Una amistad poco común ayudó a mi hijo a lidiar con el divorcio, la muerte y…
El departamento al que mi hijo Hugo y yo nos mudamos después de mi divorcio era agradable, pero teníamos la sensación de estar aferrados a una balsa de salvamento en mitad de una tormenta. Ahora estábamos a unos 30 minutos en auto de la nueva casa del padre de Hugo en Toronto. Durante la primera semana que estuvo allí conmigo Hugo, de ocho años, respondió al cambio en su vida destrozando su habitación antes de finalmente de dar paso a las lágrimas y permitirme que lo abrazara.
En ese momento, desarrolló también un nuevo miedo: el miedo a la muerte. “No puedo dormir. No dejo de pensar en la muerte”, decía cuando entraba en la oscuridad de su dormitorio y lo veía con los ojos bien abiertos, y su cuerpecito totalmente rodeado por un cordón de juguetes de peluche.
Hugo siempre se había considerado ateo, desde que su padre le había dicho a los cuatro años que Dios, como Papá Noel, no existía y que cuando morimos, nos convertimos en polvo. Para Hugo, había sido solo una broma que decir a los adultos y para confundir a sus amigos inocentes en el jardín de infantes.
Pero ahora que estaba creciendo, iba comprendiendo el concepto del tiempo, que se movía lenta pero inexorablemente hacia lo desconocido. Creo que su miedo a la muerte comenzó también porque ya nada parecía seguro: nuestra pequeña familia ya no era una unidad, y nuestras vidas se habían convertido en hogares de custodia compartida. Cuando las noches se hacían demasiado difíciles para Hugo, nos dormíamos abrazados el uno al otro como dos monos, y entonces las incógnitas se alejaban una noche más.
Ese mismo año, yo había empezado a asistir a una nueva terapia de grupo contra adicciones que se reunía dos veces por semana. El grupo era un lugar seguro donde no se descartaba ningún tema por difícil que fuera. Las mejores conversaciones a menudo se producían después de que terminaran nuestras reuniones; la persona con la que más me gustaba hablar era Denis, de 80 años, sobreviviente de cáncer considerado un gruñón por todos.
Al final de cada reunión, se suponía que debíamos ponernos en pie y tomarnos de la mano. Lo haría a pesar de que me hacía sentir incómoda —no me gustaba la intimidad forzada— pero Denis se negó. Como un eslabón roto en una cadena, se quedó parado con las manos entrelazadas, y fue esta pequeña rebelión lo que me hizo confiar en él.
Fue una de las primeras personas con las que me sinceré acerca de mi divorcio. Su respuesta pragmática y su falta de sentimentalismo —“ahora es terrible, pero mejorará”— me ayudaron a ver mi dolor con perspectiva. Sabía que Denis había pasado por dificultades, su cáncer reciente era una de ellas, y sin embargo tenía una actitud sana y práctica que me inspiró.
Yo no era la única que estaba encandilada con Denis, mi hijo se convirtió en su fan en cuanto se conocieron en la celebración de mi primer año de sobriedad. Mientras socializábamos y equilibrábamos nuestras porciones de tarta en platos de plástico endebles, Hugo se mostró educado y encantador, pero notó que los adultos le hablaban de forma condescendiente y sintió la necesidad de salir corriendo. Es decir, hasta que Denis se presentó, estrechándole la mano y preguntándole qué pensaba de esa “tarta tan mala”.
Hugo dijo que le parecía que la tarta estaba buena y luego preguntó insistente a Denis por qué no se tomaba de la mano al final de las reuniones, un detalle que este había compartido con Hugo.
“No estoy en el jardín de infantes,” dijo Denis, y mi hijo se rio. Luego hablaron de que eran ateos, porque Denis recordaba que era algo que tenían en común gracias a las historias que yo le había contado sobre mi hijo precoz. Le dijo a Hugo que nunca antes había conocido a un ateo de ocho años.
“Y yo no he conocido nunca antes a un ateo de 80,” dijo Hugo socarronamente, y Denis comenzó a reírse a carcajadas.
A partir de ese momento, empezaron a querer saber cada vez más el uno del otro (“Denis consiguió una nueva cámara para avanzar un nivel en su afición por la observación de aves”; “Hugo terminó todos los Harry Potters”). Las actualizaciones de información incluyeron, eventualmente, una noticia devastadora cuando el cáncer de Denis hizo de nuevo su aparición.
Le expliqué a Hugo que su amigo octogenario estaba ingresado en el hospital ahora, y le dije que lo iba a visitar.
“¿Se va a morir?” preguntó Hugo.
“Sí,” le dije.
“¿Pronto?”
“Más temprano que tarde.
Antes de que termine el verano”, respondí. Hablé con dulzura pero con firmeza, sintiendo cómo se me tensaba un poco la garganta mientras contenía las lágrimas. Quizás estaba siendo dura, pero tenía una vaga idea de cómo darle a mi hijo nociones sobre la muerte, de mostrarle que la muerte, como la amistad (o el amor que termina en un divorcio), forma parte de la vida. Esperaba, al cultivar una relación entre Denis y Hugo, poder normalizar eso que aterraba a mi hijo, la preocupación por su propio final.
Hugo me escudriñó con sus grandes ojos marrones y su frente se estremeció mientras decía en voz baja: “De acuerdo. ¿Puedo visitarlo?”
Y eso hizo. Por el camino al hospital, Hugo insistió en comprarle un regalo. ¿Qué le puedes comprar a un viejo gruñón cuya única petición era, en su forma más extravagante, un café? Un dragón de peluche brillante, por supuesto, el regalo perfecto, bromeamos, para alguien con un comportamiento tan brillante.
Denis se divirtió y exhibió con orgullo el dragón junto a un elfo de peluche que también le habían regalado, como una broma. Dejó que Hugo se comiera su budín en el hospital. Entramos en la sala común y jugamos a las cartas, mientras Hugo se encargaba de anotar las puntuaciones en una hoja de papel. Siempre le han gustado los números, las tablas y la estrategia.
“Deberíamos jugar al ajedrez”, dijo Denis.
“¿Juegas al ajedrez?”
“No, pero puedes enseñarme,” concedió Hugo.
Denis fingió estar horrorizado, “Si no me queda más remedio”, dijo. “¿Qué tipo de persona no sabe jugar al ajedrez?”
Organicé visitas a Denis todos los domingos y llevaba siempre a mi hijo conmigo. Comíamos bocadillos mientras jugaban al ajedrez, y hablábamos de las aventuras salvajes de Denis como trabajador agrícola antes de que se convirtiera en abogado a los 50 años, “solo para ver cómo era eso”. Denis nunca habló de su cáncer, pero Hugo había dicho más de una vez que tal vez los médicos habían cometido un error. Pensó que Denis parecía estar totalmente bien.
Pero no lo estaba. Hacía mucho que caminaba con un bastón, pero eso dio paso a un andador, que luego se convirtió en una silla de ruedas. Finalmente, Denis fue trasladado a un centro de cuidados paliativos.
El único comentario de Hugo sobre la nueva ubicación, a la que llamó el “hospital moribundo”, fue que no parecía que nadie fuera a morir allí. En comparación con el hospital anterior, que estaba rodeado de hormigón por todas partes y lleno de gente frágil, este lugar era luminoso y limpio y en absoluto deprimente. Desde las ventanas de Denis, podíamos ver una extensa colina de árboles y arbustos, y jardines salpicados de fuentes.
Una vez que Denis se sentía particularmente animado nos convenció para salir a comer tacos en un restaurante a diez minutos a pie. Tardamos media hora en llegar; permitió que Hugo lo empujara hasta allí. No fue una tarea fácil, ya que la silla de ruedas se atascaba en los vías del tranvía.
Pero Denis se sintió orgulloso de poder obsequiarnos, y mi hijo hizo teatro fingiendo que estábamos cenando en un buen restaurante, mientras se doblaban sus cubiertos de plástico de manera ridícula cuando trataba de cortar los tacos.
A pesar de que la salud de Denis iba deteriorándose, no hablábamos de su enfermedad o del hecho de que iba a morir pronto o de lo que significaba. Pero finalmente tuvimos que lidiar con el tema de nuestra última visita, aquella en la que decir adiós, significaría decir adiós para siempre.
Hugo y yo habíamos programado ir a Europa el resto del verano. Le trajimos un poco de café y luego subimos a la terraza, donde hacía tanto viento que las piezas de ajedrez no dejaban de caerse.
Después, Hugo empujó a Denis por los largos pasillos, a veces corriendo, y haciendo un giro salvaje que hizo que Denis estuviera a punto de caerse. Hugo seguía olvidando que su amigo estaba muy frágil, y Denis no tenía el valor de retarlo.
Lo dejamos en su habitación, y fue la primera y la última vez que nos abrazamos a él aunque de forma poco natural, y Denis dejó de lado su desdén por el contacto físico en ese momento dulce e incómodo. Y luego nos fuimos. Hugo lloró camino a casa.
Un mes después, un pariente de Denis me llamó mientras Hugo y yo estábamos en la costa adriática, disfrutando del mar brillante desde las ventanas de nuestra villa. A Denis solo le quedaban días, tal vez horas, nos dijeron. Ya no podía hablar. Después de colgar, Hugo y yo decidimos que grabaríamos un mensaje de voz para él. “¿Qué le digo?” se preguntó Hugo.
“¿Qué quieres decirle?”
“No lo sé. ¿Que tengas un buen viaje?” dijo y rio incómodo.
Después de que dejáramos un mensaje torpe, agregó: “Pero es ateo, así que ni siquiera va a ninguna parte”.
Dos años más tarde, en enero de 2020, la querida abuela de Hugo falleció, y aceptó su muerte estoicamente, bromeando que había tenido entrenamiento con la muerte con Denis.
No sé si las noches de insomnio de mi hijo desaparecieron debido a esas visitas dominicales, pero nos instalamos en nuestra nueva vida, a pesar de toda la incertidumbre. Hugo ya no se obsesiona con la muerte, aunque ha admitido que todavía tiene miedo a lo desconocido, pero ¿quién no? Y tampoco estoy segura de si sigue siendo ateo. Mientras reemplazaba su teléfono esta pasada Navidad, encontré un par de mensajes enviados al número de su abuela, uno decía: “¿Dónde estás?”
Cuando le pregunté al respecto, me dijo: “Estaba triste y la extrañaba. Fue reconfortante”.
Como todos los padres, trato de suavizar los golpes y disipar mitos, y sé que con Denis intentaba hacer que la muerte fuera menos aterradora, darle un rostro humano o, aún más directamente, ayudarlo a hacer amistad con ella. No sé si que Hugo envíe un mensaje a su abuela es una señal de que se ha roto el hechizo. Psero sé que él entiende ahora que la gente vive después de haberse ido, y reconoce que es una manera de hacer las paces con el gran desconocido.