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Los cartoneros que lucharon por Ceibo, su cooperativa

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Conocé como un grupo de cartoneros se unió para recuperar algo que ellos creían perdido

Desde las 7:00 de la mañana, los operarios de una fábrica estiran sus brazos, se inclinan levemente, sus dedos pinzan y se vuelven a aflojar. Las piernas entreabiertas, los ojos bien atentos. Y cantan o silban a tono con una grabación que escuchan a un volumen mesurado. Trabajan debajo de un galpón de 1.400 metros cuadrados perfectamente equipado con baños y salón comedor.

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Los obreros seleccionan materiales que los vecinos de la ciudad de Buenos Aires descartan y mandan a la basura. Los separan, los prensan y los enfardan para que puedan ser reciclados y utilizados nuevamente. Son hombres y mujeres que hasta hace poco trabajaban a cielo abierto en basurales de González Catán, Villa Fiorito o San Martín, en los alrededores del conurbano bonaerense. Eran cirujas. Así se les llama popularmente a los que revuelven en la basura y deambulan por las calles en busca de materiales que venden para sobrevivir.

María Cristina Lescano es una de ellos. Por pudor no le pregunto la edad; debe tener unos cincuenta largos. Es la coordinadora de la Cooperativa El Ceibo, formada por cartoneros que decidieron salir de la informalidad para organizarse y tener un trabajo que les garantice mejores condiciones laborales, ingresos seguros, cobertura de salud y un ámbito de contención. En 1989, la mujer perdió su trabajo como empleada administrativa; en menos de un mes se quedó en la calle y se transformó en una más entre los miles que recorren la ciudad revolviendo en las bolsas de basura. Tenía que mantener a tres hijos y buscarles un lugar donde vivir.


Durante unos meses paró en una casa tomada y de noche salía con un carrito, tapada hasta la cabeza, por el frío y la vergüenza. Lo recuerda y se ríe bajito.


La orfandad de aquellos días hermanó a unos cuantos en su misma condición. Y los llevó a juntarse para fundar más tarde la cooperativa que hoy los tiene como dueños del principal centro de recuperación en la metrópoli. 

En la ciudad de Buenos Aires viven más de tres millones de habitantes. Cada uno genera dos kilos de residuos por día, lo que equivale a unas 6.000 toneladas sin contar lo que producen los dos millones de personas que vienen del Gran Buenos Aires a trabajar o estudiar. “A los vecinos les cuesta aceptarnos”, dice al lado mío con algo de timidez uno de ellos mientras separa las botellas de plástico bajo el galpón. Hay una parte de la sociedad que los ve sucios, feos y malos; probables enemigos que algo les robarán. Cuando la mirada desdeñosa les resultó insoportable decidieron que no podían esperar más. Y nació El Ceibo, en honor a la Flor Nacional del país.

“Nos dimos cuenta de que la basura no es del Estado ni de las empresas que la juntan, es de quien la genera —apunta María Cristina—. Debíamos restablecer el vínculo con los vecinos para poder convencerlos de que era necesaria la separación en origen. Tomamos 100 manzanas del barrio de Palermo y les enseñamos a separar los residuos sólidos de los líquidos, el cartón del plástico o el vidrio, y logramos que muchos de ellos saquen bolsas diferenciadas y perfectamente identificadas para que nosotros las podamos retirar más fácilmente”.

La estrategia les permitió una mejor relación con los vecinos, una óptima calidad de materiales (ya no se mezclan con líquidos u otras sustancias que los puedan desvalorizar) y un mayor volumen para comercializar. La planta recuperadora está ubicada cerca de la estación ferroviaria Saldías, en el barrio de Retiro. Trabajan desde las 7:00 a las 16:00 y paran una hora para comer. Procesan 250 toneladas de materiales por mes. Ahora que están asociados venden el plástico o el cartón a precios que duplican los valores que lograban cuando comercializaban con los mayoristas individualmente.

Jackie Flores, un poco más joven, es la coordinadora de las descargas. Cuando llegan los camiones a la planta recuperadora les controla el peso y lo que traen. Es muy respetada a pesar de que arrancar le resultó difícil por su condición de mujer en un ámbito propio de varones. “Primero fue muy raro que me esté mandando una mujer —dice José—, nunca antes había tenido a una patrona pero ahora siento que es lo mismo que un hombre y a veces terminamos más rápido porque Jackie siempre nos está
ayudando”.

La mujer cuenta que vivió muchos años “cirujeando” y que hoy valora tener un trabajo fijo. Se siente abrigada por sus compañeros, reconfortada con la sopa tibia del mediodía y orgullosa frente a la posibilidad de forjar un futuro mejor para sus hijos. Tiene una clara conciencia ambiental y la transmite a su descendencia: “No tengo nada, pero mis hijos saben que hay que generar menos basura y lo poco que se tira en casa lo tienen que separar; siempre habrá alguien que se beneficiará con ello.”

La operatoria en el centro de clasificación es dirigida primordialmente por estas dos mujeres, Jackie y María Cristina. “Aprender a trabajar en grupo fue el primer desafío y lo más difícil acostumbrarnos a cumplir horarios”, dice María Cristina.

El programa socioambiental de El Ceibo generó la inclusión social de 70 familias de cartoneros. “Cuando empezamos no teníamos nada, ni techo, y de a poco nos ayudaron todos. No sabíamos ni hablar y teníamos problemas de salud por el frío y el contacto con gérmenes de todo tipo”. En la capacitación ayudaron la Universidad de Buenos Aires, diferentes ONGs y personal de los hospitales. Pero lo más importante es que esta cooperativa encargada de recuperar materiales se ha especializado en “recuperar personas”, apunta María Cristina delante de un grupo que asiente. Ella misma logró una reinserción social asombrosa: todos sus hijos pudieron estudiar, el más chico hizo la escuela media en el prestigioso Colegio Nacional y hoy está en la Universidad.

La Cooperativa El Ceibo es uno de los pocos ejemplos virtuosos dentro del universo desigual en el cual se mueven miles de personas que buscan el sustento entre los desperdicios generados por otra parte de la sociedad. Así, la fábrica se ha convertido en una caja de ilusiones para todos ellos. El trabajo les devolvió las expectativas, la posibilidad de proyectar y el motivo por el cual levantarse cada mañana con ganas de silbar y cantar.

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