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Héroes de la pandemia

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Desde fabricar cubrebocas para los hospitales hasta disfrazarse para entretener a los vecinos, la crisis de Covid-19 ha provocado un sinnúmero de buenas acciones. Estas son historias de todo el mundo (y de la Argentina).

Jaime Coronel no es doctor ni enfermero. No ha salvado vidas ni inventado una vacuna. Es un miembro más del público. Pero, a su propia manera, y como muchos otros alrededor del mundo, ha ayudado a hacerle la vida más fácil a los demás durante la pandemia de Covid-19.

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El altruismo puede presentarse de muchas maneras, pero generalmente surge del simple deseo de mejorar las cosas. Indirectamente, las buenas acciones también pueden otorgar significado a nuestras vidas durante las épocas de crisis y fortalecer nuestra conexión con los demás, especialmente cuando extrañamos tanto la compañía.

La historia de Jaime es solo uno de muchos ejemplos. Comenzó con un descubrimiento fortuito y concluyó con el deseo de tener un impacto positivo en la vida de los niños. Un arquitecto que administra la compañía de mudanzas de su familia en la ciudad española de Puertollano, Jaime estaba vaciando el desván de su casa en los primeros días del encierro cuando se encontró un disfraz de Olaf, el simpático hombre de nieve de la película de Disney, Frozen.

“Pensé, ‘vamos a divertirnos’”, dice, riendo al recordar el día. “Y me lo puse. Y cuando mi hija Mara, de cuatro años, me vio, me pidió que le pusiera su disfraz de Elsa, la princesa de la película. Pasamos todo el día disfrazados de personajes de Frozen”.

En ese entonces, en España, cada noche a las 8 pm, la gente se asomaba a sus ventanas y balcones para aplaudir y vitorear a los trabajadores de la salud que arriesgaban sus vidas batallando contra la pandemia.

“Creí que sería una buena hora para sacar la basura mientras aún estaba disfrazado de Olaf”, cuenta Jaime. Cuando salió, sus vecinos le rindieron un enorme aplauso. Y así nació una tradición.

A diario, poco antes de las 8 pm, Jaime sacaba la basura disfrazado de algo distinto. Un día era una momia egipcia; al siguiente, un dinosaurio; o Freddy Krueger,; o un robot; o un jeque árabe. Tenía un montón de disfraces que usaba en los carnavales y las fiestas de Halloween, y cuando se le agotaron, solicitó más a través de Internet; una compañía de Aragón también le donó unos cuantos. Incluso hizo unos él mismo, con la ayuda de Mara y la abuela de Mara, que era costurera.

Sus vecinos siempre lo recibían con una estruendosa ovación y luego subían el video a las redes sociales. Jaime lo repitió a lo largo de 29 días, y cuando se atenuaron las reglas del encierro, y permitieron salir a los niños, Mara lo acompañó en su excursión diaria. Disfrazados, hicieron nueve recorridos más. El día de su última salida juntos, los equipos de las ambulancias locales sorprendieron a Jaime cuando llegaron a agradecerle por animar a las personas y le dieron unos cuantos dulces a Mara.

Para entonces, por las actualizaciones que hacía en su cuenta de Instagram, Jaime ya era conocido alrededor del mundo y había hecho sonreír a una audiencia global.

“En las redes sociales me agradecieron por hacerlo y por hacer sentir bien a los demás, aunque fuera solo por un rato”, dice Jaime, orgulloso.

“Mi hija y los niños en general me motivaron en parte”, dice. “Son frágiles y no entienden lo que está pasando. Mi hija no quería salir a la calle, pero no dudó en salir disfrazada con su papá”.

Además de lidiar con los efectos emocionales del aislamiento, el encierro trajo consigo otros retos. Para algunos, asegurarse de tener comida suficiente fue un tema serio, especialmente para aquellos que viven en las zonas rurales más remotas de Australia.

Gary Frost, dueño de un restaurante a la orilla de la ruta en el Territorio del Norte del país, ideó quizá la solución más extrema al problema de hacerle llegar la comida a quienes la necesitaban: como tiene una licencia de piloto, decidió usar su avión para entregar comida a aquellos encerrados en las fincas ganaderas sin costo extra.

“Nadie podía salir a ningún lado, y eso limitaba su manera de conseguir comida y bebida. Creímos que podíamos hacer algo para ayudarlos un poco”, recuerda Gary, un típico australiano entusiasta.

“Hacemos pizzas, así que se nos ocurrió llevárselas volando para que no tuvieran que dejar sus propiedades. Creo que fue algo único. No he sabido de nadie más en el mundo que lo haya hecho así”. Gary subraya que no lo ideó como un nuevo negocio, sino como “un gesto fraternal para tratar de ayudar a los demás”.

La joven empresaria parisina Maud Arditti se inspiró en las experiencias de sus seres más cercanos y queridos para proveer comida a los trabajadores de la salud. “Varios miembros de mi familia y amigos son doctores y trabajan en hospitales”, comenta. “Conversando con mi tía descubrí que los restaurantes de los hospitales solían estar cerrados y a veces hasta cinco personas tenían que compartir un solo plato de pasta”.

Maud empezó a hornear pasteles y pizzas y pequeñas quiches para su hospital local, pero pronto se dio cuenta que sola no llegaría muy lejos. Un llamado de ayuda en redes sociales obtuvo una respuesta increíble: al final, alrededor de 1.600 ayudantes por todo París hicieron pasteles para entregarlos a los hospitales. Pronto, la iniciativa Vos Gâteaux (Tus Pasteles) de Maud se extendió a otras ciudades francesas.

“En ese entonces todo estaba detenido y creo que existen tres tipos de personalidades en esos casos”, reflexiona Maud. “Aquellos que se paralizan un poco, aquellos que critican todo lo que se hace… y aquellos que no temen impulsarse a sí mismos y gastan toda su energía y medios a su disposición para ayudar. Con nuestros pasteles podíamos alimentar a la gente y llevar algo dulce a todos los hospitales”.

En otros lados, la comida para los necesitados provino de fuentes inesperadas, como un grupo de mujeres gondoleras de Venecia, que llevaron productos orgánicos a los ancianos, o un violinista temporalmente desempleado de la Orquesta Filarmónica de Helsinki que llevó comida a los pensionados usando una bicicleta eléctrica.

“Significó mucho para la gente que la recibió, y por lo tanto significó mucho para mi también”, dice Teppo Ali-Mattila, uno de los muchos trabajadores de la cultura y el deporte de la ciudad que se ofreció a ayudar a los ciudadanos de la tercera edad.

En Lisboa, una joven pareja siria, Ramia Abdalghani y Alan Ghumim, ofrecieron comida de su restaurante al personal de los hospitales locales, sin costo. Habiendo llegado a Portugal cuatro años antes como refugiados, no dudaron en ayudar a su nueva comunidad.

“Cuando huyes de una guerra sientes la catástrofe, pero también te das cuenta de en quién puedes contar”, dice Alan. “Por eso, con todo lo que hacemos aquí en Portugal tratamos de aportar algo a las personas que nos recibieron con los brazos abiertos”. Nuno Delicado trabajaba como enfermero en uno de esos hospitales. “Fue una verdadera lección de vida para todos nosotros”, dice. “Nos enseñó que, como sociedad, debemos ayudarnos los unos a los otros”.

Mercedes Fonseca tiene un departamento en Bahía Blanca, ciudad portuaria al sur de la provincia de Buenos Aires. Todos los meses, cuando recibe por mail la factura de electricidad de la propiedad, la paga y le envía por WhatsApp un mensaje a su inquilina, Mayra Berón, de 32 años, para que esta le deposite el dinero correspondiente. 

A principios de abril de este año, cuando recién comenzaba la cuarentena por la pandemia de Covid-19, Mechita, tal como le dicen, le mandó el habitual mensaje por el pago y tuvieron el siguiente diálogo:

(Hablando de cómo las trataba el aislamiento) 

—Haciendo actividades online: dibujo, zumba, collage, veo teatro, tutoriales, meditación, cocino… ordeno… Termino agotada!!! Pero todo bien!!! (Mechita)

—Jajaja a full!! Bien ahí!! Mejor, hay que cuidarse xq esto se viene feo. Aprovechá que vos podés. Yo de guardia (Mayra)

—Noooooo. ¿Qué hacés?

—Soy enfermera en la terapia del municipal (por el hospital)

—No sabía!!!!!!

—Sisi

—(aplausos). En agradecimiento a lo que hacés… No me pagues el alquiler dos meses.

—Noooo! Vos tmb necesitás el ingreso!! Es mi trabajo.

—No importa!!! Es mi colaboración por todo lo que hacés!! De verdad!!

—Aww me estás haciendo lagrimear. Gracias en serio.

El gesto desinteresado de Mechita le cortó la respiración a Mayra, que trabaja en el hospital municipal Leónidas Lucero, de Bahía Blanca. Nunca se imaginó que algo así pudiera ocurrir, sobre todo porque ni siquiera conoce personalmente a Mechita, a la que le alquila el inmueble desde hace más de dos años. Solo tiene vínculo por WhatsApp.

A más de 630 kilómetros de distancia, en la ciudad de Buenos Aires, Mechita, apenas terminó de conversar con Mayra, dejó su teléfono sobre la mesada y se sintió aliviada. Estaba aportando su granito de arena. ante una situación que puso a la humanidad en vilo. Los profesionales de la salud fueron de los más afectados ya que tuvieron que afrontar situaciones peligrosas, desconocidas y dramáticas. “Si bien todas las noches, a las 21, dejaba lo que estaba haciendo para sumarme a los aplausos que se organizaban espontáneamente en los barrios (en reconocimiento al personal sanitario), vi la oportunidad de hacer algo más, me parecía que era poco lo que estaba haciendo”, recuerda Mechita. 

Y continúa: “Cuando Mayra mencionó que era enfermera, le dije: ‘listo, no me pagues por dos meses’. Fue un homenaje al personal de la salud que hizo (y hace) tanto esfuerzo por cuidarnos a todos”.

Al día siguiente, Mayra compartió el siguiente texto en su perfil de Facebook y mencionó a Mechita. 

“Porque no solo hay que publicar cosas desagradables. Mercedes es la dueña del departamento que alquilo, hoy tuvo este gesto conmigo sabiendo que soy enfermera. Ojalá existan más personas como ella. Hoy no nos llevamos nada al cajón más que lindos gestos como estos”.

Naturalmente, el posteo se viralizó. Tanto Mechita como Mayra aparecieron en los medios de comunicación durante varios días. Y a Mechita, que está inmunosuprimida por una medicación que toma, le llovieron los mensajes de agradecimiento. Incluso, más vecinos se acercaron para ayudarla con las compras del supermercado y otros mandados. 

Pero esta historia continuó y con más sorpresas. Días después, Mayra siguió con la cadena solidaria y decidió donar el dinero que se ahorró del alquiler a Lorena Storn, una mujer cuyo esposo fue atendido por Berón durante nueve meses en el hospital, hasta que perdió la vida. “Cuando le estaba llevando la plata a Lorena, sufrí un choque con una moto, cuyo conductor no tenía seguro. Mechita se enteró del accidente y me regaló un mes más de alquiler. Con ese dinero, pude arreglar mi auto que luego el conductor me devolvió”, explicó Mayra.

Finalmente, el dinero llegó a Lorena a quien no le alcanzaron las palabras para agradecerle. «Me pagó los tres meses de alquiler que debía. Yo me quedé sola con mis cinco hijos, no tengo trabajo y recibo subsidios del estado», reconoció Storn.

“Esto nos tomó por sorpresa. Fue una caricia al alma después de tanto sufrimiento», agregó la mujer.

La pandemia también demostró lo ingeniosos que podemos ser si se nos presenta la oportunidad. En particular, muchos usaron sus habilidades y perspicacia para fabricar equipo personal de protección para los trabajadores de la salud.

En la ciudad de Elda, al noroeste de Alicante, un grupo de mujeres que se ganan la vida zurciendo zapatos en sus casas hicieron miles de tapabocas para un hospital cercano. Usaron tela provista por el hospital y bandas elásticas donadas por un negocio local. Como resultado, otros grupos alrededor de toda España que querían hacer lo mismo las inundaron con peticiones de información.

Hasta los niños fabricaron el equipo de protección tan vital. En Irlanda, Conor Jean, de 14 años, y su hermano de 11, Daire, usaron una impresora 3D para establecer una pequeña línea de producción de mascarillas en su hogar en el condado Kildare.

Incluso alteraron ligeramente el diseño para que fuera más sencillo usarlos con lentes. “No podría estar más orgullosa de estos niños”, comentó su madre, Lorraine Duffy, cuando terminaron su primer lote.

Quizá el ejemplo más loco de dicho ingenio haya sido el del zapatero rumano Grigore Lup, que inventó un par de zapatos talla 75. La idea era forzar a quien los usara a permanecer a no menos de metro y medio de los demás y así asegurar el distanciamiento social. Hacer un par le toma al zapatero de 55 años de Transilvania dos días y un metro cuadrado de cuero.

El deseo de cuidar a los ancianos, que son particularmente vulnerables al coronavirus, también obligó a las personas a idear soluciones poco comunes.

Tristan Van den Bosch, el director de operaciones de una compañía de limpieza y mantenimiento en el suburbio Watermael-Boitsfort de Bruselas, es un buen ejemplo. Una mañana, cuando manejaba al trabajo, vio a un hombre que le gritaba a una anciana. Él estaba en la calle y la mujer—su madre—en el tercer piso de un asilo para ancianos. Como muchos ciudadanos de la tercera edad, ella no podía recibir visitas por el virus. Tristan se dijo a sí mismo “¡puedo ayudarlo!”

El trabajo en la compañía de Tristan estaba prácticamente detenido y las grúas estaban estacionadas en el almacén, sin usarse. ¿Por qué no usarlas para levantar a las personas y acercarlas a sus seres queridos? Y entonces Tristan comenzó a recorrer toda Bélgica con su grúa, acercando a las personas a las ventanas de sus familiares en los pisos más altos de los asilos.

“Sí, nos cuesta dinero”, dice Tristan. “Pero al final nos alegra haber podido ayudar a los demás”.

En Brasil, el personal del asilo Três Figueiras en Gravatai mostró un ingenio similar al idear una nueva manera de cuidar a sus residentes de la tercera edad cuando recibían visitas.

“Vimos que nuestros ancianos estaban tristes”, dice la dueña, Lociana Brito. “Y pensamos que se alegrarían mucho si ideáramos una manera con la que pudieran abrazar a sus familiares”.

Inspirados por un video viral en el que una mujer en Estados Unidos usaba una cortina de plástico para abrazar a su madre, Luciana y sus colegas crearon un Túnel do Abraço (Túnel de Abrazo), que consiste en un pliego grande de plástico con agujeros para los brazos pegado en una de las entradas del asilo. Los agujeros para los brazos contaban con mangas de plástico con las que los visitantes podían abrazar a sus seres queridos sin tener contacto directo con ellos.

“Fue muy grato—y muy importante—verlos abrazarse”, dice la administradora del asilo, Rubia Santos.

Quizá las historias más memorables sean aquellas que involucran un enorme sacrificio personal en beneficio de alguien más. Jyoti Jumari, de 15 años, por ejemplo, recorrió 1.200 kilómetros a través de la India llevando a su padre discapacitado en la parte trasera de su bicicleta.

Su periplo comenzó en Nueva Delhi, donde Mohan Paswan, su padre, se ganaba la vida manejando un bicitaxi motorizado hasta que sufrió un accidente y perdió su trabajo. Todos los viajes no esenciales fueron cancelados, pero su casero les siguió exigiendo el alquiler, el cual no podían pagar, y amenazaba con desalojarlos, recuerda Jyoti, con lágrimas en los ojos.

Así concluyó que la única opción que tenían ella y a su padre era gastar el resto de su dinero en una bicicleta barata y regresar a su hogar, a la aldea Darbhanga, en el estado de Bihar.

Jyoti pedaleó durante diez días candentes, y sobrevivieron a base de comida y agua que obtenían de desconocidos. Durante dos de esos días solo consiguieron suficiente para su padre, así que ella debió pasar hambre.

“Fue un viaje difícil”, recuerda ahora con una enorme sutileza. “Hacía mucho calor, pero no teníamos opción. La única meta era llegar a casa”.

Para cuando alcanzaron su destino, ya se había esparcido la noticia de su viaje y Jyoti se había vuelto famosa, pero dice que la fama era lo último en su mente cuando inició su viaje. “Fue una decisión desesperada”, confiesa.

El potencial que tiene un simple gesto de capturar la imaginación del público en una época de crisis quedó claro cuando el veterano de las fuerzas armadas británicas de 99 años, el capitán Tom Moore, quiso recaudar algo de dinero para los trabajadores de la salud y sus pacientes.

Inspirado por el excelente trato que recibió en el hospital cuando tuvo cáncer de piel y una fractura de cadera en 2018, en los primeros días de abril se propuso dar 100 vueltas a su jardín, ayudándose de su andadera, antes de su cumpleaños número 100, a final de mes. Su meta era recaudar la modesta cantidad de 1.000 libras.

Pero la noticia del esfuerzo del capitán Tom pronto llegó a oídos de una nación sumida en el encierro que desesperadamente necesitaba escuchar buenas noticias. Fue reportado por los diarios y la televisión e incluso formó se unió al cantante Michael Ball y al coro de trabajadores de la salud para grabar una versión de You’ll Never Walk Alone (el famoso himno del equipo de fútbol Liverpool) para caridad, convirtiéndose así en la persona de mayor edad en aparecer en la cima de las listas de popularidad de música del Reino Unido.

El 16 de abril, el capitán Tom completó sus 100 vueltas antes de tiempo, habiendo juntado 17 millones de libras. “Nunca imaginé estar involucrado en algo así”, anunció.

Pero ese fue solo el principio. La manía por el capitán Tom no parecía detenerse cuando el público comenzó a rendirle tributo a su esfuerzo de distintas maneras, como tejiendo muñecos y pintando murales. Para cuando cumplió los 100 años, el 30 de abril, había reunido casi 33 millones de libras. La fuerza aérea británica lo honró con un recorrido aéreo sobre su casa y el público le envió más de 150.000 tarjetas de cumpleaños. ¿Su respuesta? “A todas las personas que ahora están pasando por un momento difícil, el sol brillará de nuevo y las nubes se irán”.

En honor a su extraordinaria hazaña, el capitán Tom fue promovido al rango de Coronel Honorario, se le otorgó el premio Libertad de la Ciudad de Londres y el título de Caballero, recomendado por el Primer Ministro. El dinero recaudado se usó para dar confort y cuidados a los trabajadores del Servicio Nacional de Salud.

“Nunca he sido alguien que se sienta a esperar”, ríe y añade que disfrutó el reto. “La primera vuelta fue la más difícil, pero después me acostumbré”. Y cree que el secreto de su éxito—así como el de su longevidad—es sencillo: “Se debe tener la mentalidad correcta. Debes ser optimista y pensar que las cosas van a mejorar”.

Días después de que comenzara la cuarentena en la Argentina, en marzo de este año, Juan Radovich se sintió solo. La escuela que dirige estaba vacía. Naturalmente, ningún alumno había concurrido al Centro Educativo Polimodal 10 (CEP 10), de El Alcázar, en Misiones, a unos 170 kilómetros de Posadas, la capital provincial.

Para un docente, es la peor pesadilla: aulas sin chicos, patios silenciosos, banderas sin izar… A eso se agregaba la incertidumbre de lo qué pasaría en el futuro, cuándo se terminaría el confinamiento, cuándo volverían las clases. Lo cierto es que de un día para el otro los docentes perdieron todo contacto con los chicos. 

El CEP 10 es una escuela secundaria estatal que se encuentra en una zona rural, a unos 25 kilómetros de El Alcázar, en la que viven poco más de 5.000 habitantes. A su vez, la mayoría de los 60 alumnos de la escuela viven en zonas alejadas, de difícil acceso, y deben hacer grandes esfuerzos para concurrir a clases. 

“Hay alumnos que recorren 5 o 10 kilómetros hasta la parada de ómnibus que los trae a la escuela, y allí pasan todo el día. Sin poder llegar, no iban a tener la posibilidad de seguir estudiando y perderían a perder el año”, explicó Radovich.

Además, muchos de ellos no tienen conectividad. “Los chicos viven en las colonias de la zona, algunos no cuentan con luz eléctrica, ni hablar de conexión a Internet. No sabíamos mucho de ellos, más allá del contacto en la escuela”, recordó Juan, quien hace diez años que está al frente del CEP 10.

Ante esta situación compleja, este hombre de 47 años buscó la manera de encontrarse nuevamente con sus alumnos. La pandemia y el confinamiento no podían ser obstáculos. Tardó un mes, pero junto a los demás docentes de la escuela, realizó un relevamiento de los chicos, de los materiales con que contaban, quienes tenían conexión a Internet, entre otras necesidades, y puso manos a la obra: tomó los cuadernillos de estudio, montó en su ciclomotor, que usa para hacer mandados, y se largó a una extensa travesía.

Durante tres días, Juan recorrió poblados vecinos como Urrutia, Aguas Blancas, Larguía, entre otros, en total hizo unos cien kilómetros para repartir, casa por casa, los materiales educativos a 60 chicos de entre 14 y 20 años.

“Fue gratificante encontrarse con cada uno de los chicos. Uno no conoce la realidad hasta que la ve, la vive. Muchos chicos van a la escuela por voluntad propia, porque de no ser así estaría trabajando con sus familias en los yerbatales. De hecho, algunos hacen las dos cosas”, comentó emocionado. 

“Nosotros somos un ejemplo para ellos, somos la herramienta para que ellos tengan un futuro mejor, y ese vínculo hay que cuidarlo”, concluyó Juan.

Aquella fue la primera travesía, los viajes siguieron y Juan, así como otros docentes, salvaron el año educativo de muchos chicos. Seguramente ellos se lo agradecerán en el futuro. 

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