonces
presidente de Francia, Jacques Chirac, quien, con delicadeza, le colocó sobre
lado izquierdo del pecho la Legión de Honor.

No por haber salido corriendo, sino
por regresar, a caballo con su madre, y haberle salvado así la vida a Henry
Guillaumet.
 

El piloto
francés es hoy una de las leyendas de la aviación francesa, sudamericana y
mundial. Con Jean Mermoz y Antoine de Saint-Exupéry fue uno de los tres
mosqueteros de la compañía Aéropostale que recorría todo el Cono Sur. La
caminata de seis días, luego de su aterrizaje de emergencia cerca de la Laguna
del Diamante, es parte del mito y entró en la literatura: Saint-Exupéry incluyó
la historia en su libro
Terre d’Hommes.
Cuando los dos amigos se encontraron (el escritor voló en su avión para
llevarlo a un hospital) Guillaumet le susurró:
Ce que j’ai fait, je te le jure, aucune bête ne l’aurait fait (Lo
que hice, lo juro, ninguna bestia lo habría hecho). 

Si exageraba,
apenas era un poco. El viernes 13 de junio, en medio de la tormenta de nieve,
había salido de su aeroplano patas arriba, en el colapso de lo que tenía que
ser la vez 92 en que cruzaba la cordillera. Y luego luchó con seis noches de 15
C° bajo cero.

Las aventuras de los tres
mosqueteros continuaron unos años más, pero accidentes y derribos en la Segunda
Guerra Mundial los fueron acabando uno a uno. Únicamente el pequeño Juan
Gualberto García, que cuantas veces habría visto pasar esas pequeñas aeronaves
por los cielos de San Rafael pudo ver la segunda parte del siglo XX y hasta
este XXI. Luego de recibir la condecoración y pasear por París, volvió a su
Mendoza natal, siguió su vida de artesano modesto, quitado de bullas, otros 10
años más, para morir a los 95 años en 2011.

Por supuesto, García nunca olvidó a
Guillaumet. En especial el agradecimiento que le dedicó, a él y a su madre,
luego de recuperarse: un día apareció volando sobre el rancho perdido, a no más
de 50 metros de altura, dio tres vueltas a su alrededor y agitó su brazo fuera
de la ventanilla saludándolos.
 

Ahora todas
estas peripecias son uno y más relatos. Lo que si se mantiene incólume es la
postal singular del “diamante” que forma el cono del Volcán Maipo y su reflejo
sobre la Laguna del Diamante, que de tal efecto deriva su nombre. Ésta, aunque
parezca eterna, nació hace poco y también tiene sus días contados. Surgió en
1846, luego que el flujo de material magmático, derivado de una erupción,
habría obturado uno de los riachuelos del deshielo del volcán. Y, con
probabilidad, languidecerá cuando el Cambio Climático acabe con las nieves
eternas y haga más seco el clima. Aún si esto no ocurre, algún día toda la
falsa llanura en que se asienta volará por los aires.

 Lo anterior tendrá lugar cuando se
repita la erupción de la llamada Caldera Diamante, un reservorio inmenso de
material volcánico que, en caso que explotase, expulsaría una
nube de
ceniza volcánica que pronto cubriría hasta el sur de Brasil y todo Paraguay,
destruyendo Santiago de Chile, de paso. Sería una explosión ultra plineana o
“súper colosal”, categoría 7 en la escala del 1 al 8 del IEV (Índice de
Explosividad Volcánica). Cambiaría, incluso el clima planetario durante dos o
tres años.

Podría ocurrir en 100 años o 100.000
años más. No lo sabemos. Mientras tanto reina la belleza, la paz y los vientos.
Y por en sus cielos, vuelan ahora los nietos de García y Guillaumet. 

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