Un médico y empresario de Coney Island, Nueva York, y su invento salvaron a una generación de niños prematuros exhibiéndolos en ferias.
Hace cerca de un siglo, la antigua isla neoyorquina de Coney Island era famosa por sus atracciones de feria, que se anunciaban con carteles rimbombantes: tragasables, mujeres tatuadas e incluso una exhibición de bebés diminutos. Eran bebés prematuros, mantenidos vivos en incubadoras inventadas por el doctor Martin Couney.
El sistema médico había rechazado sus aparatos, pero él no renunció a sus planes. Por más de 40 años, a partir de 1896, financió su trabajo exhibiendo a los bebés y cobrando 25 centavos de dólar por observarlos. A cambio, los padres no pagaban por el uso de las incubadoras, y muchos niños, que no habrían podido sobrevivir de otro modo, se salvaron.
Lucille Horn fue una de esos bebés. Nacida en 1920, terminó en una incubadora en Coney Island. “Mi papá decía que yo era tan pequeña, que cabía en su mano”, le cuenta a su hija, Barbara, en Long Island, Nueva York. “Pesaba menos de un kilo y no podía vivir sin ayuda. Estaba demasiado débil”. El personal del hospital le dijo a su padre que no había posibilidad de que sobreviviera. Pero su padre se negó a aceptar esa sentencia. Envolvió a la niña en una manta, tomó un taxi y se dirigió a Coney Island, a la exhibición de bebés del doctor Couney.
—Mamá, ¿qué se siente saber que la gente pagaba por verte? —le pregunta Barbara a Lucille.
—Es raro, pero mientras yo siguiera viva, no importaba que me vieran —dice Lucille—. Para la gente era un espectáculo de fenómenos, algo que normalmente no veían.
Años después
Lucille regresó a Coney Island, en esta ocasión para ver a los bebés prematuros. “Había un hombre de pie delante de una de las incubadoras, mirando a su bebé”, recuerda Lucille. “El doctor Couney se acercó a él y le dio una palmadita en el hombro: `Mire a esta jovencita que está aquí; ella es una de nuestros bebés. Así va a crecer su hijo`.
En esa época, Martin Couney y sus trabajos eran prácticamente desconocidos, pero al menos una persona jamás se olvidará de él. “En aquel tiempo no había muchos médicos que hubieran podido hacer algo por mí”, señala Lucille. “Noventa y seis años después, sigo aquí, viva, y estoy agradecida de que así sea”.