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El inolvidable DeWitt Wallace, detrás del éxito de Reader’s Digest

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Este mes se cumplen 100 años  de los humildes inicios de la revista Reader’s Digest. Recordemos la extraordinaria historia del hombre que, junto con su esposa Lila, convirtió esta publicación en un éxito mundial.

DeWitt Wallace era un hombre tranquilo que hablaba poco en público. Sin embargo, lo hizo a través de Reader’s Digest, que se convirtió en la revista internacional más grande del mundo. En sus páginas contó más historias y llevó más información —y risas— a más lectores que quizá cualquier hombre que haya vivido.

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El escenario es Greenwich Village, en la Ciudad de Nueva York, una mañana de enero de 1922.  Es un barrio pintoresco, bohemio, donde los alquileres son bajos, y habitan artistas, poetas y escritores. Quienes se dedican a la palabra impresa acuden a esta gran metrópoli para estar cerca de los mercados literarios.

En el número 1 de Minetta Lane, dentro de una oficina ubicada en el sótano, se preparan para su envío los últimos ejemplares del primer número de Reader’s Digest; la fecha en la portada es febrero de 1922. El trabajo es supervisado por DeWitt Wallace y Lila Acheson Wallace, fundadores y coeditores de la revista. Han contratado a parroquianos del bar clandestino del piso superior para que los ayuden en esta labor.

Al final, las últimas 5.000 copias se envuelven, se les coloca la dirección, se meten en grandes bolsas y se llevan a la calle. Un taxi las trasladará a la oficina de correos más cercana, desde donde se enviarán a los suscriptores. Luego vendrán días de ansiosa espera antes de descubrir si la pequeña recién llegada es en verdad lo que el mundo desea.

Lila Acheson Wallace, de 32 años, es menuda, de cabello castaño y ojos azules. Ahora se dedica al trabajo social, pero antes de la guerra fue maestra de inglés. Es esposa de DeWitt Wallace desde hace tres meses.

Su marido —quien también llegó a conocerse como Wally—, también de 32 años, es alto y delgado y se mueve con una gracia atlética; en su adolescencia jugó béisbol semiprofesional. A los ojos de su familia es una especie de fracaso. Su padre, James, es experto en griego y rector de una universidad. DeWitt es un desertor universitario que ha pasado de trabajo en trabajo. Recién despedido de una empresa en Pittsburgh, llegó a Nueva York para lanzar su revista casera.

La publicación mide 13,9 por 19,05 centímetros. Consta de 64 páginas, incluidas la portada y la contraportada, y tiene el grosor de la mitad de un dedo meñique. Este “tamaño de bolsillo” será su primera apuesta por llamar la atención, pues significa que todo adentro está comprimido y condensado. En cuanto al contenido, consiste solo en artículos informativos y útiles, sin ficción, imágenes, color ni anuncios.

¿Atraerá a los lectores? Durante dos años, los profesionales del sector han dicho que no. Así que ahora, con la ayuda de su nueva esposa y un par de miles de dólares, gran parte de ellos prestados, el novato emprendedor improvisará por su cuenta.

Lecciones de la vida

Sus hermanos y hermanas veían a DeWitt, el tercer hijo de James y Janet Wallace, como alguien impredecible. Fue un bromista durante sus estudios en el Macalester College en su ciudad natal, Saint Paul, Minnesota, donde su padre era catedrático. Aunque sus padres hablaban de manera constante sobre las virtudes de la excelencia académica a todos sus hijos, la economía familiar era pésima. Wally decidió que algún día haría una fortuna.

Con 21 años, el joven pasó el verano de 1911 ofreciendo mapas de puerta en puerta en las zonas rurales de Oregón. El primer día únicamente vendió 12. Así que decidió hablar con vendedores veteranos en los vestíbulos de los hoteles para aprender sobre sus estrategias.

Vender era algo que apasionaba a DeWitt. Por la noche leía revistas y tomaba notas para retener ideas útiles sobre cómo salir adelante en los negocios. Al ampliar su círculo de conocidos, descubrió que podía aprender de cualquier persona con la que tuviera oportunidad de hablar.

Fue una época que vio surgir la información, cuando el cambio mismo se convirtió en la primicia de impacto del siglo XX. Los medios abrumaban a los lectores con los detalles y especulaciones más recientes. Su énfasis estaba en la rapidez. Sin embargo, muchos lectores se vieron tan arrastrados por la marea de información que no podían distinguir entre lo que carecía de sentido y los hechos que encajaban en un patrón más amplio. DeWitt consideraba que el enfoque de los diarios era vacilante y apresurado. Una revista —a medio camino entre un periódico y un libro— ofrecía tiempo para discernir lo significativo y desarrollar un tema subyacente, sin dejar de abordar lo nuevo.

También fue un período fundamental en la historia de las aspiraciones del ser humano. La superación personal era la clave y el éxito podía lograrse mediante el aprendizaje. Pero la verdad era pasajera: con los nuevos descubrimientos había que captarla y volver a asimilarla.

DeWitt, atento a las novedades de un mundo en constante cambio, devoraba revistas. Anotaba cualquier cosa que pudiera serle útil, una práctica que inició a los 19 años. Cierta vez le explicó a su padre: “Tengo tiras de papel de 7,6 por 12,7 centímetros, y cuando leo un artículo escribo todos los datos que deseo conservar o recordar en una de ellas. Por la noche, antes de ir a dormir, repaso en mi mente lo que leí durante el día; de vez en cuando, reviso mi archivo y recuerdo artículos de memoria. No veo por qué emplear el tiempo así no puede ser tan beneficioso como dedicarlo a estudiar libros”. A veces, no bastaba con una cita o con un simple resumen. En esos casos, Wally copiaba, en letra diminuta pero legible, la esencia del artículo completo, condensándolo en las propias palabras del autor.

Para DeWitt, el mundo de los negocios surgía no solo como una forma de ganarse la vida, sino como un tipo distinto de sistema educativo. El hecho de que el hijo menor de una familia académica de altos principios se dedicara a un negocio lucrativo hizo que algunos se plantearan interrogantes sobre los valores morales, ya que, para muchas personas, el progreso significaba materialismo. No obstante, para la gran mayoría, incluido Wally, el progreso material del hombre prometía una nueva era, una época de plenitud en la que todos tendrían suficiente de todo.

Esta creencia —el sueño americano— encontró apoyo en la biografía del industrial estadounidense Andrew Carnegie, uno de los hombres más ricos del mundo. Su filosofía sobre la filantropía declaraba que un empresario exitoso estaba moralmente obligado a seguir acumulando riqueza para poder distribuirla. Carnegie también conocía el valor de la lectura y su capacidad para democratizar los privilegios. Donó 60 millones de dólares para construir unas 2.500 bibliotecas en todo los Estados Unidos y el mundo de habla inglesa; en algunas de ellas, DeWitt se dedicó a leer con avidez sobre temas de los que no conocía mucho. (Cierta vez, mientras entregaba mapas, Wally se detuvo a ver un juicio en la corte. La disputa de ingenio entre los abogados le fascinó. Así que una noche lluviosa se dirigió a una de las bibliotecas de Carnegie y pidió prestado El arte del contrainterrogatorio, de Francis Wellman. Leyó todo el contenido y luego le escribió a su padre emocionado sobre la experiencia.) Para un estudiante autodidacta como este joven, un sistema diseñado para proporcionar información útil sobre casi cualquier tema a quien fuera que la buscara, era algo ideal. Él aprovechó al máximo las bibliotecas.

DeWitt asistió a la universidad, pero en la primavera de 1912 la abandonó de forma definitiva. Aceptó un trabajo en la editorial Webb Publishing Co., de Saint Paul, donde se dedicó a responder dudas sobre los libros de texto de agricultura que publicaban. Por la noche, seguía recopilando semillas de sabiduría mediante la lectura de revistas. ¿Podrían sus notas servir de base para algún tipo de medio que ofreciera consejos empresariales sintetizados y sugerencias para lograr el éxito?

Tras dejar su empleo, puso manos a la obra y meses después produjo un folleto de 128 páginas llamado Cómo aprovechar al máximo la agricultura. En él se enumeraban y describían los boletines más útiles publicados por el gobierno sobre ese tema. Luego partió en un auto Ford de segunda mano hacia un viaje de ventas por cinco estados, dirigiéndose sobre todo a tiendas y bancos de semillas que pudieran comprar grandes cantidades de su creación para obsequiarla a los agricultores. En cuestión de meses vendió 100.000 copias y pagó sus gastos. No ganó dinero, pero aprendió a editar.

Entonces tuvo una idea: podría hacer una publicación periódica dirigida no solo a los agricultores, sino a todos los lectores interesados en informarse y mejorar para salir adelante en el mundo.

Ya que necesitaba ganarse la vida hasta poder lanzar una revista así, aceptó trabajar con un fabricante de calendarios. Esto fue a finales de 1916, unos meses antes de que Estados Unidos entrara a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la gran idea ya estaba en su mente. Quizá su registro de la esencia de los artículos que leía podía servir de base para algo. Entre sus notas estaba esta: “No teman, hay un fuerte trasfondo de deseo de conocimiento. Provéanlo, y recuperarán cada dólar de material impreso”. El comentario se confirmaría en los próximos años.

El inolvidable DeWitt Wallace, detrás del éxito de Reader's Digest

“Una idea maravillosa”

Los planes fueron interrumpidos por la guerra. Durante el quinto día de la Ofensiva Mosa-Argonne, en octubre de 1918, fragmentos de metralla hirieron al sargento Wallace, de la 35 División de Infantería, en la nariz, el cuello, un pulmón y el abdomen. Un trozo de metal estuvo cerca de abrirle la vena yugular. “En ese caso”, le explicó un médico, “la única forma de detener la hemorragia habría sido asfixiándote hasta la muerte”.

Pero el afortunado joven fue bendecido con unos meses de convalecencia en un hospital del Ejército estadounidense. Capaz de caminar y cómodo en un lugar provisto de revistas, se concentró en su idea: un compendio de interés general. Leía, seleccionaba artículos y los resumía mientras los copiaba con su letra clara como un cincel.

Una vez de vuelta en Saint Paul creó una reserva de artículos selectos en la biblioteca pública durante seis meses. Reunió 31 —uno para cada día del mes, cada uno condensado en dos páginas o menos— y encargó a una imprenta varios cientos de copias de este ejemplar de muestra de Reader’s Digest. Tenía la fecha de enero de 1920. Para financiar el proyecto le pidió 300 dólares a su hermano mayor, Benjamin. Al principio, su padre rechazó prestarle una cantidad semejante, diciendo que su hijo no sabía administrar el dinero. Al final, James Wallace fue persuadido con el argumento de que los lectores estaban “ansiosos por llegar al meollo de las cosas”.

Lleno de orgullo, Wally mostró su creación por todo Saint Paul y luego la llevó a las grandes editoriales, dispuesto a obsequiarla a quien la publicara y lo contratara como editor. Todos rechazaron la idea por considerarla ingenua o demasiado seria y educativa.

Abatido, el exsargento notó que su suerte estaba en declive. Había un solo punto positivo que lo compensaba. Un día se encontró a Barclay Acheson, amigo de la universidad. DeWitt había pasado unas vacaciones de Navidad en casa de su compañero y quedó cautivado por su hermana, Lila Bell, “una chica de ensueño”. En ese momento no hubo oportunidad: ella estaba comprometida.

Durante la guerra, Lila hizo carrera ayudando a mejorar las condiciones laborales de las trabajadoras de las fábricas, y seguía en esta área. Ahora trabajaba para la Asociación Cristiana Femenina (YWCA, por sus siglas en inglés) en Nueva York. Cuando Barclay le informó que ella no se había casado, Wallace le envió un telegrama: “Las condiciones de las trabajadoras en st. Paul son espantosas. Urge una investigación inmediata”.

Por casualidad, Lila ya tenía previsto un destino temporal en Saint Paul. En su primera noche ahí, Wally le propuso matrimonio; en la segunda, ella aceptó. No fue hasta que estuvieron comprometidos que DeWitt le dio una copia de su revista de prueba. “Supe de inmediato que era una idea maravillosa”, comentó Lila tiempo después.

Aunque prevalecieron las consideraciones prácticas (ella volvió a Nueva York y él aceptó un trabajo escribiendo textos promocionales para Westinghouse Electric en otra ciudad), Wally jamás dejó de pensar en su publicación.

En 1921 lo despidieron. Esa fue la gota que derramó el vaso. Su pesadumbre lo hizo reconsiderar la brillante sugerencia que le había hecho un compañero de trabajo tiempo atrás: ¿por qué no vender la revista de forma directa a los lectores, a través del correo? De inmediato, en su máquina de escribir portátil dentro de su habitación alquilada, empezó a escribir cartas solicitando suscriptores. Buscó listas de personas: enfermeras, predicadores, miembros de clubes. De los catálogos universitarios obtuvo nombres de profesores.

El argumento de venta debía ser muy bueno, ya que lo que ofrecía existía solo en su mente. Pero añadía un compromiso provisional: la cancelación de la suscripción y la devolución del dinero, si los lectores no estaban satisfechos. Durante cuatro meses escribió y envió cartas por correo, cada una con una primera página mecanografiada de manera individual. Después, en octubre de 1921, partió hacia Nueva York, donde estaba Lila.

Juntos hicieron dos cosas: se casaron en una iglesia de la pequeña villa de Pleasantville, a 50 kilómetros al norte de la ciudad, y formaron la Asociación Reader’s Digest. Tras instalarse en un departamento de Greenwich Village, la pareja envió otro lote de cartas antes de irse dos semanas de luna de miel al norte de la región. Las respuestas a estas misivas elevaron el número de suscriptores pagados a 1.500; cada suscripción iba acompañada de 3 dólares. Tenían suficiente dinero para publicar un primer número, tal vez incluso un segundo.

Esa primera copia de la revista incluía en su artículo principal al gran inventor Alexander Graham Bell y su creencia de que la autoeducación es un asunto para toda la vida: “La principal esencia de cualquier educación verdadera es observar. ¡Observar! ¡Recordar! ¡Comparar! Esto es la base de toda forma de aprendizaje”. El texto era un fiel reflejo de la mente de DeWitt Wallace, un desertor universitario, hombre autodidacta y fundador de Reader’s Digest.

Para ayudar a pagar la impresión, Lila había subarrendado una habitación de su pequeño departamento; compartían la cocina y el baño con otra pareja. Ahora era cuestión de esperar. ¿Y si incluso un tercio de los suscriptores querían la devolución de su dinero?

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Cartas del editor

No hubo cancelaciones. Los editores se pusieron a trabajar en un segundo número. Lila conservó su empleo como trabajadora social para poder pagar el alquiler. Wally acudía diariamente a la ciudad a buscar revistas en la Biblioteca Pública de Nueva York; así no tenía que comprarlas. Resumía los artículos que captaban su atención; escribía a mano en hojas de papel amarillas, eliminaba los comentarios, recortaba la prosa e iba directo al grano.

En septiembre de 1922, los Wallace alquilaron un departamento en un garaje por 25 dólares al mes en Pleasantville. Los pedidos seguían llegando, mientras Wally continuaba enviando promociones por correo. Al final del primer año de la revista, la circulación había aumentado a 7.000 ejemplares. Necesitaban más espacio para trabajar, así que, por 10 dólares adicionales al mes alquilaron un galpón para ponis junto al garaje. Llevaron máquinas de escribir y equipo para cortar plantillas, y contrataron ayudantes.

DeWitt aún redactaba sus propios boletines de publicidad y cartas en tono personal. Hasta rotuló algunos sobres a mano. Su enfoque de correo directo establecía una conexión personal, una especie de compañerismo entre el editor y el lector. La carta publicitaria que este recibía era del hombre que había desarrollado el compendio, pidiéndole que se suscribiera por su propio bien. Otros lanzamientos de la época se dirigían a millones de lectores. La novata Reader’s Digest le hablaba al individuo, y así logró superar a todas las demás.

Cuando empezaron a sentirse prósperos, los coeditores iban a algún lugar para escapar de las interrupciones. En un maratón de trabajo de entre 7 y 10 días, preparaban el siguiente número. Se alojaban en habitaciones de hotel contiguas; él trabajaba en una y le pasaba a Lila las revistas para que las leyera en la otra. Con el fin de evitar distracciones, se comunicaban con notas que deslizaban debajo de la puerta. DeWitt conservaba todos los mensajes de su esposa. Este lo garabateó ella en un bloc del hotel St. Regis de Nueva York: “He cubierto 12 números de cada una de estas revistas, cariño, ¡y soy una nena cansada! Espero que haya algo útil. Ven y dame un beso de buenas noches”.

Una vez durante esos primeros años, cuando él se fue de viaje, Lila escribió: “¡Aprovecha al máximo este viaje, querido, porque no estoy del todo segura de dejarte ir otra vez sin mí! Te veías tan dulce y atractivo mientras te alejabas en el auto que estuve a punto de perder el valor y no cumplir mi promesa de no llorar ni siquiera un poco”.

Wallace se fijó como objetivo inicial obtener 5.000 suscriptores. Eso le permitiría ganar 15.000 dólares al año, lo suficiente para cubrir los gastos y llevar una vida cómoda en 1922. Incluso podrían viajar, llevándose el número con ellos para trabajar en él a voluntad. Mas al cabo de cuatro años, la tirada de Reader’s Digest había alcanzado las 20.000 copias. Luego, en los siguientes tres años, se disparó a 216.000.

A medida que la revista crecía, los Wallace empezaron a alquilar pisos enteros en varios edificios de oficinas en Pleasantville. Un día, Ralph E. Henderson, de 26 años, se presentó en el despacho del galpón para ponis en busca de un empleo. Así describió él al DeWitt Wallace que lo contrató: “Escucha mucho más de lo que habla. Pero sus ojos rápidos son la clave de su inquietud, energía y curiosidad. Todo el trabajo editorial se realizaba en la sala de estar, donde Wally tenía su escritorio. Ahí leía cerca de 40 o 50 revistas, seleccionaba unos 30 artículos y los condensaba con esmero. Así funcionaba: directo del artículo de la revista marcado con lápiz, a las hojas amarillas mecanografiadas para la imprenta. Cada fragmento de un número tenía que pasar por su propia máquina de escribir portátil marca Corona. En la misma habitación, Lila tenía su piano, que tocaba seguido. El chasquido de la Corona y las notas de Blue Room solían llegar mezcladas a la cercana oficina del estudio donde yo trabajaba”.

Era como la visión de un libro de cuentos: una joven pareja, sin necesidad de tomarse de la mano para estar enamorada, iba camino a un éxito asombroso.

En 1930, cuando me incorporé a Reader´s Digest, la compañía consistía en una docena de personas dentro de un espacio reducido en el último piso de un edificio bancario. Abajo estaban las vías del tren; cada hora, más o menos, el sereno ambiente se veía perturbado por el rugido de las locomotoras de vapor. Mi trabajo consistía en ayudar al jefe a tratar con los escritores y conseguir más artículos originales.

Un sábado de 1935, mientras manejaba, Wally se salió de la ruta y dañó su automóvil. El operador de la grúa le habló de otros accidentes que había visto y de los cuerpos sin vida que habían sacado de esos choques. Tras reflexionar, el editor decidió que si podía hacer que los lectores vieran con espeluznante detalle la masacre que se producía en las carreteras, quizá mejorarían sus hábitos de manejo.

Le encomendó a un joven escritor llamado J. C. Furnas que hablara con la policía y los patrulleros de carreteras y obtuviera informes gráficos de testigos de las escenas de los accidentes “más graves”. El artículo que apareció en la edición de agosto de 1935 fue un éxito de ventas. A pesar de las vísceras y los hechos sangrientos que mostraba, tenía dignidad. Se enviaron 5.000 pruebas de “Una muerte repentina” a periódicos y otras publicaciones, con permiso para reimprimirlo, a fin de llegar al mayor número posible de conductores antes del siguiente fin de semana largo. El texto apareció en los diarios de todas las grandes ciudades estadounidenses y en muchos otros semanarios. Se leyó y discutió en la radio, en escuelas, iglesias y clubes de comida. La demanda de reimpresiones del artículo continuaría durante dos décadas. Fue, sin duda, el reportaje más leído jamás publicado hasta ese momento.

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La fortuna les sonríe

La mayoría de las personas del mundo editorial consideraban a Wallace como un editor de refritos que publicaba una pequeña revista de reimpresión. No obstante, este hombre callado y desconocido había producido un artículo que sacudió a la nación. Junto con la envidia, despertó la sospecha de un genio editorial. A partir de ese momento, los artículos originales se convirtieron en un componente fundamental de Reader’s Digest. Historias sobre los peligros del fascismo y el comunismo, los riesgos de los cigarrillos y las drogas, y denuncias sobre conducir en estado de ebriedad y el despilfarro del gobierno, llegaron a ser el sello distintivo del periodismo de investigación de este medio.

Para 1936, la circulación de Reader’s Digest era de 1,8 millones de copias, la mayor alcanzada por una revista que costaba 25 centavos (a excepción de Good Housekeeping). Sin ingresos por publicidad, la “universidad de bolsillo” había generado a sus propietarios 418.000 dólares el año anterior. El responsable no solo era un editor creativo, sino también un mago de las finanzas.

Aunque DeWitt incluyó el nombre de Lila antes del suyo como editora, ella tenía poco interés en el trabajo de redacción. Pero la capacidad de la mujer en el mundo del arte y la decoración igualaba a la de su esposo en el ámbito de las palabras y las ideas. Ella asumió la responsabilidad de mandar construir una nueva casa en una finca con suficiente espacio para albergar un campo de aterrizaje. (A Wally le encantaba pilotar un avión de cuatro plazas, que acabó donando a Canadá como ayuda para el esfuerzo bélico de Gran Bretaña.) Y cuando la operación de Reader’s Digest dejó de ser viable en cuatro locales rentados, a partir de 1937 Lila supervisó la construcción de nuevas oficinas en un terreno de 32 hectáreas ubicado en un campo cercano a Pleasantville. También se encargó por completo del paisajismo y el interiorismo del lugar. El mobiliario incluía antigüedades y obras de arte originales.

Después siguieron las ediciones internacionales y otros productos de Reader’s Digest, entre ellos libros. En 1955, la revista se abrió a la publicidad (únicamente después de sondear a los lectores, quienes estuvieron de acuerdo con el cambio). Los beneficios aumentaron. En 1980, la riqueza conjunta de los Wallace se calculaba en 500 millones de dólares.

Al no tener hijos, a la pareja no le interesaba formar una dinastía; en cambio, se volvió una leyenda de las donaciones. Regalaron millones de dólares a escuelas y crearon un fondo de viajes de investigación para estudiantes de periodismo. Donaron cerca de 2 millones de dólares para restaurar la sala de publicaciones periódicas de la Biblioteca Pública de Nueva York, donde DeWitt alguna vez copió artículos a mano. La biblioteca le puso su nombre a este espacio.

En 1941, cuando la compañía recibió utilidades por 71.040 dólares tras publicar una antología, Wally repartió el dinero entre 348 empleados. La gratitud que expresaron le hizo tomar conciencia de su influencia, y siguió con esta costumbre. Por ejemplo, en 1976 se puso de pie en una fiesta de la empresa y dijo: “A Lila y a mí nos desagrada actuar de manera impulsiva y unilateral, sin esperar a la próxima reunión de la junta directiva, pero…”. Luego dio un aumento sorpresa a los 3.300 empleados.

Wally publicó varios artículos sobre Outward Bound, un curso educativo con un programa de actividades al aire libre para fomentar la confianza en los jóvenes. En cierta ocasión, DeWitt metió un sobre en el bolsillo de Joshua Miner, presidente de dicha organización en los Estados Unidos. “Dentro había una carta y un cheque por un millón de dólares”, asegura Miner.

Lila se volvió más conocida como mecenas de las artes. El Museo Metropolitano de Arte de Nueva York recibió más de 50 millones de dólares de un fondo creado por ella. Hizo arreglos para que siempre hubiera flores frescas en el gran salón del lugar, un ejemplo de su deseo de combinar la belleza de la naturaleza con la cultura.

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Horizontes de esperanza

A pesar de toda su riqueza y poder, DeWitt Wallace se consideraba un hombre común. Pero se destacaba por su intensa curiosidad y su inigualable capacidad de trabajo. Tenía montañas de material que revisar. Leía con gran concentración, tomaba decisiones con rapidez y se las arreglaba para despejar su escritorio y cumplir siempre con los plazos previstos.

Cada vez que viajaba, traía a casa tarjetas postales para usarlas en Navidad. Escribía cada una a mano e incluía un cordial mensaje personal. Las postales iban dirigidas a escritores, agentes, editores y algunos miembros del personal (a quienes felicitaba por un logro particular conseguido durante ese año). Fue una práctica que siguió por décadas. Se tomaba el tiempo con un cronómetro y establecía un promedio por hora para competir contra él mismo. ¡Cierta temporada navideña envió 800 tarjetas!

Wally siguió creyendo que el camino del mejoramiento humano se extendía hacia el futuro. Esta convicción lo hizo tomar muchas decisiones editoriales que le permitieron responder con honestidad. La información presentada en un estilo convincente, que fomentaba las esperanzas de la gente y ampliaba los horizontes, era lo que lo entusiasmaba. Al fundar su revista no hizo cálculos ni encuestas sobre lo que el público quería leer. Solo sabía lo que a él le interesaba. Las opiniones expresadas en Reader’s Digest representaban en gran medida las de Wallace.

En 1973, a los 83 años, Wally y Lila se retiraron. Él siguió en contacto, aunque se le veía con menos frecuencia por las oficinas. Cuando, en 1976, un periódico se refirió al “difunto DeWitt Wallace”, él envió esta nota a sus empleados: “Aquí estamos Lila y yo en el glorioso ‘Más allá’, mirando por encima de sus hombros y aplaudiendo el trabajo que realizan, como lo hicimos en nuestra encarnación anterior”.

Las tarjetas de Navidad de 1978 no fueron firmadas a mano. DeWitt escribió a máquina: “Mi visión de cerca se ha deteriorado en los últimos meses. Me cuesta trabajo leer mi propia letra. Por lo tanto, me he abstenido de imponerles una nota personal, algo que disfrutaba hacer”. Aunque él solía creer que los problemas tenían solución, al fin se encontró con algunos contra los que no podía hacer nada.

Todavía hubo momentos en los que su juventud reapareció. A los 88 años logró que Josh Miner, de Outward Bound, lo ayudara a organizar una expedición por los ríos Green y Colorado. Reclutó a un grupo de hombres de más 70 años para que descendieran los rápidos con él. Pero las rachas de energía eran cada vez menos y el 30 de marzo de 1981 DeWitt murió a los 91 años. Lila vivió tres años más.

Durante los últimos años de Wally sentí una especie de nostalgia por el pasado, cuando todo estaba por venir. Recordaba aquellas tardes en las que ambos salíamos de la oficina ubicada sobre las vías del tren y manejábamos hacia donde se construía el nuevo edificio de la empresa. Con cada visita, su indiferencia inicial se convertía en un orgullo casi juvenil por la construcción.

A poco de su muerte encontré el fragmento de un verso japonés, un haiku traducido. Me habló como lo hace la música y expresó lo que yo no podía:

 

“Un trino que desciende…

¡Pero mira! La alondra que canta esa canción ha desaparecido” *.

 

La aflicción no aporta mucho y la debilidad no marca el final. Millones de personas en el mundo siguen llenándose de inspiración con la revista que DeWitt Wallace creó. La alondra desapareció, pero no la canción. 

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