Si usted cree en los espíritus, fantasmas y en las almas en pena, se va a estremecer con esta nota.
Un espectro fantasmal en el salón de belleza
Sheena Carmichael
—No es nada. Hace varios años que trabajo aquí y nunca vi nada raro —dijo con firmeza Joanne Robson, de 35 años, una de las estilistas de mi salón de belleza.
Se refería a que los ruidos de pisadas, los cepillos que desaparecían y los susurros de sus nombres que las aprendices oían cuando estaban solas nada tenían que ver con fantasmas. Sin embargo, mis demás empleadas y yo estábamos seguras de lo que habíamos experimentado desde que abrí el salón Jazz en la calle Frederick de South Shields, Inglaterra, en 1997.
En una oportunidad, un envase de fijador en aerosol se movió frente a mis ojos en el tocador mientras le cortaba el cabello a una mujer. Otras clientas a veces salían de los cubículos de terapia estética y decían: “No sabía que también atendían hombres aquí”. Yo les respondía que no teníamos clientes varones.
Entonces, ¿de quién era la voz masculina que todas ellas aseguraban haber oído hablar en susurros?
—Muy bien. Entonces, quiero que te quedes aquí un rato sola esta noche y veas qué pasa —desafié a Joanne.
Más tarde, Joanne estaba acostada bajo la cubierta de una de las camas solares cuando de pronto los postigos de las ventanas del salón se cerraron con fuerza. Luego oyó un golpe fuerte sobre la cubierta y dio un respingo. ¡Explotó!, pensó asustada. Pero la cama estaba bien, excepto por una abolladura en la cubierta. En el suelo había un frasco de crema de belleza. Alguien debe de haberlo tirado, se dijo.
—¿Quién está ahí? —preguntó, y corrió a la sala principal.
Estaba vacía…
Una semana después, otra vez se quedó sola en el salón por la noche. El secador de ropa, que sólo funcionaba con la tapa bajada, se encendió de repente. Joanne corrió a la calle y tuvo que llamar por teléfono a su padre para que fuera a cerrar el local.
Pronto se corrió la voz entre las clientas sobre lo que Joanne había visto y oído.
—No sé si usted lo sabe, pero alguien murió aquí —me contó una de ellas—. Hasta los años 50, este edificio fue una pensión y taberna para trabajadores. Un empleado de almacén cayó por las escaleras del sótano y se desnucó.
La piezas del rompecabezas empezaban a encajar. En varias ocasiones habíamos oído tintineos de vasos, y a una clienta le habían dicho “Afuera” mientras se dirigía al baño, cerca de las escaleras del sótano, que estaban bloqueadas. Otra clienta que era espiritista y que vivía en los suburbios nos comentó que en el salón habitaba un fantasma que estaba muy enojado porque no le gustaba que el negocio fuera administrado por mujeres, ni la presencia de extranjeras. Hasta ese momento, ella no sabía que yo tengo ascendencia paquistaní.
Sin embargo, el intolerante espectro nunca se había manifestado… hasta la víspera de la Navidad de 2008. Una empleada y yo estábamos en la sala principal cuando una figura alta y difusa de pronto apareció a un metro de nosotras, y luego desapareció dejando tras de sí un olor a metal.
Meses después, llamamos a un investigador de fenómenos paranormales, Mike Hallowell, quien confirmó que en el salón había por lo menos una presencia masculina. Para entonces, yo ya estaba más emocionada que asustada.
La noche en que Mike nos visitó, en voz alta dije: “No te preocupes, fantasma. Vuelvo mañana”, y cerré el local.
Al día siguiente, cuando abrí el salón, encontré un regalo encima de mi agenda de citas: una frutilla. Quizá el fantasma estaba aprendiendo a querer a esta dueña medio asiática.
La piscina del fantasma del chico muerto
Hugh Watson
Poco antes de las 10 de la noche de un día de finales de octubre de 2007, yo estaba jugando con mi nuevo teléfono celular al costado de la piscina principal de los Baños Victory, en Renfrew, Escocia. Hacía acercamientos y alejamientos con la videocámara del aparato. Trabajaba como intendente del edificio, y estaba esperando que el resto del personal se cambiara de ropa y se fuera para poder cerrar con llave la puerta de entrada e irme a casa.
Cuando me acerqué a una silla de los guardavidas, algo en la lente me llamó la atención: una luz que se movía al pie de la escalera que llevaba a la galería para visitantes. La enfoqué para filmarla. La luz empezó a subir la escalera y, al llegar arriba, se desplazó por la galería. Desapareció en una pared, y luego resurgió, para finalmente esfumarse en un espejo grande.
Yo había oído historias sobre fantasmas que rondaban la piscina de aquel edificio eduardiano, pero sabía bien que la imaginación podía desbordarse al pasar por sus pasillos y puertas arqueadas. Pese a eso, cuando mis compañeros terminaron de cambiarse y se acercaron a mí, les mostré las imágenes.
—Se pueden ver las piernas de un nene chiquito —comentó Colin Dearing, uno de los guardavidas.
Observé el video otra vez. En efecto, se podía ver lo que parecían las piernas de un chico, que corría de un lado a otro como si estuviera asustado.
Poco después subí la película a YouTube (sin estar seguro de qué se veía en ella), y pronto un miembro de un club en línea para personas mayores de 50 años me contó la historia de un nenito que había muerto en la piscina de los Baños Victory en 1930. Se tiró al agua desde el trampolín alto, y llevaba puesto el casco de un soldado alemán que su padre había recogido en el campo de batalla durante la Primera Guerra Mundial. El fuerte impacto del casco contra el agua le rompió el cuello.
Los registros oficiales, aunque poco precisos, confirmaban la historia. El chico se llamaba John.
Desde hacía años, algunos de mis compañeros se mostraban renuentes a entrar en la bodega que hay debajo de la piscina porque sentían que alguien los observaba. Mandamos llamar a una médium, y al cabo de un rato nos dijo que había hablado con John en la bodega y que le había dicho que estaba triste y asustado.
Mi experiencia me ha convertido sin duda en un hombre menos escéptico. La gente dice que lo que filmé fue una luz de mi cámara, pero mi cámara no tiene luces.
Bienvenida misteriosa con fantasmas
Marina Joannou
Un sábado de julio de 2006 fui a visitar a dos amigos míos, Bill y Ruth, quienes acababan de mudarse a una casa de los años 30 en Rush Green, un barrio del suburbio londinense de Romford. Estaban construyendo una ampliación, así que había agujeros de taladro en las paredes, tablas sin clavar en el piso y bolsas de cemento por todas partes.
Entré en el living. Aunque aún no estaba terminado, me di cuenta de que iba a quedar precioso. Era verano, pero pensé en lo linda que estaría la casa cuando la adornaran en Navidad.
Miré hacia el hall, que estaba a mi izquierda, y vi a una mujer caminando hacia mí. Llevaba en las manos una fuente con un pavo enorme. Tenía la cabeza un poco agachada, como si me estuviera ofreciendo humildemente aquel manjar en señal de bienvenida.
Sin embargo, parecía salida de los años 60: llevaba puesto un minivestido de poliéster, sombra de ojos negra, y el pelo, también negro, recogido y con un moño alto. Lo más extraño era que sus piernas se desdibujaban por debajo de las rodillas.
No dije ni una palabra, y mis amigos no parecían advertir su presencia. Segundos después, la mujer desapareció. Pensé que lo había imaginado, pero, cuanto más reflexionaba en eso, tanto más me convencía de que no era así.
Tiempo después, un día en que estábamos en un bar, le conté a Ruth lo que había visto en su casa y le describí a la mujer. Ella me dijo que la casa había sido de una señora mayor ya fallecida. Mi amiga había encontrado en el desván una caja con fotos de los años 60 de personas que posaban junto a un auto Morris Minor. Un día después me mostró las fotos de esas personas, y vi que una de ellas era idéntica a la mujer de la fuente.
No he vuelto a la casa de mis amigos, pero ellos me contaron que su perro a veces ladra en dirección de las escaleras cuando no hay nadie subiéndolas ni bajándolas.
Siempre me ha gustado creer que existe un mundo en el que habitan los espíritus, pero esta experiencia me convenció de que es así. En una oportunidad conocí a una médium y le conté que había visto un fantasma. Al final, ella dijo:
—Has sido bendecida.
Estoy contenta de haber visto al fantasma de esa mujer. De verdad, muy contenta.