La historia de cómo un simple trámite burocrático puede transformarse en el boleto que te permita cruzar todas las fronteras, recorrer el mundo de una punta a otra y cambiar tu vida para siempre.
Manejo por las calles de Roma con una amiga. Pasamos junto a ruinas de acueductos y colinas salpicadas de pinos y cipreses. Estuve la semana pasada en Umbría dando clases y ahora estoy de vacaciones. Conozco bien Roma. Viví en esta ciudad durante un año.
Mientras bebemos vino en el Harry’s Bar en la Via Veneto, miro al otro lado de la calle y veo el Hotel Flora. Aunque pasaron casi 50 años desde que lo vi por primera vez y muy pocas veces he pensado en él, me vienen a la memoria los momentos que disfruté allí cuando era joven.
Mi amiga tiene una cita para cenar, así que cuando oscurece me dirijo a los jardines de la Villa Borghese. Saco el celular y llamo a mi madre.
—¿Te acordás del Hotel Flora? —le pregunto, pero ella solo gime.
Tiene 99 años, he visto cómo su mundo se encoge poco a poco. Me atrevo a decir que ya ni siquiera sabe lo que es Italia.
—¿Recordás nuestro viaje? —le digo—. Arrojaste al mar tus perlas.
Un día, cuando yo era adolescente, mamá fue a buscarme a la escuela.
—Vamos a ir a tramitar el pasaporte. —Me dijo.
Yo no quería un pasaporte. Pensaba pasar el verano aprendiendo a escribir a máquina en casa y yendo a la playa por las tardes con mi novio. Pero mi madre tenía otros planes. Mientras íbamos en el auto al centro de Chicago, me explicó que pretendía llevarme a París, Londres y Roma en cuanto saliera de vacaciones. Ella nunca había ido a ninguna parte, excepto a Idaho un verano y todos los que la conocían sabían que su mayor anhelo era viajar.
Cierta vez, siendo yo pequeña, invitaron a mis padres a una fiesta de disfraces cuyo tema eran los deseos reprimidos. La gente debía ir disfrazada de su sueño secreto. Mi papá asistió vestido de esmoquin y con un bisoñé (iba disfrazado de hombre con pelo), pero quien me dejó embelesada fue mi mamá. En su falda azul había cosido estampas de la Gran Muralla China y la Torre Eiffel. Sobre la cabeza llevaba un globo terráqueo de aluminio. La falda simbolizaba los océanos y su cuerpo, la tierra. En vez de salir a conocer el mundo, mi madre se había convertido en él. Ahora quería que hiciéramos un viaje de mes y medio por Europa.
Al cabo de unas semanas recibí mi pasaporte. No le di mucha importancia y no comprendí sus poderes secretos hasta que llegamos a París y un oficial de aduanas estampó el sello en él y me dio la bienvenida a Francia. Había cruzado mi primera frontera.
Nos alojamos en el Hotel Vendôme. A mamá le encantaron las camas de caoba con dosel y las cortinas de damasco rojo. Ella era un ama de casa que parecía sentirse más a gusto en un salón de belleza que en un supermercado. En los años 30, cuando trabajaba como vendedora de lencería en una tienda Saks, un importante diseñador llegó para enseñar a las dependientas a vestir maniquíes. Mientras intentaba explicarles algo que ninguna parecía entender, mi madre le mostró un dibujo que acababa de hacer y le dijo:
—¿Es esto a lo que se refiere?
El diseñador le preguntó dónde había aprendido a dibujar.
—Aprendí sola —contestó ella.
Aquel hombre ayudó a mi mamá a conseguir una beca en el Instituto de Arte de Chicago, donde estudió moda hasta que su padre se negó a pagarle el transporte para ir a la escuela. Sin embargo, ella siguió diseñando y cosiendo toda la ropa.
Mi madre se enamoró a primera vista de París. Durante el día iba perfectamente vestida con un traje oscuro, zapatos de cuero, guantes blancos y un collar de perlas cultivadas. Eran joyas de fantasía baratas pero siempre las llevaba puestas.
Me llevó a ver todos los monumentos que pudo y a los museos donde había cuadros de Monet. Subimos la escalinata de Montmartre y encontramos un pequeño bistró donde bebí mi primera copa de vino. Cenamos en un barco turístico surcando el Sena y vimos la ciudad iluminada de noche. Mi mamá no solo visitó París, se impregnó de ella.
Después partimos a Roma. Nos hospedamos en el Hotel Flora, en una suntuosa habitación con vista a la Via Veneto. Un portero joven y guapo me llamaba “Miss America” y me coqueteaba. Íbamos a todas partes; daba la impresión de que mi madre no quería parar nunca.
Una tarde fuimos a un salón de belleza. A mí me lavaron el cabello, me lo secaron y me hicieron un peinado esponjado. No me gustó nada. De regreso en el hotel, mamá se acostó a dormir la siesta. Yo me mojé el pelo, lo desenredé y lo sequé con la toalla. Luego me peiné a mi gusto. Salí sola del hotel y me dirigí a los jardines de la Villa Borghese. De repente, empecé a oír silbidos. Había hombres y algunos me seguían susurrando “¡Bella!” Tardé unos minutos en darme cuenta de que era a mí a quien silbaban. Mitad asustada y mitad complacida, comprendí que mi vida estaba a punto de cambiar.
Florencia, Pisa, Génova… Recorrimos Italia en autobús. Una noche paramos en la ciudad costera de La Spezia. Cenamos en una terraza con vista al mar. De pronto, mi madre se quitó el collar de perlas que había llevado durante años.
—Estoy harta de esto —dijo, y lo arrojó al mar.
Me quedé boquiabierta; luego, nos echamos a reír. Entonces me di cuenta de una gran verdad: viajar transforma a las personas.
De los muchos regalos que me ha dado mi madre, el mayor ha sido mi pasaporte para ver el mundo. Me lanzó a un viaje que aún no ha terminado. He recorrido Latinoamérica, viajado de Beijing a Berlín en tren y buscado tigres en las selvas de la India. Y ahora estoy de nuevo en Roma, disfrutando la noche en los jardines de la Villa Borghese, y mi madre me pregunta cuándo iré a verla.
—Pronto, mami —le respondo.
Cuelgo el teléfono y sigo caminando por los jardines. Bajo el follaje de los árboles, me veo a mí misma, mucho más joven, esquivando a los hombres italianos que me llaman mientras paseo entre las sombras.