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3 enseñanzas de un enfermo de cáncer

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Cuando el destino nos juega una mala pasada y nuestra propia salud está en juego, la vida nos da enseñanzas que nos servirán para siempre.  

Yo solía preguntarme qué se sentiría tener cáncer. Descubrir de pronto que llevás en el cuerpo algo que te devora, que crece como una masa horrenda dentro o alrededor de tus órganos o huesos, andar tan campante por la vida sin saber que las entrañas están traicionándote. Sin embargo, no esperaba enterarme de tener cáncer, o al menos no hasta después de varias décadas. Siempre he sido saludable y fuerte. Practico yoga bikram y nado dos kilómetros diarios en una bahía cercana a mi casa, en Sydney, Australia. Además de cuidar a mis dos hijos pequeños, soy conductora de un programa de televisión y escritora.

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Pero ahora lo sé: se siente como el embarazo. Un tumor que crecía en silencio dentro de mí se infló en un fin de semana y agrandó mi vientre. ¡Era tan extraño!

En los meses previos me había sentido hinchada, y la ropa me apretaba. Me sentía exhausta, pero mi médica lo atribuía a mi carga de trabajo. Luego, un sábado de junio, me dio un dolor tan insoportable, que terminé en el hospital.

El diagnóstico

El presunto diagnóstico era terrible: cáncer avanzado de ovario.

—Debo ser franco con usted, Julia —me dijo un cirujano cuando le pregunté si el tumor podría ser benigno—. Todo indica que es muy grave. 

Pasé dos semanas esperando la operación, sin saber si llegaría con vida al final del año. El mundo se reduce mucho cuando uno recibe un diagnóstico así; de pronto, muy pocas cosas importan. Se lo conté a mis familiares y a algunos amigos íntimos; luego, me aislé. Todos los días, a primera hora de la mañana, me despertaba temerosa y contemplaba la muerte antes de levantarme para llevar a mis hijos a la escuela. Estaba untando manteca en sus sándwiches del almuerzo cuando el cirujano llamó para decirme que parecía que el cáncer se me había extendido al hígado. Me mordí un labio, corté los sándwiches y llevé a los niños a la escuela, tomándolos de la mano con fuerza.

Unos días antes de la operación, apagué mi teléfono y la computadora. Recé tanto, que estaba inusualmente tranquila. Me sentía como una flor cerrándose en sí misma, apretándose, preparándose para la noche. 

Un diagnóstico de cáncer produce una impotencia peculiar, solitaria. No se puede revertir ni borrar, aunque uno corra 1.500 kilómetros o saque la mejor calificación en un millón de exámenes. La única solución es la cirugía.

La intervención duró cinco horas. Me extirparon el tumor entero, pero fue más complicado de lo previsto. Estuve ocho días en terapia intensiva. Estaba tan narcotizada, que tenía alucinaciones: un músico de reggae se sentó en mi cama, sin decir nada; mi hermano mayor tenía tres cabezas, y a veces llovía alrededor de la cama. Me encariñé mucho con las enfermeras y con los cirujanos, que estaban muy contentos porque el tumor no resultó maligno. El tipo de cáncer que tuve es muy raro; puede reaparecer, pero no es agresivo y tiene una tasa de supervivencia mucho más alta. Mi pronóstico es bueno, pero tendré que vivir con el miedo a que el cáncer vuelva. Esta semana, mis análisis de sangre salieron libres de cáncer. Sin embargo, la cicatriz me recorre todo el tronco; siento que me cambiaron para siempre. Va a ser una sensación extraña volver a la normalidad.

Cuando salí del hospital, me pareció que todo el mundo vivía agobiado por preocupaciones inútiles. Fruncía el ceño ante las quejas que leía en las redes sociales: gente que estaba engripada, enfurecida con los políticos o abrumada por el trabajo. Yo quería gritarles: “¡Pero tienen vida! ¡Están vivos!” Cada día es una gloria, sobre todo si estoy de pie y puedo moverme sin dificultad, sin dolor.

Aún trato de entender lo que significa todo esto, pero en este corto lapso tres verdades ancestrales se han hecho muy palpables para mí.

Primera verdad:

el sosiego y la fe pueden brindar una fuerza extraordinaria; en cambio, la angustia agota. Me parecía falsa la imagen del guerrero “valiente” que a menudo se asocia al cáncer. Yo no quería guerras, batallas, ni tumultos; simplemente, le imploraba a Dios, y creo que lo que descubrí es muy parecido a lo que los antiguos filósofos griegos llamaban ataraxia, una calma emocional de la que surge una fortaleza asombrosa.

Foto: Shutterstock

 Segunda verdad:

tal vez te haya tocado tratar de confortar a personas invadidas por el miedo, pero cuando es uno el que vive asustado, aquellos que acuden a secarte la frente, que tratan de hacerte reír, que te distraen contándote chistes bobos, que cocinan para uno o que viajan 20 horas solo para abrazarte, se vuelven aliados invaluables. La familia lo es todo.

Foto: Shutterstock

 Tercera verdad:

no deberíamos tener que retirarnos a los bosques a “vivir deliberadamente” como el escritor y filósofo Henry David Thoreau. Sería imposible y francamente agotador vivir cada día como si fuera el último. Pero dictar un testamento y nombrar a niños pequeños como beneficiarios es algo que paraliza el mundo.

Foto: Shutterstock 

Mi médica me preguntó hace poco cómo había logrado tranquilizarme tanto antes de la operación. Le dije que recé, bloqueé el pesimismo y el drama y me rodeé de mi familia, gente práctica con un corazón inmenso; o sea, traté de vivir deliberadamente.

—Eso es justo lo que uno debe hacer el resto de su vida —replicó.

Julia Baird ya ha vuelto a su trabajo en la televisión. En noviembre pasado se publicó una biografía de la reina Victoria de la que es autora.  

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