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La lucha del Alzheimer y las maravillas de una sala de espera

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Un encuentro fortuito con una cantante en una sala de espera sacó a mi padre de las tinieblas del Alzheimer.

Hace unos años, en un laboratorio de análisis clínicos en Ontario, Canadá, una anciana se sentó en el borde de una silla de la sala de espera e interpretó la canción de Celine Dion “My heart will go on”. Aparte de un ligero balanceo rítmico al son de la música de Titanic, estaba inmóvil, con los brazos cruzados elegantemente sobre el pecho. Con poco esfuerzo, fue capaz de invadir cada rincón del laboratorio con su dulce y aguda voz.

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Me divertí observando la reacción de la gente. Muchas personas se cambiaron de asiento y un par de ellas lanzaron miradas fijas y pétreas, pero el resto desvió la mirada y trató de fingir que no ocurría nada fuera de lo común. Como siempre. Este tipo de cosas siempre son así.

Yo estaba en la clínica con mi padre, porque le iban a hacer un análisis de sangre rutinario, cuando la mujer llegó. Se sentó justo enfrente de mi padre. Como era bajita, tuvo que sentarse en el borde de la silla para poder tocar el suelo con los pies. La posición hizo que pareciera que estaba sentada hacia adelante para entablar conversación con él. Sonrió a mi padre y mi padre le devolvió la sonrisa.

Me preocupaba cómo reaccionaría mi padre ante la posible invasión de su espacio. En aquel momento tenía 77 años y estaba enfermo de Alzheimer desde hacía varios años. Llegó a la edad adulta en los revolucionarios años 60, pero era definitivamente un producto de los 50. Había sido un brillante militar, católico practicante, imbuido y aplastado por un sentimiento de culpa, obligación y humildad. 

Antes de enfermarse, toleraba sumisamente las excentricidades de la gente, aunque con una buena dosis de reproche en silencio. 

La privacidad y el espacio personal eran lo suyo, y consideraba que era de muy mala educación llamar la atención sobre uno mismo. Como el Alzheimer tiene tendencia a hacer estragos en la paciencia y erosiona la moderación, mi padre había vivido algunos momentos incómodos en el pasado. 

No pude evitar pensar que esta pequeña dama melódica estaba jugando con fuego.

Su canto comenzó suavemente, como un tranquilo murmullo. Miré a mi padre para ver cómo reaccionaba. Había dejado de sonreír y la estaba mirando fijamente. Ella le devolvió la mirada. Al principio no pude interpretar su expresión, pero parecía algo confundido. No era un estado inusual para él, y me pregunté si realmente la estaba viendo o si estaba perdido en algún profundo lugar de su mente, sin ser consciente de su presencia en ese momento. O tal vez estaba tratando de determinar si era alguien que debería conocer.

Mi padre nunca había sido de los que participan cómodamente en una conversación innecesaria. De toda la vida había delegado esa tarea en mi madre, que asumió la responsabilidad con su propia dosis de entusiasmo, mientras él se mantenía al margen como un participante silencioso pero comprometido. Si hubiéramos sido más astutos, probablemente habríamos notado antes su declive. Nos habríamos dado cuenta de que, en las raras ocasiones en que lo encontrábamos atraído por una conversación, se había vuelto cada vez más dependiente de mi madre para terminar sus frases o responder a las preguntas que le hacían. Sin errar ni una sola vez, llenaba todos los espacios en blanco cada vez que se quedaba parado, y nuestra atención se apartaba de él.

También nos llevó algún tiempo darnos cuenta de que había comenzado a abandonar cualquier esfuerzo de asentir de manera cortés o forjar una sonrisa de obligación en los momentos apropiados. Pensamos únicamente que se estaba volviendo un poco cascarrabias con la edad.

Eso es lo que estaba sucediendo ahora: había dejado de sonreír, no asentía amablemente, ni había reconocimiento de ningún tipo. Solo una mirada. Pero eso no disuadió en absoluto a la diminuta cantante y su tono fue aumentando poco a poco. Cuando llegó al estribillo: “Near, far, wherever you are…” estaba completamente inclinada hacia adelante y como en una especie de trance meditativo, con los ojos cerrados, y balanceando el torso.

Llegado a ese punto, mi padre parecía un poco aturdido.

Intenté no reírme. No era que no apreciara a esa mujer. De hecho, la quería de alguna forma. Quería ser su amiga. Pero la idea de que mi padre, en cierto modo apático, pudiera ser amenizado en una clínica abarrotada por esta Celine Dion en miniatura era muy gratificante. Sin embargo, observé con cautela, esperando cualquier señal de un inminente estallido de malhumor, y empecé a considerar cuál sería la mejor forma de actuar.

Entonces, su rostro se suavizó y la tensión se alivió en su frente. Ya no parecía confundido.

La gente dirá que el Alzheimer es un ladrón, que le roba a sus seres queridos, lentamente, día a día. Hay, sin duda, mucha verdad desgarradora en esa declaración. La pérdida es dolorosa e implacable. Pero en ciertas experiencias con mi padre, pasaron cosas que me permitieron ver un lado que nunca antes supe que existía. Me aferraré a esos momentos tranquilos en los que mantenía mi mirada y me contaba historias tiernas de cuando era pequeño o recordaba historias de su época en las Fuerza Aérea, como si supiera que no le quedaba mucho tiempo para mostrarme quién era realmente. De una manera tranquila e inesperada, eso fue también lo que sucedió ese día en la clínica. El Alzheimer a veces parecía mostrar el verdadero yo de mi padre, sin tapujos, y aunque odio la idea de que tuviera que luchar con esa enfermedad, adoro el hombre dulce que descubrí.

Cuando terminó la canción y la sala de espera quedó en silencio, la mujer abrió los ojos. Mi padre seguía mirándola fijamente.

“Ha sido muy bonito”, dijo.

Ella sonrió y dijo: “Gracias.” 

© 2019, Deborah Stock. de “The Odd Encounter that Pulled Dad Out of his Alzheimer’s Fog,”

The Globe and Mail (22 de octubre, 2019),
theglobeandmail.com

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