La papa es un tubérculo comestible y muy versátil. Conozca más sobre esta delicia.
Donde, hay completa oscuridad, de día y de noche. En medio del silencio de la fresca tierra levemente compactada, me reproduzco. De mis ojos, salen tallos, milímetro a milímetro, por toda la tierra que me rodea. Por encima de la tierra, mis hojas verdes disfrutan de la luz del sol, hacen la fotosíntesis de mis azúcares, que se cuelan hacia abajo para nutrir los brotes de esos tallos. Los brotes después se hinchan con pulpa: nuevas papas en proceso, cada una de ellas, un clon perfecto de mí.
Clonarme en la oscuridad no es la única manera que tengo de reproducirme. El segundo medio para hacerlo es la fertilización de mis flores por parte de otra planta de papa, sea de la variedad que sea. Esta póliza de seguro me ha otorgado una gran flexibilidad para multiplicarme a lo largo del tiempo. Hoy, 8000 años después de que los humanos comenzaran a cultivar a mi familia, cerca del lago Titicaca, en los Andes peruanos, los taxónomos no tienen ni idea de cuántas versiones cultivadas o salvajes de mí existen.
Soy el Solanum tuberosum, miembro de la familia de las solanáceas y prima cercana de los tomates, las berenjenas, los ajíes y el tabaco. No se deje engañar por la similitud que tengo con la batata: no es de mi familia. De hecho, se la describe correctamente como un vegetal de raíz, en tanto que mi parte comestible es el tallo, que, hinchado, resulta un bocadillo lleno de almidón y muy sustancioso.
Hace miles de años, yo no era más que un bulto protuberante en la tierra, a duras penas comestible, a veces hasta venenoso. En las manos sucias con tierra de generaciones de agricultores, se me crió para que mis amargos glicoalcaloides –los compuestos que, hasta el día de hoy, hacen que me ponga verde luego de demasiados días en el cajón de los vegetales– se mantuvieran en niveles que fueran sanos para ingerir, y la parte comestible de mi interior se expandió para satisfacer el apetito humano.
Como resultado de esta feliz convivencia con mis cultivadores, recorrí el mundo entero y me adapté a la vida en continentes que no eran mi tierra natal, América. Soy capaz de vivir a 3500 metros de altura, en las secas y frías montañas, así como al nivel del mar, en los trópicos.
Mi aspecto es tan variado como los lugares donde vivo. Puedo ser blanca, amarilla, roja, violeta, rosada o azul; puedo tener puntos, lunares, ser espiralada o moteada; puedo tener protuberancias, ser suave, delgada o regordeta; puedo estar cubierta de piel gruesa y áspera, o fina como el papel de los pañuelos descartables.
Pese a esta asombrosa diversidad, un comprador de los Estados Unidos encontrará solo unas pocas variedades: papas Russet, que son muy almidonosas y, por ende, buenas para cocinar al horno o freír; papas Yukon Gold, húmedas y cerosas, ideales para preparar un puré cremoso; papas alargadas o nuevas, deliciosas cuando se hierven; y papas rojas, con la terneza y dulzura ideales para preparar una ensalada de papas.
En todo el mundo, adopto muchas más formas: desde suaves purés hasta papas fritas ultracrocantes. Me enrollo en bollos con forma de nube en Italia, completo estofados con Guinness en Irlanda y bendigo las mesas de los templos de alta cocina de Francia, por lo general cargada de manteca y crema.
Sin embargo, no me convertí en el quinto cultivo más abundante del mundo en 2016 por indulgencia. Soy un alimento básico de verdad, que puede almacenarse y, además, soy muy nutritivo. Civilizaciones enteras me usaron como base de su alimentación. El Imperio inca creció a expensas mías: sus soldados sobrevivían consumiéndome mientras marchaban por el duro terreno montañoso. Los europeos se apoyaron en mí en tiempos de escasez, a veces en exceso. Mi enemigo, el hongo que produce tizón tardío, me atacó a mediados de 1800 en Europa occidental e hizo que Irlanda casi colapsara, con un millón de muertos.
Hace poco, la NASA me identificó como una comida ideal para los astronautas que se van en una misión, ya que cuento con los nueve aminoácidos esenciales, los bloques para construir las proteínas necesarias para que los humanos se mantengan (esa subtrama de Misión rescate, en la que el personaje de Matt Damon subsiste sobre la base de papas únicamente, puede que no sea tan descabellada). Incluso los más blancos e insípidos de mis hermanos contienen potasio, fibra y una combinación de polifenoles que sirven para combatir el cáncer y la enfermedad coronaria en la pulpa y la cáscara. El polifenol que más abunda en mí, el ácido clorogénico, asociado con el descenso del azúcar en sangre, es importante para las personas diabéticas.
En la actualidad, los científicos del mundo están creando versiones biofortificadas de mí, con el doble del contenido de hierro habitual, para alimentar regiones del mundo en las que predomina la anemia. Están usando la técnica de la modificación genética para desarrollar una papa resistente por completo al veloz tizón tardío, que sigue siendo la mayor amenaza que sufro. También se está realizando un importante esfuerzo por desarrollar variedades de mí que toleren la presión de la sequía, la salinidad del suelo y el calor, a medida que el cambio climático va afectando a los cultivos básicos como yo. Me atrevo a decir que es un gran progreso para un tubérculo como yo, que comenzó bajo la tierra, en una silenciosa oscuridad.
Kate Lowenstein es editora en jefe
de Tonic, la sección de salud del sitio web Vice; Daniel Gritzer es el director culinario del sitio de cocina Serious Eats.
Receta de papas alargadas hervidas a la perfección
Coloque las papas alargadas, enteras, en una olla y cúbralas con agua fría. Agregue sal; comience con una cucharada y media cada cuatro tazas de agua y vaya incorporando más hasta que el agua quede salada como el mar (no se preocupe, la mayoría de la sal se va por el desagüe, y lo poco que se absorbe marcará la diferencia). Añada hierbas frescas y vegetales aromáticos: ajo, una cebolla al medio, zanahorias, apio, una hoja de laurel, romero, tomillo y salvia.
Lleve el agua a un hervor lento y cocine entre 25 minutos y dos horas, hasta que pueda pinchar una papa con el tenedor sin que oponga resistencia (cuanto más grandes sean las papas y más cantidad haya, más tiempo llevará la cocción). Apague el fuego, deje las papas en el agua hasta que esta se entibie. Descarte los vegetales y las hierbas, cuele las papas y mézclelas con manteca derretida y perejil picado, ciboulette o estragón. Sazone con pimienta negra y sal a gusto.