Historias de la vida real colmadas de dicha y calor de hogar.
Mi época de nostalgia
A veces, desearía tener un río en el que pudiera patinar.
Patricia Dawn Robertson
Era diciembre de 2009 y junto a mi pareja Grant y nuestro border collie, Laddie, estábamos viajando a la casa de mis padres, una travesía de ocho horas en auto. Pasaríamos Navidad en el pequeño pueblo al que se habían mudado después de jubilarse unos años antes. Luego de una vida dedicada al periodismo deportivo, mi padre estaba muy entusiasmado por disfrutar sus últimos años junto a mi madre en este rústico pueblo ubicado al norte de la ciudad canadiense de Winnipeg.
Había sido un viaje espantoso. Mientras Grant se abría camino a través de aquellas calles rurales cubiertas de hielo en nuestro Volvo familiar, yo iba aterrada en el asiento del acompañante desviando la mirada de los autos que patinaban y quedaban en las zanjas.
Logramos llegar sanos y salvos y mi madre nos recibió por la entrada principal como si fuéramos integrantes de la expedición Shackleton que finalmente regresaban a casa luego de estar perdidos por años. Desde su sillón reclinable de color azul, mi padre giró la cabeza y sonrió. Una profunda sensación de alivio recorrió mi cuerpo. Todavía me reconocía. Aún no era demasiado tarde.
Mi madre se veía profundamente exhausta. Cuidaba a papá todos los días y se negaba a tomarse un descanso. “Si me voy, temo que al regresar tu padre no sepa quién soy”.
UNOS DÍAS DESPUÉS me encontré haciendo un poco de terapia de compras en Tergesen’s en la localidad cercana de Gimli, una comunidad pesquera con fuerte herencia islandesa. La tienda, lugar favorito de compras de toda mi familia, está repleta de libros, sweaters islandeses, guantes abrigados, delicadas bufandas y alegres sombreros invernales.
Era bueno estar otra vez en terreno familiar; yo nací en Winnipeg, pero me mudé muchas veces a lo largo de mi vida. Nuestra familia corría detrás de John Robertson, mi ambicioso padre y periodista deportivo, mientras él cubría los partidos de la liga profesional de béisbol para los principales diarios. Como nos mudábamos con tanta frecuencia, la palabra hogar era más un concepto que ladrillos físicos. Aun así, incluso hoy a mis 50 años, el área de Winnipeg siempre será donde me sienta más en casa.
Cada vez que regreso allí, voy a Tergesen’s en busca de esa dosis de reconfortante terapia. El abundante inventario de la temporada festiva despierta en mí recuerdos de aquel maravilloso sweater rojo que mis padres me regalaron cuando regresaron de su viaje de esquí a Noruega en 1974.
Mientras decidía una compra (una colección de cuentos de Alice Munro), de los parlantes de la tienda brotaba la nostálgica canción “River” de Joni Mitchell. “Desearía tener un río en el que pudiera patinar”, cantaba aquella melancólica canadiense en 1971 desde la soleada California. La nostalgia de la Navidad se apoderó de mí.
Mi ánimo cayó en picada como un termómetro en invierno y pasé de ser una compradora relajada a una hija triste en una visita obligada a sus padres mayores. Desde el último encuentro con mis padres, papá había cumplido 75 años y la demencia se había acelerado. Mi madre, con sus 74 años, estaba agotada de su rol de cuidadora, pero se negaba a soltarlo.
Mientras las lágrimas brotaban de mis ojos, dejé el libro y, en lugar de eso, compré un encantador par de mitones de gamuza marrón estilo Papá Noel. Mi padre siempre me decía que debía mantener mis manos abrigadas. En el pasado, cuando aparecían las primeras señales del invierno, sonaba mi teléfono: “¿Tienes suficiente ropa abrigada?”, me preguntaba. “Por supuesto, papá. Tengo 40 años”.
Mi padre se había quedado sin hogar a los 17. Durmió en los sofás de las casas de sus hermanos casados, se quedó en la Asociación Cristiana de Jóvenes YMCA y pasó la noche en el garaje de sus futuros parientes políticos un invierno en Winnipeg con Buffy, el cocker spaniel de mamá acurrucado sobre sus pies para darse calor. Debido a aquella temprana adversidad, se mantenía siempre alerta para asegurarse de que su hija estuviera suficientemente abrigada.
Yo adoraba a mi padre y no podía imaginar la vida sin él. Sin embargo, no era la primera vez que me enfrentaba a su mortalidad. Cuando yo tenía 18 años, sufrió un accidente cerebrovascular. Estaba devastada. Me sentía verdaderamente perdida. ¿Y si moría? ¿Qué sería de mí?
CUANDO GRANT Y YO REGRESAMOS a la casa extremadamente calefaccionada de mis padres, alardeé mis nuevos mitones de gamuza ante ellos. “¿Tergesen’s?”, preguntó papá. “Correcto”, respondí yo con un guiño.
“¿Cuánto te costaron?”, preguntó. “Cincuenta dólares”, dije yo, sabiendo, tímidamente, que a mi madre le parecería desmesurado. Ella me había comprado un par de mitones similares bastante costosos en Winnipeg cuando estaba en décimo grado. Yo me los había olvidado en el asiento de la parada del colectivo. Ella no se sorprendió.
“Betty, ¿puedes preparar un cheque para Patty por esos mitones?”, indicó papá. “Y cubre también el combustible y las comidas de Grant y Patty”. Mamá me miró y frunció el ceño desde la mesa del comedor donde estaba sentada; luego sacó su chequera.
Si mi hermano hubiera estado allí y le hubieran ofrecido lo mismo, él habría roto el cheque. Un gesto grandilocuente que significaba: “Soy un adulto ahora, guárdate tu dinero”.
Pero yo no hice ninguna oferta de ese estilo. El dinero era escaso ese año y me sentía agradecida por la ayuda. Para financiar la visita, había dejado de pagar los impuestos anuales de nuestra casa.
CINCO AÑOS MÁS TARDE, en diciembre de 2014, regresé con Grant para Navidad, pero esta vez mi madre estaba sola; papá había fallecido alrededor de un año antes.
Unos días después de Navidad, nos aventuramos a las calles cubiertas de hielo para visitar el Museo Canadiense de Derechos Humanos en Winnipeg. Pero primero, hicimos algunas compras en Ikea, donde Grant y yo recorrimos aquellos miles de metros cuadrados colmados de espíritu festivo.
Mientras hacíamos la fila para pagar lo que habíamos comprado (una pequeña tabla para cortar y unos coloridos repasadores) me di cuenta de que me faltaba uno de los mitones de gamuza marrón estilo Papá Noel. Seguramente se había caído del bolsillo de mi campera. Lloré como una niña mientras pensaba desearía tener un río en el que pudiera patinar.
No podía regresar ante mi madre con un solo mitón. Grant activó entonces el modo rescate y volvió a recorrer los lugares por donde habíamos estado mientras yo seguía en la fila. Regresó diez minutos más tarde, flameando triunfante mi mitón extraviado.
Yo sonreí genuinamente por primera vez desde que mi padre había fallecido en enero de ese año. Iba a estar bien. Tenía mitones abrigados y un esposo amoroso. Y había disfrutado toda una vida con un padre que siempre se preocupaba porque estuviera bien abrigada.
Grant y yo llegamos tarde a la visita al museo. Mientras buscábamos un lugar para estacionar, decidí dejar todo aquello atrás: las calles invernales, nuestra llegada tarde y la demoledora pena de haber perdido a mi padre. Era hora de seguir adelante.
Cuando tenía 18 años y me invadía la preocupación de qué haría si mi papá moría, mis padres me mandaron a visitar a un amigo de la familia que era psiquiatra. El Dr. Fred observó mi expresión abatida y sonrió: “Nunca temas perder a tu padre, Patricia. Él siempre está contigo, justo aquí, en tu corazón. Él está en ti y continuará siendo parte de ti el resto de tu vida”.
Sentada al lado de Grant aquel día en el estacionamiento del museo, hice una promesa personal: no más tristeza y nostalgia, no más extrañar las navidades pasadas. De ahora en adelante, patinaré a lo largo de mi propio camino de regreso a casa. Con papá en mi
corazón.
Mi abuela y sus recetas de amor
En su casa, las fiestas eran sinónimo de un torbellino de delicias de repostería.
Courtney Shea
Mi abuela no era del tipo cálido y amigable. Cuando venía a quedarse en casa con nosotros, hasta el perro se sentaba más derecho. No le gustaba arrullarnos, pellizcar mejillas ni decir “te quiero”, en cambio, preparaba panqueques con forma de tortuga para sus nietos.
Yo siempre fui fanática de sus manjares reposteros. Mi primera oración fue “tarta de duraznos de la abuela”.
Ella horneaba tartas según la época del año: de duraznos y arándanos en verano, de manzanas en otoño. Después de la primera nevada dirigía la atención a las delicias festivas, entre ellas, mis favoritos, bocaditos de cereza: cuadrados compuestos por tres capas de avena con sal, crema de coco densa y cerezas al marrasquino, con un glaseado que se teñía de color rosado por el propio jugo de la fruta. Para mi paladar de ocho años, aquello era la perfección.
En mi casa, las mañanas de Navidad eran un verdadero revuelo de papeles de regalo arrugados y chillidos de entusiasmo, pero para la hora del almuerzo mis hermanas y yo siempre estábamos peinadas y vestidas, listas para el viaje a la casa de mi abuela que vivía en una comunidad rural en Ontario muy popular por sus tomates, maíz y tabaco.
Marjorie Waterworth Grant vivió en su casa de Wellington Street en el pueblo de Aylmer por 65 años. Antes de casarse y formar una familia trabajaba como secretara judicial; cuando quedó viuda a los 30 años, se hizo cargo del trabajo de su esposo y comenzó a vender seguros, lo que finalmente le permitió mandar a cuatro hijos a la universidad.
Como madre soltera con ingresos modestos, rechazaba cualquier cosa que fuera “comprada en comercios”. Por lo que su aproximación a la repostería casera para las fiestas fue en fases. El budín navideño demoraba seis semanas en estar firme y su mix de bocadillos salados era horneado, guardado en frascos y almacenado para que se concentraran mejor los sabores de la salsa Worcestershire y los demás condimentos.
Luego llegaba el turno de las galletitas de dátiles, las tartas de frutas, los arbolitos navideños de pan de jengibre, las trufas con ron… y los bocaditos de cereza.
El día de Navidad, llegaban mis tías, tíos y primos; todos esperaban ansiosamente el sabroso pavo asado. Mi abuela preparaba un plato perfecto, pero para mí era solo el preámbulo de los platos dulces.
Mi misión era simple: consumir los bocaditos de cereza lo más rápido posible, y luego fingir sorpresa cuando se agotaban las reservas.
En mi adolescencia comencé a prepararlos yo misma. A los 20, la tradición perdió algo de continuidad. Mi familia comenzó a pasar las fiestas en nuestra casa de Toronto, o en el norte esquiando.
Mi abuela falleció en 2012, cuando yo tenía unos 30 años. No creo haber decidido conscientemente que preparar los bocaditos de cereza fuera mi manera de honrarla, pero ahora cuando llega diciembre, comienzo a enmantecar mis placas para horno. La receta no es difícil, pero sí requiere concentración.
Si no pasa suficiente tiempo en el horno, la base se desmigaja en tus manos, pero un minuto de más y se transforma en una roca.
Además, es preciso ser paciente: la base debe enfriarse antes de colocar el coco y las cerezas y volver a llevar todo al horno. Luego, nuevamente enfriar y esperar mientras comes la cobertura directamente del bol.
Un par de años atrás, preparé los bocaditos en la casa de mi madre, donde mi familia se había reunido para transitar juntos la última ola de Covid-19. Hubo varios intentos fallidos y no faltó la cuota dramática. Olvidé encender el temporizador y recién advertí mi error cuando el humo que salía del horno activó las alarmas.
Todos los años hay un momento en el que me digo a mí misma “ya no más”, pero luego llega diciembre y no veo la hora de recrear el ritual. Aunque solo esa receta. No puedo imaginar el tiempo y cuidado que dedicaba mi abuela, quien continuó con sus preparaciones festivas hasta sus 90 y pico de años.
Ahora me doy cuenta de que mi abuela y yo nunca horneamos los bocaditos de cereza juntas; cuando llegaba la Navidad, el trabajo ya estaba hecho. Me gusta pensar que ella aprobaría mi humilde forma de honrar su inmenso legado.
Cuando mi propia hija sea más grande, espero compartir mis recuerdos de las fiestas en la casa de mi abuela mientras los bocaditos de cereza se cocinan en el horno.
Bienvenida navideña
Mi gato había desaparecido hacía tiempo, pero luego sucedió un milagro de Navidad.
Hermana Sharon Dillon
Era la mañana de Navidad y me desperté con la misión de encontrar a mi gato perdido, Baby-Girl. Mientras me preparaba para salir, podía escuchar cómo la lluvia helada golpeaba las ventanas. Dije una rápida oración por Baby-Girl. Estaba en algún lugar allí afuera en medio de la tormenta, podía sentirlo. Claro que habían pasado seis meses desde su desaparición, pero yo aún tenía fe. Después de todo, era época de milagros.
Ese verano, mi dulce gatita había desaparecido de la casa de mis padres en Indiana. Baby-Girl estaba viviendo con ellos mientras yo cambiaba de departamento. En ese momento, yo vivía y trabajaba en Washington, D.C. , quedándome en casas de amigos hasta firmar el contrato de alquiler de un nuevo departamento. Baby-Girl había desaparecido tres días antes de que viajara para buscarla.
Mi padre y yo pasamos toda aquella visita tratando de encontrarla. Mi padre era el “realista” de la familia, lo que significa que dedicó muchísimo tiempo a tratar de prepararme para lo peor. “O la atropelló un auto o se la llevó alguien que la encontró”, decía. Yo entornaba los ojos. Mi padre siempre me apoyaba, pero era demasiado escéptico. ¡Le resultaría tan útil un poco más de fe!
Además, no podía explicarlo, pero yo sabía que vería a Baby-Girl otra vez. Era una criatura callejera cuando la encontré. Una pequeña gatita atigrada y peleadora que había sobrevivido por su cuenta. Si había algún gato capaz de hacer cosas imposibles, esa era mi Baby-Girl. Incluso después de haber regresado a D.C. sin ella y ver cómo las semanas se transformaban en meses, en lo más profundo de mi ser sentía que volveríamos a vernos.
Ahora, nuevamente en casa para pasar las fiestas, estaba decidida a retomar la búsqueda. Guardé el bolso transportador de Baby-Girl en el auto y luego le pedí a mi padre que me llevara al refugio con la esperanza de que hubiera aparecido. “Sharon, tienes que ser realista”, dijo mi padre mientras caminábamos hacia el garaje. “Hace mucho tiempo que desapareció. No la encontrarás”.
“Bueno, tengo un presentimiento”, respondí yo.
Mi padre levantó una ceja y se subió al auto.
“¿Acaso no crees en los milagros de Navidad?”, le pregunté.
“Puras patrañas”, dijo, y descomprimió el ánimo. Era su frase preferida de Navidad, además de un chiste interno en nuestra familia. Incluso tenía una camiseta con la frase estampada en el frente que usaba todas las mañanas de Navidad. Levanté las manos al cielo simulando desesperación.
En el refugio, la mujer que estaba en la recepción saludó a mi padre amablemente. “¡Qué bueno volver a verlo, Sr. Dillon! ¿Aún busca a su gato?”.
Ah, pensé, tal vez no es tan pesimista después de todo. Un miembro del personal nos acompañó a ver a los gatos. “¿Cuándo desapareció?”, preguntó la mujer.
“Hace seis meses”.
“¿Y tenía chip?”. No. Tuve que admitir, Baby-Girl no tenía chip. La em-
pleada hizo un gesto de visible pena al escuchar mi respuesta. “Cuando recibimos gatos sin chip, se ofrecen en adopción al cabo de tres días”, explicó. “Aun si alguien trajo a tu gato aquí, probablemente ya se haya ido”.
Recorrimos filas de jaulas. Mis ojos escaneaban gatos de todas las formas y tamaños. Ninguno de ellos era mi Baby-Girl. Luego advertí que más atrás había otra sala. Seguí avanzando. “Querida, allí es donde están los gatos que acaban de llegar”, dijo papá. “Tu gato no podría estar allí”.
“¡No pierdo nada por mirar!”, dije.
Entre a la sala y escuché un maullido que me resultó familiar. Mis ojos apuntaron a un gatito atigrado con grandes ojos verdes. Se veía más delgada de lo que recordaba, ¡pero definitivamente era Baby-Girl! Mis ojos se llenaron de lágrimas. Abrí la puerta de la jaula. Baby-Girl prácticamente saltó a mis brazos. La sostuve muy cerca de mí mientras mi padre miraba la escena con la boca abierta.
“¡Papá! ¡Es Baby-Girl!”, grité.
“Pero es imposible …”, murmuraba él para sus adentros.
Regresé a la recepción para avisar que había encontrado a mi gato. El personal del refugio mostró cierto escepticismo. Expliqué que este gato coincidía a la perfección con la descripción de Baby-Girl, hasta por su pata trasera izquierda de color blanco. Aun así, no estaban convencidos.
“¡Esperen aquí! Puedo probar que es mi gato”, dije, y salí a buscar el bolso transportador. Había entrenado a Baby-Girl para que entrara caminado al bolso cuando yo abría la puerta del compartimiento. Como era de esperar, cuando la ubicaron en el medio de la sala, ella caminó en línea recta hacia el bolso y se metió rápidamente en su interior.
“Definitivamente ese es tu gato”, dijo entre risas uno de los empleados. “Nunca había visto a un gato hacer eso voluntariamente”.
Pregunté cuándo la habían traído. Había llegado durante la tormenta de hielo, justo cuando había rezado por ella.
De regreso en casa, el resto de la familia dio la bienvenida a Baby-Girl. Ella ronroneaba como una lancha a motor, mientras se frotaba contra las piernas de todos. Parecía sentirse completamente en casa. Mi padre se mantenía tercamente escéptico.
“Simplemente no puede ser ella”, dijo. “No después de todo este tiempo”.
Entorné los ojos una vez más. En un momento, Baby-Girl bajó al sótano, donde guardábamos su cajón de arena.
“¿Ves? ¿Cómo podría saber que su cajón se encuentra allí si no hubiera estado aquí antes?”, le dije a papá.
“De acuerdo”, respondió. “Estoy 40 por ciento convencido de que es ella”.
“¿Que necesitarías para cambiar de opinión?”, pregunté.
Lo pensó por un momento. “Si se sienta en su lugar favorito frente al hogar, creeré que es ella”.
A Baby-Girl le encantaba sentarse acurrucada adentro de la chimenea decorativa de mis padres. Y eso fue precisamente lo que hizo apenas terminamos de cenar.
“De acuerdo, tal vez sea ella”, admitió papá. “Estoy un 60 por ciento seguro”.
Todos resoplamos. Mi padre se sentó en su sillón para leer mientras todos nos relajábamos un rato. Repentinamente, estalló en una carcajada.
“¿Qué es lo gracioso, Bill?”, le preguntó mamá.
“Mi libro”, respondió. “Dice: ‘Baby-Girl, te había perdido y ahora te encontré. ¡Nunca volveré a perderte!’”.
Todos nos reímos ruidosamente. “¿Es suficiente, papá? ¿O acaso necesitas que aparezca el mismísimo Espíritu Santo y te lo diga?”, pregunté.
“¡De acuerdo! ¡Noventa por ciento!”, dijo mi padre. “Pero solo porque la Baby-Girl del cuento es un perro perdido, no un gato”.
Estábamos riendo tanto que se nos caían las lágrimas. Mi corazón se sentía colmado de gratitud, estaba rodeada de mi familia y, contra todos los pronósticos, mi gato estaba de regreso en casa, seis meses después de haber desaparecido.
Resulta que el regreso de Baby-Girl no fue el único milagro de Navidad ese año. Al día siguiente, cuando mi padre bajó las escaleras para celebrar la mañana de Navidad, vestía una nueva camiseta navideña. Decía: ¡Yo creo!
EXTRAÍDO DE UN CUENTO ESCRITO POR LA HERMANA SHARON DILLON, ORIGINALMENTE PUBLICADO EN LA REVISTA GUIDEPOSTS MAGAZINE (25 DE NOVIEMBRE DE 2019), COPYRIGHT © 2019 GUIDEPOSTS. UTILIZADO CON AUTORIZACIÓN DE GUIDEPOSTS.