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No olvido lo que me enseñó

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Emocionate con estas hermosas historias de lectores que rinden homenaje a sus maestros más entrañables.

La señorita Pemberton y la ortografía

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Por Darlene Rabe 

En abril de 1952 tenía 11 años y cursaba el sexto grado en la Escuela Primaria William Cleveland, en Houston, Texas. Mi maestra era la señorita Ada Pemberton. Se acercaba el concurso anual de ortografía, y los alumnos memorizábamos listas de palabras como preparación para las etapas clasificatorias de grupo y de escuela. Posteriormente se celebraría un concurso intercolegial, y el ganador tendría el honor de ser el campeón de la ciudad. 

Un día antes del concurso en mi grupo, mi hermano menor provocó un incendio por accidente en nuestro departamento mientras jugaba con fósforos. Esa noche dormimos en casa de unos amigos, y en la mañana mi madre llamó a la escuela para avisar del accidente, a sabiendas de que el concurso de ortografía era ese día. Cuando llegué a la escuela, la señorita Pemberton, preocupada por el impacto que podría haber tenido en mí el incendio, me preguntó si quería aplazar el concurso. Le dije que no, y ese día fui la ganadora de mi grupo. La semana siguiente fue el concurso de la escuela, entre los campeones de grupo. ¡Gané otra vez! 

Faltaba un mes para el concurso intercolegial. Los domingos por la tarde, la señorita Pemberton me llevaba a su casa y me ayudaba a practicar recitando en voz alta palabras complicadas. Después de un par de horas, me llevaba a la heladería, donde disfrutábamos de un cono cubierto con caramelo, una delicia que jamás había tenido la suerte de probar. Practicamos todos los fines de semana hasta que llegó el día del concurso entre los campeones de las escuelas de Houston. No gané el certamen, pero aun así me sentí orgullosa de haber participado. Y también me sentí muy agradecida de tener a una maestra tan dedicada y cariñosa en la primaria. 

Pauline Jambard fue mi familia y mi mentora

Por Terry Fallon 

Tenía nueve años cuando llegué al Hogar Infantil de Nashua, New Hampshire, en 1965. Había reprobado el tercer grado ese año, a duras penas aprobé la segunda vez, en cuarto grado no me fue mejor, y tampoco empecé bien el quinto, en el grupo de Pauline Jambard de la escuela primaria de la Charlotte Avenue. 

Aunque creía que no era “inteligente” como los otros chicos, esperaba llegar a sexto grado. A la maestra Jambard le caí bien desde el principio. La lectura era mi materia favorita. Ella me decía: “Terry, sigue leyendo. Si lográs entender lo que leés, serás más listo que el resto de los niños”. Después de leer todos los libros del curso, seguí con los tomos de la Enciclopedia Británica. No me cansaba de leer, y empezó a gustarme mucho la escuela. 

En diciembre, el Hogar ofreció una fiesta de Navidad a los familiares de los niños y a otros invitados de la comunidad. Mi hermano y yo no teníamos a nadie a quien invitar. Aún recuerdo haber visto a la maestra Jambard entrar por la puerta para hacernos compañía. Esa Navidad fue la mejor de mi vida. 

Cuando terminé la primaria, en 1969, mi hermano y yo nos mudamos, así que perdí todo contacto con mi maestra. En 1983 estaba en un viaje de negocios y tuve que ira a Nashua. Esto me permitió visitar mi vieja escuela. Iba a entrar al aula de la maestra Jambard cuando ella salió y dijo: “¡Terry!” Era como si nunca me hubiera ido. Durante mi vuelo de regreso a casa, seguía sintiéndome feliz.

Aún estamos en contacto, y la llamo al menos una vez al año. Debido a la confianza en mí mismo que me inculcó, he tenido una carrera exitosa en ingeniería y en la policía. No sé si ella se dio cuenta de lo mucho que me ayudó, pero jamás olvidaré su bondad y su fe en mí.

El señor Bachmann me despertó

Por Robert Penna 

Mi maestro de carpintería, el señor August J. Bachmann, fue el profesor que más influyó en mi vida. Cierto día me metí en problemas en su clase: otro alumno me había empujado contra un torno, y yo, enfurecido, me abalancé sobre él y lo golpeé. El señor Bachmann detuvo la pelea, pero en vez de mandarme a la oficina del director, me pidió que me sentara y me hizo una pregunta sencilla: “¿Por qué estás desperdiciando tu vida? ¿No pensás ir a la universidad?” 

Yo no sabía nada acerca de las universidades ni de las becas. Nadie había considerado nunca que un muchacho sin padre del barrio más pobre pudiera tener un futuro. Ese día, en lugar de salir corriendo a la hora del almuerzo, el maestro se quedó conmigo y me explicó las opciones educativas que tenía a mi alcance. Después de hablar, me mandó a ver a una secretaria que tenía un hijo en una universidad estatal. Esto fue en 1962, en el Bachillerato Emerson de Union City, Nueva Jersey. 

Han pasado ya 53 años, ¿y qué he hecho con las enseñanzas de mi maestro? Obtuve un doctorado en la Universidad Fordham, en Nueva York, cuando tenía 29 años; di clases de lengua y de sociología, y luego ascendí de profesor a director. He formado parte de la junta directiva de las Magnet Schools of America, y representado a esta organización en las Naciones Unidas. He ganado también varios premios educativos prestigiosos. Pero, ¿dónde estaría yo si un maestro con auténtica vocación no hubiera renunciado a su hora de almorzar para conversar conmigo? No tengo ninguna duda de que su confianza en mí fue lo que me impulsó hacia adelante. 

He correspondido a su generosidad cientos de veces alentando a jóvenes desorientados a tener miras altas. Si he logrado encarrilar a algún muchacho, fue gracias a mi maestro. Si he sido un educador exitoso, es porque tuve un extraordinario modelo en el señor Bachmann. 

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