Como en el famoso cuento del Patito Feo, esta historia nos recuerda que, si nos damos la oportunidad, siempre podemos sorprendernos con las habilidades ocultas de aquellos a quienes vemos como distintos.
En 1975 el escritor británico Tom Michell vivía en la Argentina, donde daba clases en un internado de habla inglesa. En unas vacaciones de invierno viajó a Uruguay, y en una playa encontró a un pingüino cubierto de petróleo, el único sobreviviente de un derrame. Conmovido por el sufrimiento del ave, Michell lo llevó al departamento donde se alojaba, lo lavó y le dio de comer. El pingüino pronto se volvió muy apegado al joven maestro, quien lo llamó Juan Salvador y lo llevó consigo cuando volvió al internado. Lo instaló en la terraza de su habitación en uno de los dormitorios; allí, el sociable pingüino disfrutaba de abundante luz y sombra, y entretenía a los numerosos visitantes de su protector. En su nuevo libro, The Penguin Lessons (“Las lecciones del pingüino”), Michell escribe sobre las alegrías que Juan Salvador dio a todos los que lo conocieron.
Desde el día en que regresé al Colegio Saint George con un pingüino vivo, un alumno en particular se ofreció a ayudarme a cuidarlo; se llamaba Diego González. Diego llegó a la escuela cuando tenía 13 años y era un tímido jovencito que daba la impresión de temerle hasta a su propia sombra. No era un estudiante que se destacara entre los demás, y le costaba mucho trabajo hacer las tareas. De igual forma, ninguna de las actividades extraescolares del internado parecía ser apropiada para él; era un muchacho delgado y bajito que no habría sido capaz siquiera de atrapar una pelota para salvar la vida. Por si fuera poco, el conocimiento que Diego tenía de la lengua inglesa era limitado, e incluso el español que hablaba estaba fuertemente influido por los modismos y los giros idiomáticos de su natal Bolivia, de modo que casi no conversaba con nadie.
Sin embargo, lo más triste de todo era la nostalgia que el muchacho sentía por su país y por su hogar. No había estado preparado para dejar a su familia, y la extrañaba terriblemente. Por eso no me sorprendió que pasara todo el tiempo que podía con Juan Salvador. Diego no carecía totalmente de amigos, pero, como él, eran estudiantes en un internado y también tenían problemas para adaptarse.
Se me había ocurrido la idea de dejar a Juan Salvador nadar libremente en la piscina exterior de la escuela —se trataba de una piscina singular, ya que carecía por completo de un sistema de filtración o cloración—, pero cuando llegué con él al internado, todavía en pleno invierno, el agua estaba muy sucia. La piscina se dejó así durante esos tres meses helados, pero una vez que llegó la primavera subió la temperatura y la vaciaron, limpiaron y volvieron a llenar. Este ciclo de vaciado, limpieza y rellenado habría de repetirse cada dos semanas hasta el término de la estación.
Al final de los primeros 15 días de uso de la pileta, seguía haciendo frío, y solo unos cuantos estudiantes se atrevían a nadar. Yo había esperado con ansias a que llegara ese día porque estaba programada una limpieza de la piscina por la noche, y pensé que a nadie le molestaría que Juan Salvador ensuciara un poco más el agua antes de que la vaciaran. Tan pronto como los nadadores salieron de ella, les hice una señal a Diego y a dos de sus amigos, que estaban ejercitando al pingüino en los campos deportivos de la escuela, para que me llevaran a Juan Salvador. Diego puso al ave junto a mí, y cuando caminé hacia la piscina, el animalito me siguió muy de cerca; echó un vistazo titubeante al agua, aparentemente sin comprender su naturaleza.
—¡Vamos! —lo animé, imitando una zambullida en el aire y la acción de dar brazadas. Juan Salvador me miró, y luego miró hacia la piscina.
—¡No hay peligro, podés nadar! —le dije, y lo salpiqué con agua.
El ave me miró directamente a los ojos, como diciendo: “¡Ah! ¿Así que de aquí es de donde salen los peces?” Sin que tuviera que alentarlo más, se lanzó con elegancia al agua. Con un par de movimientos de las alas, se deslizó como una flecha por el agua hasta que chocó de frente contra la pared opuesta de la piscina. El impacto fue tremendo. Diego y sus amigos soltaron gemidos de preocupación al ver el fuerte golpe.
Juan Salvador salió muy aturdido y rengueando. Caminó un poco de un lado al otro, sacudiendo ligeramente la cabeza, pero luego de detenerse y sacudir todo el cuerpo con vigor, se zambulló otra vez. Yo estaba muy familiarizado con el progreso divertido y torpe de Juan Salvador en tierra, pero en ese momento lo observaba perplejo. Jamás había tenido la oportunidad de ver a un pingüino en el agua tan cerca. Con solo una o dos brazadas enérgicas, voló de un extremo al otro de la piscina, dando espectaculares giros y pasando a un milímetro de las paredes sin llegar a tocarlas.
Usando toda la longitud de la pileta, de 25 metros, dio una vuelta completa y saltó fuera del agua. Segundos después, con una zambullida limpia, volvió a sumergirse hasta el fondo, atravesó rápidamente la piscina y giró sobre su cuerpo para dar la vuelta. Voló así varias veces más, con mayor rapidez que el nadador humano más veloz (recorrer la pileta le llevaba dos o tres segundos), y alternó sus desplazamientos subacuáticos con intervalos de aleteos y pavoneos en la superficie.
Lo único comparable a esta exhibición sería un ave volando en el cielo o un patinador profesional en una pista de hielo. En ese momento me quedó claro lo mucho que el pingüino necesitaba usar los músculos de sus alas, que habían estado inactivos tanto tiempo. Juan Salvador por fin había encontrado la libertad para expresar su verdadera naturaleza, disfrutar su independencia y mostrarnos todo lo que significaba ser un pingüino.
—¡Miren cómo va! —exclamaron Diego y sus amigos con admiración, como si estuvieran viendo un espectáculo de fuegos artificiales.
Luego de un rato, Diego se acercó y en voz baja me preguntó:
—¿Pueda nadar con él?
—¿Cómo? No se dice “Pueda” —lo corregí—. Se dice “¿Puedo nadar?”
—Sí, maestro —contestó—. ¿Puedo nadar con él? ¡Por favor! Solo cinco minutos. ¿Sí?
Me quedé sorprendido. Jamás había visto que Diego quisiera hacer algo, aparte de buscar la compañía de Juan Salvador y evitar al resto de la escuela. Finalmente estaba mostrando interés por algo.
—Pero el agua está fría, ¡y se está haciendo tarde! —le contesté—. ¿Estás seguro de que querés meterte?
—¡Por favor! —suplicó de nuevo.
—Está bien, pero ¡apurate!
Los ojos de Diego brillaron, y parecía estar verdaderamente vivo por primera vez desde que lo conocí. Corrió al dormitorio para cambiarse y regresó en un santiamén. Sin titubear, se tiró al agua. Una parte de mí sospechó que iba a hundirse como una piedra, así que me preparé para saltar a rescatarlo.
Sin embargo, por segunda vez aquella tarde, me quedé atónito. Diego no solo sabía nadar, ¡sino que lo hacía como un profesional! Persiguió a Juan Salvador; si lo hubiera hecho cualquier otra persona, sin duda nos habríamos mofado, pero el muchacho boliviano nadaba con tanta elegancia, que no se veía ridículo en absoluto. Mientras él nadaba, el pingüino hacía espirales a su alrededor. Nunca antes había visto semejante interacción entre dos especies; Diego y el pingüino daban la impresión de haber montado una coreografía para hacer gala de sus habilidades.
A veces Juan Salvador tomaba la delantera, y Diego se lanzaba tras él como si lo persiguiera; el pingüino le permitía acercarse hasta que casi lo alcanzaba, y entonces salía disparado. Otras veces Diego tomaba la delantera, y el pingüino nadaba alrededor de él, trazando ochos como si estuviera envolviéndolo en un capullo. Por momentos nadaban tan cerca el uno del otro, que casi se tocaban. Yo estaba embelesado con su circo acuático.
Cuando transcurrieron los cinco minutos prometidos, Diego nadó hasta la orilla. Con un sutil movimiento, saltó fuera de la piscina y permaneció de pie, con el agua escurriéndole por el cabello y los hombros hasta el suelo. Luego, catapultado por encima del agua, salió Juan Salvador, con la velocidad de un torpedo. Con un movimiento rápido de las alas en el momento exacto, emergió como un cohete y se deslizó de panza hasta detenerse junto a mis pies. Todos nos reímos a carcajadas.
Yo estaba estupefacto, casi sin palabras. Había presenciado una exhibición acrobática (¿o acuática?) nunca antes vista. Pero eso no era todo. De pie, en silencio, a un lado de la piscina y mordiendo una esquina de su toalla, estaba un ágil chico que, sin temor a equivocarme, sabía nadar mejor que casi todos los demás alumnos de la escuela. Fue una revelación. Diego no era el muchacho triste al que nos habíamos acostumbrado a ver, sino un chico normal con un talento muy especial, y nadie se había dado cuenta hasta entonces.
—Diego, ¡sabés nadar! —le dije, sin disimular mi emoción.
—Sí, sé nadar, maestro —me contestó—. Gracias.
—No —repuse—, lo que quiero decir es que sabés nadar muy bien. Es más, ¡lo hacés espléndidamente!
—¿En verdad lo cree? —respondió, sin mirarme a los ojos, pero alcancé a verlo esbozar una sonrisa.
Creo que fue la primera vez que vi sonreír a Diego desde que llegó al colegio Saint George. Mientras regresábamos al dormitorio, Diego me dijo que su padre le había enseñado a nadar en Bolivia. También habló con detalle de otras cosas que disfrutaba hacer en su país. Lo escuché en silencio, sin corregir su inglés, y él habló sin parar hasta que llegamos al dormitorio. Era como si yo estuviera con un chico distinto. Poco después visité al director del internado y le dije que Diego parecía estar “saliendo a flote”. No le di más explicaciones. Lo sabría después.
Volví a mi habitación, tomé una copa y una botella de vino y salí a sentarme en la terraza con Juan Salvador. Estaba oscureciendo rápidamente, como es normal en esas latitudes, y las estrellas empezaban a asomar. Siempre tenía pescados de reserva, y se los di uno por uno al pingüino, quien los engulló vorazmente y luego se acomodó para dormir junto a mis pies. Las cigarras chirriaban en los árboles de eucalipto, apagando todos los demás sonidos. Serví un poco de vino en la copa. Era como si estuviera sirviendo una libación en agradecimiento a los dioses, y entonces la bebí a su salud.