Conocé la historia y el labor del doctor Ricks en Etiopía.
En Etiopía hay un médico por cada 40.000 personas y nunca hay medicamentos suficientes. En un país con un ingreso per cápita anual de 220 dólares, los tratamientos modernos están reservados para los ricos. Pero en la Misión de la Madre Teresa en Addis Abeba, el doctor Rick Hodes, de 55 años, se dedica a curar a los pobres. “Me gusta ayudar a los más necesitados”, dice. Oriundo de Nueva York y egresado de la Universidad Johns Hopkins, Hodes atiende gratuitamente a 20 niños y adultos todos los días. Muchos de ellos viajan cientos de kilómetros desde aldeas aisladas hasta su clínica de un solo cuarto, donde hace milagros para darles lo que necesitan.
Si sus pacientes requieren fármacos especializados, no para hasta conseguirlos, al igual que operaciones gratuitas en el exterior. A los chicos que requieren cuidados especiales los aloja en su propia casa (de tres habitaciones, y tres más en una construcción anexa) o en otra cercana que alquila. Algunos son niños abandonados que viven en la calle; otros provienen de familias que no los pueden alimentar. Además de proporcionarles atención médica, Hodes supervisa la educación de los niños y consigue donadores que paguen ambos servicios.
Y lo más notable de todo es que este hombre soltero ha adoptado a cinco niños etíopes. En 2001 incluyó a dos huérfanos (Semegn, ahora de 19 años, y Dejene, de 15) en su seguro de gastos médicos para que pudieran ser operados en Texas. “La decisión no era nada fácil, así que lo pensé por unos días”, recuerda. “La respuesta que recibí fue esta: ‘Dios te está dando la oportunidad de ayudar a estos chicos. Nunca digas no’”.
Especialista en cáncer, cardiopatías y trastornos vertebrales, Hodes trabajó por primera vez en Etiopía como médico voluntario durante la hambruna de 1984. Regresó como becario Fulbright, y en 1990 fue contratado por el grupo humanitario Comité Estadounidense Judío de Distribución Conjunta (JDC, por sus siglas en inglés) para que se encargara de evaluar la salud de judíos etíopes que querían emigrar a Israel. Descubrió la Misión de la Madre Teresa mientras buscaba a un adolescente a quien atendía por una afección cardíaca y que desapareció del hospital por no poder pagar. Hodes lo encontró en la misión; se ofreció como voluntario y pronto pasaba tanto tiempo allí como en su trabajo remunerado.
Hasta hace dos años, financiaba su labor en la misión con ingresos propios o consiguiendo donativos. Aunque ahora el JDC lo ayuda a recaudar fondos, Hodes sigue recurriendo a su bolsillo cuando algún paciente necesita dinero para viajar en ómnibus o para comer; les compra betún para zapatos a los chicos que se mantienen lustrando calzado, y le paga el alquiler de la casa a una mujer viuda cuya hija requiere múltiples operaciones de columna vertebral. “Rick pudo haber vivido muy bien ejerciendo su profesión en los Estados Unidos, pero decidió hacer algo mucho más difícil”, dice el doctor Irving Fish, neurólogo de la Universidad de Nueva York, quien hace poco visitó la misión. “Es completamente desinteresado. En verdad nunca he conocido a nadie como él”.
Hodes prescinde de comodidades comunes como el agua caliente y la energía eléctrica, y ha renunciado a la posibilidad de encontrar una compañera con quien compartir su vida y su trabajo. Pero él no lo considera un sacrificio. Como dice su pasaje preferido del Talmud, el libro sagrado del judaísmo: “Salvar una vida es como salvar al mundo entero”.
HABILIDAD PARA IMPROVISAR.
La clínica carece de una pantalla luminosa para examinar radiografías, así que Hodes sale al patio y las revisa a contraluz. El neurólogo Irving Fish, de la Universidad de Nueva York, quien ha visto a Hodes en acción, comenta: “Es muy agudo para diagnosticar. Lo hace sólo con su estetoscopio, su cerebro y su corazón”.
SALVADO DEL CÁNCER.
Mohamed (en el patio trasero del doctor Hodes) perdió la pierna derecha a causa de un cáncer óseo, y otro adolescente, Temesgen, se quedó sin pierna izquierda. Hodes alojó
en su casa a ambos para supervisar la quimioterapia, y pronto se enteró de que calzaban el mismo número. “Los llevaba a comprar zapatos y resultaba muy divertido”, cuenta, con ese sentido de lo absurdo que le ha permitido afrontar las desgracias, entre ellas la reciente muerte de Temesgen, luego de tres años de tratamiento en Washington, D. C. “Lo más difícil fue tener que decírselo a su familia”, recuerda Hodes. Con todo, lo consuelan los resultados de Mohamed: hoy día tiene 16 años y se ha curado.
UNA NUEVA VIDA.
Zewudie, cuyo padre vendió una oveja en 22 dólares para poder llevar a su hijo a Addis Abeba, tenía la columna vertebral desviada en un ángulo de 90 grados a causa de la tuberculosis. La presión sobre las costillas le dificultaba respirar, y le rezumaba pus de los tejidos infectados. Se fue a vivir a casa de Hodes, quien consiguió 10.000 dólares de donadores privados para que operaran al muchacho en Ghana. Hoy, a sus 16 años, Zewudie tiene la espalda recta y quiere ser médico. “Es un chico increíble”, dice Hodes, quien hace poco llevó a Zewudie a Nueva York. “Pronunció un discurso en una cena con fines benéficos y recaudó cerca de un millón de dólares”.
SIEMPRE HAY LUGAR PARA MÁS.
Hasta 20 niños llegan a vivir con Hodes en un momento dado. Entre los que aquí comparten una pizza están su hijo adoptivo Mesfin, de 12 años (primero de la izquierda), quien padece de deficiencia de la hormona del crecimiento, y Balemlaye, de 9 (derecha, en primer plano), hermana menor de Zewudie. Hodes recuerda: “Su padre vino a verme y me dijo: ‘Doctor Rick, está educando a mi hijo. ¿No podría educar también a mi hija?’” Hodes aceptó y la niña se unió al hogar.