Nativo de las costas cálidas y húmedas de lugares como la India, Tailandia, Sri Lanka, Filipinas y, por supuesto, Indonesia, pero quizá el coco llegó hace mucho tiempo antes a América de lo que se creía.
En el año 2010 Barack Obama visitaba el museo dedicado a Gandhi en Mumbai, un lugar en el que abundan las palmeras llenas de mí. El presidente ya me conocía bien; los cocos son parte de la vida cotidiana en Indonesia, donde él pasó su infancia. Posteriormente, un video de él en Laos sorbiendo tranquilamente mi dulce agua directamente de mi cáscara, como si lo hubiese hecho miles de veces antes, se convirtió en un meme muy popular. No obstante, previo a su visita, las autoridades de la India retiraron hasta el último de mis parientes de las instalaciones. ¿Por qué? La respuesta es sencilla, temían que el presidente de los Estados Unidos fuera abatido por uno de los míos al caerle en la cabeza.
Ahora, quitemos esto de la ecuación: Mi reputación como un “fruto mortal” que ha terminado con incontables inocentes fue en ese entonces y continúa siendo solo un mito. Un estudio de 1984, que ha sido malinterpretado en repetidas ocasiones, exageró sobre la cantidad de muertes por golpes en la cabeza, ocasionados por mí, y los maliciosos rumores se esparcieron. En la actualidad, lo único de mí que está “para morirse” es la deliciosa comida que ustedes, los humanos, preparan a partir de su servidor, entre la que encontramos macarrones, piñas coladas, ricos curris y pays cremosos. Hace cerca de diez años, los amantes de la nutrición dijeron que era bueno debido a que algunas de mis grasas saturadas, llamadas triglicéridos de cadena media, incrementaban los niveles de colesterol bueno, también conocido como HDL. Pero si usted le pregunta hoy día a un doctor, le dirá que el aceite de coco eleva su colesterol malo (LDL) tanto como el bueno (HDL). ¡Una muerte segura a causa del coco!
Otras ideas equivocadas sobre mí: no me veo café y peludo cuando estoy colgando de la palmera, contrario a lo que le han hecho creer las caricaturas. En realidad soy liso y de color verde, pero también somos amarillos, anaranjados, rosas, y a veces rojos. Incluso, aun conociendo estos datos, estoy casi seguro de que no sabe qué parte de mí es la que se come.
Imagínese un coco que no está maduro —ya sabe, esas cosas verdes que abren con un machete para que usted puedan beber el agua que hay dentro. La parte color verde es mi piel, y la parte fibrosa y beige es mi carne, así que en esencia tengo un increíble cascarón. Dentro de todo eso se encuentra la cáscara de mi semilla, dentro de la cual están los nutrientes de mi endospermo. Cuando soy joven, dicho endospermo es básicamente agua, ese dulce jugo con un, apenas perceptible, sabor a nuez, que desde el 2004 ha sido embotellado y vendido alrededor de los Estados Unidos, y es ahora una industria de 5 mil millones de dólares en todo el mundo. Conforme voy madurando los sólidos comienzan a depositarse dentro de la superficie de mi cascarón, hasta que solo queda un poco de agua y se ha formado una gran cantidad de carne con consistencia gelatinosa y de color blanco lista para comer. Así pues, aquellos “cocos” cafés y peludos que ve en la tienda no son precisamente yo, sino mis semillas.
Soy nativo de las costas cálidas y húmedas de lugares como la India, Tailandia, Sri Lanka, Filipinas y, por supuesto, Indonesia, pero quizá llegué hace mucho más tiempo a América de lo que se creía antes. Por muchos años, los historiadores creyeron que la única forma en que los humanos podrían haber llegado a dicho continente era a través de puentes que conectaban a Rusia con Alaska, sin embargo, las teorías más recientes proponen que algunos migrantes intrépidos provenientes de la Polinesia arribaron navegando, probablemente confiando en mí. Y tiene sentido porque soy una fuente duradera de comida y agua, además de que mi parte fibrosa se utiliza para hacer cuerdas, alfombras, relleno para colchones y hasta redes para pesca. Mi cascarón puede ser transformado en carbón para encender fuego o como recipiente, e incluso como instrumento musical. Mis palmas son empleadas para hacer techos, escobas y cestos, mientras que mis troncos se utilizan en la construcción de casas, botes y tambores. Las raíces de mi palmera tienen una gran cantidad de usos medicinales tradicionales. Incluso, luego de ser deshilachadas, mis raíces son reutilizadas como cepillos dentales.
Es tiempo de retirarme, pero antes permítame contarle una última historia sobre otro presidente. Durante la Segunda Guerra Mundial, en 1943, un barco de la patrulla naval comandado por John F. Kennedy fue destruido por un buque de guerra japonés. JFK y la tripulación sobreviviente quedaron varados en una isla, y rápidamente comenzaron a quedarse sin opciones. Tenían hambre, sed y algunas lesiones que requerían cuidados especiales cuando, por fortuna, se encontraron con dos amistosos nativos que vigilaban la costa. Entonces, JFK tomó un cascarón de coco y talló en él un mensaje telegráfico que decía: “NAURO ISL … COMMANDER … NATIVE KNOWS POS’IT … HE CAN PILOT … 11 ALIVE … NEED SMALL BOAT … KENNEDY “ (“Isl Nauro … Comandante … Nativos saben posic … él puede pilotar … 11 vivos … enviar bote pequeño … Kennedy”).
Aquellos vigilantes entregaron el mensaje a las Fuerzas Aliadas. Estas lograron realizar el rescate y la recuperación de los tripulantes exitosamente. Años después, el Juez Ernest W. Gibson Jr., coronel en el Pacífico Sur durante la guerra, le entregó el cascarón de coco al recién electo presidente, quien hizo que lo convirtieran en un pisapapeles, mismo que permaneció en su escritorio, en la Oficina Oval, a lo largo de su período presidencial y es ahora una pieza importante en la Biblioteca y Museo John F. Kennedy, en Boston. Prueba de que los cocos no quitamos vidas, las salvamos.