Soy lo que como, tomate.
El tomate en primera persona
Seguro me conoce como la alegría de los climas cálidos y sabe que si me come entero, como fruta (¡justo eso es lo que soy!), salpicaré su remera por doquier si no sorbe con cuidado. Lo que quizá desconozca es que aunque parece que soy una delicia antigua en la historia de la humanidad, me extendí a través del mundo apenas hace unos cuantos siglos, incorporándome en las cocinas de países como Armenia y Nigeria, entre otros. Y la historia original de cómo es que llegué hasta usted es especialmente rebuscada.
Comencemos en lo que ahora se conoce como Italia, en el siglo XVII. Fui llevada ahí desde México por los españoles, habiendo viajado a Medio Oriente y al norte de África antes de llegar a la península. En ese entonces, Italia solo era un rompecabezas de reinos diversos. Para cuando dicha nación se estaba constituyendo en 1860, yo ya me había convertido en un símbolo de unificación: era el color rojo en la bandera italiana que se encontraba al lado de la albahaca (verde) y el queso mozzarella (blanco) en numerosos platillos patriotas que iban desde la ensalada capresse hasta la pizza Margarita.
Años más tarde, millones de italianos atravesaron el océano Atlántico, huyendo de la pobreza en Nápoles y Sicilia, y yo me fui con ellos. En Italia, cada rincón, por pequeño que fuera, tenía su propio y exclusivo estilo gastronómico. Pero en los Estados Unidos, estas diferencias dejaron de existir y se unificaron. Pocos de los platillos que llamas italianos —el espagueti con albóndigas, el pollo parmesano, la salsa italiana para espagueti— pertenecían realmente a la tradición culinaria italiana. Al contrario, surgieron de la mente y las manos creativas de estos inmigrantes que se las arreglaban con lo que tenían a la mano en su nuevo hogar. Y lo que unió todas estas delicias de una sola salpicada fue su servidor, la mayoría de las veces convertido en salsa de tomate.
Este vínculo culinario no habría sido posible sin mi versión enlatada, ya que soy bastante estacional y perecedero como para llenar tantas ollas de salsa durante todo el año, sin que hubiese alguna forma de preservarme. Cuando llegaron los años 30, el estado de California enlataba más de mí que lo que importaba desde Italia. En 1914, un adolescente del norte de este último país llegó y se estableció como dueño de un restaurant exitoso en Cleveland. Pero descubrió que enlatar su puré de tomate y venderlo con espagueti y un botecito de queso era el boleto ganador en la lotería de la comida. El chef “Boyardee” se volvió una de las mayores celebridades entre los chefs de los Estados Unidos.
Ahora bien, no solo soy bueno para sus papilas gustativas pues su piel se beneficia con la abundancia de mis licopenos, el carotenoide que me da ese color rojo característico. (Se cree que aquellas personas cuyas dietas son ricas en licopenos están en realidad un poco más protegidas contra los rayos UV del sol). Sus ojos se dan un banquete con mi luteína, un antioxidante benéfico para la retina. Es posible que haya oído que los tomates y mis demás familiares solanáceos son malos para la artritis reumatoide y otras enfermedades autoinmunes, pero no hay estudios que establezcan dicha conexión y, de hecho, los doctores recomiendan una dieta rica en los nutrientes que las solanáceas ofrecen.
¿Cuál es la mejor manera de disfrutarme?
Algunos de los platos básicos son: los tomates que son más carnosos son los mejores para preparar salsa, en tanto que aquellos que tienen más semillas —los que son redondos y de tamaño mediano— son mejores para consumirlos crudos.
Verá, justo después de haber alcanzado mi punto exacto de sabor, mi espiral de descomposición es abrupta: voy de listo para comer a podrido prácticamente de la noche a la mañana. Esto, por supuesto, es terrible para la agricultura y el transporte a gran escala, por lo que los grandes granjeros generalmente me reproducen para ser resistente y no sabroso, y me cosechan antes para que pueda aguantar los largos viajes en camión, tren y barco. También me exponen a un gas conocido como etileno para que mi piel pase de tener un color verde-rosado a rojo, pero eso no afecta mucho mi sabor. Una vez aclarado este punto, si es invierno y casi no tiene “manzanas del amor” disponibles, como me llaman en algunos idiomas, una buena opción es comer tomates uva o cherry. Estos son menos propensos a magullarse o dañarse por estar unos sobre otros durante su transportación. También tienen una mayor cantidad de semillas en comparación con su carnosidad, lo que se traduce en más sabor, aunque aún no estén maduros.
Existen algunos trucos para mejorar un tomate mediocre. Por ejemplo, córteme por la mitad y áseme en el horno a baja temperatura, unos 150°C, para eliminar algo de humedad y hacer que los sabores que están ahí se concentren; de esta forma puedo servir para hacer salsa o puré de tomate. También puede intentar cortarme en cuadritos y usar un colador con hoyos medianos para extraer el exceso de agua en mí, logrando que se concentre el característico sabor a tomate que queda para mejorar su guacamole.
Si me compra en el supermercado o verdulería, una vez que me lleve a casa, almacéneme con el tallo hacia abajo, ya que la pérdida de humedad (que acelera la putrefacción) comienza por el tallo. La sabiduría popular pide nunca refrigerar un tomate, pero yo le daré una resolución diferente: no refrigere un tomate que no esté maduro. Es mejor meter a la heladera aquellos que ya hayan madurado porque el frío mantendrá a raya el proceso de descomposición por más tiempo que si los deja afuera. Deme unos minutos para volver a calentarme antes de comerme – no lo lamentará, incluso si su camisa se mancha con un poco de mis semillas y mi jugo con sabor a verano.
Kate Lowenstein es editora en jefe
de Tonic, la sección de salud del sitio Vice; Daniel Gritzer es el director culinario del sitio de cocina Serious Eats.
Receta sencilla: ensalada Toscana
Corte alrededor de 225 g de pan rústico en trozos de 3,5 centímetros. Colóquelos en una sola capa sobre una bandeja y métalos al horno a 160°C, volteándolos ocasionalmente, hasta que se deshidraten y queden tostados. En una ensaladera grande, mezcle el pan y 680 gramos de tomates rojos, incluyendo el jugo de estos (puede usar de cualquier tipo excepto tomates carnosos para salsa, como el saladette), 2 cucharadas de vinagre blanco o de manzana, ½ taza de aceite de oliva extra virgen, unas cuantas hojas de albahaca y la mitad de una cebolla morada mediana fileteada. Si lo desea, agregue rebanadas de pepino sin cáscara. Condimente con sal y pimienta al gusto.