Un ataque de apoplejía devastador, varios años de desesperanza, y después, una idea brillante… La adversidad puede convertirse en la puerta a un mundo de posibilidades, que nunca se hubiera descubierto sin atravesar la desventura.
En lo alto de un largo y sinuoso camino llamado Page Mill Road, donde los kilómetros se recorren lentamente, hay un sendero para autos que se extiende por arriba de Silicon Valley, en el norte de California. Al final del mismo hay una casa y, adentro, un hombre: Henry Evans, quien yace en una cama. Permanece allí entre 18 y 24 horas al día; a veces lo llevan al baño, o lo sientan en una silla de ruedas. Pasa algunos momentos de la semana en el jardín, pero casi todo el tiempo está aquí, con la cabeza erguida y el resto del cuerpo inmóvil bajo las mantas.
Así han transcurrido más de 12 años de la vida de Henry. Aunque este hombre es capaz de mover la cabeza y un poco un dedo de la mano izquierda, tiene paralizado el resto del cuerpo. Y aunque ocasionalmente suelta una carcajada o solloza, ha perdido la capacidad de hablar. Sin embargo, Henry siente todo: tiene picazón, si bien no puede rascarse, y percibe el dolor y la presión en la piel, aunque nada puede hacer para aliviarlos.
Sus ojos tienen una expresión serena, casi alegre, y los mueve hacia los lados con coquetería cuando quiere agradar a las personas. Por momentos los entorna y mantiene fija la mirada para conectarse con el mundo distante, ya que, dentro de su cabeza, hay una mente que conserva toda su funcionalidad y lucidez.
Henry utiliza varios métodos para comunicarse. Un pestañeo con el ojo izquierdo indica que tiene picazón y quiere que lo rasquen. Parpadear dos veces seguidas significa “gracias”. Dirigir la mirada hacia el techo es la señal para que le acerquen su tablero alfabético, un rectángulo de plástico translúcido en el que hay distribuidas varias series de letras: ABC en la esquina superior izquierda; DEF en el centro de la parte superior; GHI en la esquina superior derecha, etc.
Jane, la esposa de Henry, sostiene en alto el tablero y, siguiendo la mirada de su marido, pronuncia las letras que él le señala con los ojos para formar las palabras. Por lo general, ella completa cada palabra a la tercera o cuarta letra.
“P, U, B, L…”
—Publiqué —dice Jane.
“U, N, A, N…”
—Una nota.
“Y, D, O, S, P…”
—Y dos personas…
Así empieza a contarme algo Henry una noche a través de Jane. Es sobre una nota que publicó en su sitio web. Con la ayuda de su esposa, articula su mensaje rápidamente. Luego, Jane deja el tablero a un costado y se inclina. Henry dirige la mirada al sitio donde estaban las letras y sigue “señalándolas”. Jane también ha memorizado el tablero y va pronunciando las palabras. Así, entre los dos, forman frase tras frase.
La historia de Henry está íntimamente ligada a la de Jane. “Ella y yo somos una persona”, dice en son de broma, “pero aún nos falta decidir si somos un varón o una chica”. Jane irradia calidez y optimismo. Ríe con facilidad, y Henry dice que ella le ha alargado mucho la vida. Se pusieron de novios en el secundario y se casaron antes de cumplir los 25 años. “Fue algo mágico”, dice Jane al recordar su primer baile con Henry. Aunque mide unos 30 centímetros menos de estatura que él, Jane se las ingenia para sacarlo de la cama y acomodarlo en la silla de ruedas. Lo da vuelta cuando hace falta para reducir la presión en su cuerpo y le da de comer. A veces, cuando desean abrazarse, Jane ayuda a Henry a rodearla con los brazos, lo sostiene y deja que se incline para sentir la presión de su peso.
En 2002, Henry llevaba una vida plena. Se encontraba en buena forma física e imponía con su presencia. Era director financiero de una empresa próspera. Jane le había dado cuatro hijos. Ocho meses antes habían comprado su primera casa, una bella propiedad en Los Altos Hills. A Henry se le daba el trabajo manual y quería renovar la casa. Tenía 40 años y un futuro que parecía promisorio.
Una mañana de agosto, antes de ir a trabajar, subió a los niños a su auto para llevarlos a la escuela. Mientras manejaba, notó que su campo de visión estaba reduciéndose y que tenía dificultad para hablar; aun así, se concentró en el camino, dejó a los chicos en la escuela y volvió a la casa.
Tras recorrer casi 10 kilómetros cuesta arriba llegó a casa y entró en ella dando tumbos. Le dijo a su esposa que solo necesitaba recostarse y descansar un poco. Jane respondió que era mejor ir a un hospital, y Henry volvió al auto a tropezones.
Una vez en la sala de urgencias, perdió la movilidad del brazo derecho. Le dijo a Jane que tenía mucho miedo, y entonces cayó en coma.
Al principio los médicos pensaron que Henry podría tener meningitis. Descubrieron luego que un defecto congénito había desencadenado la aparición de síntomas parecidos a los de la apoplejía. Conectaron a Henry a un aparato de soporte vital y, dos semanas después, cuando salió del coma, vieron que no podía hablar ni moverse. Jane observó que su esposo la seguía con la mirada.
“Me di cuenta de que solo podía mover los ojos”, escribe Henry. “Mi padre me dijo que había perdido la función motriz, y entonces supe que estaba preso en mi propio cuerpo”.
Al principio Henry no podía respirar sin ayuda. Le hicieron una traqueotomía, le colocaron una sonda de alimentación y empezaron a suministrarle unos 25 medicamentos. Parpadeaba dos veces para decir “sí”, y una vez para decir “no”. De milagro estaba vivo, pero su mente y sus sentidos estaban intactos.
Cuatro meses después, Jane y Henry regresaron a casa. Aunque él había recuperado la capacidad de mover un dedo y controlar un poco el cuello, le costaba trabajo pensar en cómo iba a vivir. Pasó los tres años siguientes hablando con Jane sobre la posibilidad de pedirle algún día que lo ayudara a suicidarse. “Por alguna razón Dios te permitió conservar la mente y seguir con vida”, le contestó ella cierta vez. “Son dos regalos maravillosos, y los damos por sentados todos los días. Lo más difícil para vos en este momento es descubrir por qué te dejaron aquí, en el planeta Tierra. Tenés un propósito”.
Pocos años después, un programa de televisión ayudó a Henry a cambiar su visión de la vida. Se trató de una entrevista a Charlie Kemp, profesor del Instituto Tecnológico de Georgia (ITG), quien estaba hablando sobre su colaboración con el ahora desaparecido laboratorio de investigación en robótica Willow Garage, en Menlo Park, California, y su robot, el PR2. De inmediato, Henry reconoció el potencial de los autómatas para ayudar a vivir a las personas aquejadas de una discapacidad grave.
Como Henry, muchas personas dependen de sus cuidadores humanos para poder realizar las actividades de la vida diaria: comer, bañarse, moverse, afeitarse e incluso rascarse. Los robots, en cambio, tienen el potencial de servir como extensiones o reemplazos de partes corporales.
Tras haber vivido varios años con tetraplejía, Henry sabía bien qué usos prácticos podrían tener los robots. Usando un sensor que percibe pequeños movimientos de la cabeza y los traduce en desplazamientos de un cursor, envió mensajes electrónicos a Steve Cousins, el entonces presidente y director ejecutivo de Willow Garage, y a Charlie Kemp.
Luego de varias conversaciones por correo electrónico, surgió un proyecto de colaboración entre Henry, Jane, Willow Garage y el ITG, a través de su Laboratorio de Robótica Aplicada a la Atención Médica, cuyo fin era usar robots para emular funciones corporales de personas aquejadas de discapacidades graves. Henry llamó al proyecto Robots para la Humanidad y publicó la siguiente descripción del proyecto en el sitio web de Willow Garage: “Se trata de utilizar la tecnología para ampliar nuestras capacidades, contrarrestar nuestras debilidades y permitir que los discapacitados se desempeñen lo mejor posible”.
Una de las primeras tareas que Kemp y Cousins les asignaron a Henry y a Jane fue identificar las actividades en las que el robot sería más útil. Rascarse y afeitarse ocuparon los primeros sitios en la lista que los esposos hicieron. Entonces Kemp y Cousins diseñaron un programa que permitía a Henry usar su sensor de movimientos de cabeza y una computadora para controlar al robot, y con ayuda de este consiguió rascarse la cara por primera vez en diez años.
En cuanto a la tarea de afeitarse, concluyeron que iba llevar un poco más de práctica. Gracias a un programa informático diseñado principalmente por Kemp, Henry logró manejar el robot a distancia por medio de la computadora. Luego, cuando llegó el momento de probar la tecnología para afeitarse, el profesor aceptó hacer de conejillo de Indias.
Muy pronto, una mañana, Kemp se sentó muy quieto en su laboratorio del ITG y observó cómo el robot, controlado por Henry desde California, se acercaba a su rostro (llevaba tres días sin afeitarse). El robot sostenía una máquina de afeitar eléctrica, y Kemp aferraba con una mano un pequeño control provisto de un botón rojo de desactivación de emergencia. La prueba fue todo un éxito.
A media tarde de ese día, el profesor, que para entonces lucía perfectamente afeitado, envió a sus colaboradores un mensaje electrónico que decía: “Tengo una sospecha: que el hecho de que una persona tetrapléjica controle desde el otro lado del país un artefacto móvil para ayudar a otra a afeitarse representa un hito en la historia de la robótica”.
Kemp había llegado a una conclusión importante: el experimento demostraba que las personas aquejadas de discapacidades motoras pueden manejar robots desde lugares remotos para realizar tareas físicas, tal vez a cambio de un pago. En la visión del profesor, esta tecnología también permitiría a los discapacitados ayudarse mutuamente desde lejos.
Poco después del primer ensayo con Kemp, Henry se afeitó solo.
Es 20 de noviembre de 2013 y el teatro Sidney Harman Hall, en Washington D.C., está repleto. Hay casi 5.000 kilómetros de distancia entre este recinto y el hogar de Henry y Jane, en Los Altos Hills. Una persona presenta a Henry, quien se dispone a hablar sobre la nueva tecnología. Se oyen aplausos, y entonces un robot entra rodando en el escenario. En un monitor que lleva éste en la parte superior aparece el rostro de Henry, quien se encuentra en California. El público guarda silencio.
Un dispositivo parlante lee lo que Henry está tecleando, y éste opera el robot a distancia con el sensor de movimientos de cabeza. Henry “habla” (tanto en el escenario del teatro como en su hogar, junto a su esposa), y demuestra ante los concurrentes que es capaz de hacer volar un dron a control remoto.
“Desde cierto punto de vista, todos los seres humanos tienen alguna discapacidad”, señala Henry ante el público. “Como seres humanos nos hemos adaptado al medio ambiente a través de la evolución. Desarrollamos la vista, el oído y el habla; no obstante, estos mecanismos son muy limitados. No podemos correr a más de 40 kilómetros por hora; tampoco podemos volar, ni permanecer sumergidos en el agua para siempre. La naturaleza ha impuesto distintas limitaciones a todos los seres humanos.
”Yo perdí algunas de las adaptaciones naturales que me concedió la evolución, pero conseguí adaptarme de manera similar a como ustedes se han adaptado a las limitaciones que les impuso la naturaleza.
”La próxima vez que vean a un discapacitado, recuerden que ustedes utilizan dispositivos auxiliares tanto o más a menudo que esa persona. Pero eso no los hace menos. Sus discapacidades no les restan valía como seres humanos, y a mí tampoco”.
Cuando termina de decir esto, el público lo ovaciona de pie.