El tatuaje que se hizo mi madre en su cumpleaños número 80 es el último ejemplo de su recientemente descubierta independencia.
Cuando tu madre comienza a transitar su novena década, intentas estar un poco más alerta a cualquier señal de deterioro, como pérdida de memoria, repetición de conductas y aceleración general del desmejoramiento asociado con el paso del tiempo.
Afortunadamente, mi madre ha sido bendecida con buena salud y sus facultades mentales parecen haber permanecido en gran medida intactas. Pero cuando hace dos años decidió hacerse un tatuaje al cumplir 80, me inquieté. Para celebrar aquel evento tan importante planeamos una gran fiesta, pero luego, por supuesto, nos vimos obligados a cancelarla por el avance del Covid-19.
Después de todo, su círculo social era enteramente de alto riesgo, compuesto por amigos septuagenarios y octogenarios de su club de lectura, su club de jardinería y su iglesia. Optamos entonces por organizar un almuerzo familiar al aire libre en nuestra casa a orillas del lago en Quebec.
Mi madre tiene el aspecto de cualquier abuela. Es una mujer de baja altura, regordeta y canosa, alegre y de mejillas siempre rosadas, y cuando se ríe, sus ojos prácticamente parecen desaparecer detrás de esas mullidas mejillas. Viene de una familia católica tradicional. Fue empleada pública. En resumen, realmente no ha hecho cosas muy locas.
Pero todo aquello cambió unos años atrás. Comenzó a protagonizar episodios que a mi hermano mayor y a mí nos resultaban sorprendentes y que ella describía como “independencia”. En ese momento, simplemente lo veíamos como ejemplos de irresponsabilidad y falta de criterio posiblemente producto de la edad.
A comienzos de 2015, año en el que cumplió 75, nos informó que había reservado un viaje de siete noches a Turquía. Sola. Porque nunca había estado allí. Por supuesto, aquello era absurdo. De ninguna manera lo permitiríamos. Una mujer mayor, vulnerable, deambulando por las calles de Estambul sin compañía, sin hablar una sola palabra en turco, sin conocer las leyes y las costumbres del lugar.
¡La cuestión estaba completamente fuera de discusión! No nos prestó atención. Y partió.
Cuando regresó, nos contó que el viaje había sido un maravilloso éxito. Aparentemente había pasado muy poco tiempo sola, ya que contrató un taxi que la llevó a recorrer Estambul por unos días. La condujo a zocos, mezquitas y restaurantes. Le presentó a un vendedor de alfombras, “un hombre encantador”, y compró algunas. El vendedor había anotado su dirección y había prometido enviarle las alfombras a casa. Aparentemente este hombre y mi madre habían entablado una gran amistad y ella le había dicho que pasara por su casa si alguna vez visitaba Canadá. Su rostro se iluminaba mientras contaba la historia.
No podíamos creer lo ingenua que había sido y nos sentamos junto con ella a explicarle que la habían engañado. El vendedor se había quedado con su dinero. Ella no tenía ni recibiría ninguna alfombra. Y, por supuesto, no había nada que pudiera hacer para recuperar lo que había pagado. Unas semanas más tarde, llegaron sus alfombras.
También llegó una encantadora nota de Mustafa. Para sorprendernos más aún, el año siguiente, el mismísimo Mustafa viajó a Canadá y apenas llegó, llamó a mamá para avisarle. “Pasó por aquí a tomar una taza de té. Beben mucho té en Turquía”, nos contaba mientras la mirábamos horrorizados. A los 77 años, hizo algo similar, pero en un crucero por el Caribe con su hermana menor. Al desembarcar en Cuba, salió a pasear sola por la ciudad, paró un mototaxi y le pidió al conductor “recorrer la isla” durante varias horas.
De más está decir que no le contó los planes a su hermana (“se habría preocupado”), lo que obligó a mi tía a pasar toda la tarde buscando a nuestra madre, a quien no logró encontrar. Ella simplemente regresó justo antes de la partida del barco. Había estado probando una bebida local con “unos cubanos muy agradables” en un bar “en medio de un bosque, una casucha en realidad”.
Sin embargo, fue en su cumpleaños 80 cuando realmente se superó a sí misma. Sentada en el deck durante el almuerzo con la familia, nos informó que había decidido hacerse un tatuaje. El primero. Se lo autorregalaría por sus 80 años. Mi hermano y yo nos miramos. ¿Estaba bromeando? ¿Qué sabe mamá de tatuajes? Va a la iglesia, no a tiendas de tatuajes. Parecía todo tan absurdo que no lo creíamos. Seis días después, se tatuó una hermosa mariposa en la cara externa de su tobillo izquierdo. Nos preguntamos si estaría atravesando algún tipo de proceso de confusión mental. Pero mamá nos demostró que estaba pensando con mucha más claridad que cualquiera de nosotros.
Su brote de independencia parecía estar cuidadosamente basado en haber advertido que la vida era para ser vivida y que cuando queda relativamente poco tiempo, es preciso vivirla de inmediato. Esta filosofía me recordó una frase de la película Sueños de libertad: “Dedicarse a vivir, o dedicarse a morir”. Tal como le sucedió a la mayoría de las personas, la pandemia la mantuvo recluida, lejos de sus seres queridos y de la alegría.
El tatuaje era su manera de mostrarle al 2020 quién mandaba. Y no podíamos sentirnos más orgullosos. No creo que mi madre haya decidido aún cuál será su próxima gran “cosa”. Sí, es cierto que tiende a hacer algunos disparates, pero tal vez sea eso lo que todos necesitamos. Algunos disparates maravillosos y sin sentido.
Por Mark Angus Hamlin,
extraído de The Globe and Mail