A veces la ayuda de un completo desconocido se vuelve vital en el momento de mayor desesperación. En medio de un diluvio y rodeados por metros de aguas embravecidas, pasó lo inesperado.
Había llovido durante toda la noche. Era como si alguien hubiera rasgado vilmente el cielo para dar paso al diluvio. La luz del día intentaba abrirse paso, pero la lluvia torrencial no mostraba signos de dejarla pasar. Fue el 1º de diciembre de 2015. Los recuerdos de una Chennai inundada otro día de diciembre diez años antes vinieron rápidamente a mi mente. Sin embargo, de alguna manera, esta vez todo parecía peor. El tendido eléctrico había caído, dejándonos en la más profunda oscuridad, los teléfonos fijos habían muerto e incluso los celulares dejaron de funcionar. Mi marido y yo, ambos mayores, estábamos desconectados del resto del mundo.
Todos los años, el monzón del noreste golpea Chennai, en la India, desde octubre hasta diciembre. Su intensidad es impredecible, y debido a las deficientes infraestructuras, los cortes eléctricos y los atascos, la vida normal se paraliza.
Chembarrambakkam, un colosal embalse de agua de lluvia, a unos 29 kilómetros de distancia, suministra agua a la ciudad. Cuando el embalse se llena, se abren las esclusas y el agua sobrante sale hacia el río Adyar que nace aquí. Sin embargo, no ocurre de una forma tan suave como suena.
El 2 de diciembre, respiramos profundo al vernos rodeados de agua fangosa. Mi marido y yo habíamos pasado la noche sin dormir, con el corazón en un puño, ya que el agua había entrado en la casa la noche anterior. Teníamos poco tiempo para decidir lo que necesitábamos salvar y lo que teníamos que dejar atrás. Dependiendo de lo pesadas o preciadas que fueran nuestras pertenencias, tendríamos que subirlas por una sinuosa escalera de 21 escalones. Trasladamos nuestros ídolos venerados a la primera planta, ya que eran parte importante de nuestras vidas. Sin embargo, debido a nuestra edad, solo pudimos subir y bajar unas pocas veces. Esperábamos que el agua retrocediera, como había pasado años antes.
Seguimos el pronóstico meteorológico, que predecía lluvias fuertes. Nuestra asistenta, que vivía a orillas del río Adyar, nos facilitaba regularmente actualizaciones del nivel del agua. El río había estado tranquilo durante cinco o seis días, fluyendo dentro de su cauce, nos había dicho.
Sin embargo, cuando comenzaron las lluvias, las autoridades abrieron todas las compuertas a la vez, inundando así miles de casas. Los embalses de la ciudad también se abrieron aproximadamente al mismo tiempo. La nuestra era una casa común de dos plantas en un callejón sin salida en una colonia de funcionarios de defensa. A nuestra izquierda, un foso de 2,5 metros de profundidad destinado a los cimientos de una nueva construcción ya estaba lleno de agua. La casa contigua a la parcela estaba inundada. Debía haber sido abandonada el día anterior. En la casa de al lado una familia permanecía en la primera planta, como nosotros. Tenían una cocina en funcionamiento en esa planta, pero nada más.
Nadie sabía cuánta agua más se cruzaría en nuestro camino. Los botes de rescate no aparecían. Quizá no se atrevían. Cuando los helicópteros volaron por encima de nosotros movimos las manos pidiendo ayuda. Sin embargo, pasaron: parecía que su misión era inspeccionar en vez de rescatar. Estábamos abandonados a nuestra suerte.
Mientras tanto, diluviaba sin cesar. Aunque estábamos en la primera planta, no nos sentíamos seguros. La planta baja, sustentada sobre un zócalo de unos 1,22 metros y un techo de más de 3,5 metros de altura, estaba inundada.
El 2 de diciembre nos dimos cuenta de que no quedaba comida. Todo lo que teníamos era un par de plátanos y dos galletas para cada uno. Además, solo teníamos dos litros de agua potable. Desde el rellano de la escalera vimos marcos de fotos queridas, tapices valiosos y algunos envases de plástico flotando alrededor. Las garrafas de gas golpeaban contra los escalones. La tremenda crecida de agua había rodeado nuestra casa por todos lados. Podíamos oír el río embravecido.
De vez en cuando se producía un ruido ensordecedor. ¿Sería una pared desmoronándose? Después empezó la atroz visión de cadáveres flotando. Vimos un búfalo, dos terneros, un perro y otras formas extrañas desde la distancia. ¿Estaban muertos o podrían estar vivos? Para entonces nos rodeaban más de seis metros de agua. Dentro, el agua seguía subiendo. Las olas habían comenzado a chocar con la baranda de la terraza del hall de entrada. Si el agua entraba, sería nuestro fin. Parados en la terraza abierta de la parte trasera de la casa, veíamos cómo el cielo cubierto se estaba poniendo oscuro.
La mano solidaria de unos desconocidos
Algunos albañiles, doce jóvenes (niños para nosotros), controlaban desde la obra el nivel del agua, y nos vieron caminar dentro y fuera. Eran más de las 5 de la tarde.
Uno de ellos gritó:
—Abuela, no pueden quedarse ahí mucho tiempo, el nivel del agua sigue subiendo. No va a venir ningún bote. Vengan y quédense aquí con nosotros. No se queden solos por la noche.
—Están a algo más de seis metros al otro lado de la calle. ¿Cómo hago? El río fluye por debajo nuestro —grité.
—No se preocupe —dijo uno de ellos— podemos construir un puente para que crucen usted y el abuelo.
Mi marido simplemente descartó la sugerencia: —No, ¡ella no puede andar a través de un puente de tronco improvisado a seis metros sobre el agua! Tiene dolores en las articulaciones, ¿qué pasa si tropieza y se cae?
Es verdad que sería una sepultura pasada por agua, pero la idea de quedarnos en nuestra casa y hundirnos con ella era igual de escalofriante. Tenía que decidir rápido. Todo lo que teníamos era una minúscula linterna, sin pilas de repuesto. Si el agua llegaba a la primera planta, nos tendríamos que mudar a la terraza abierta del piso de arriba y exponernos. Había que elegir entre una neumonía o ahogarse.
Entonces decidí arriesgarme, a pesar de mis 70 años y ningún entrenamiento gimnástico para andar haciendo equilibrio sobre unas vigas. Además, era propensa a tropezarme y caer en suelo llano. Mi marido no me preocupaba, ya que estaba acostumbrado a un riguroso entrenamiento en las fuerzas armadas. Sin embargo, equilibrar mi peso en troncos y tablones desiguales era inimaginable. Teníamos que trasladarnos rápido. Una vez que oscureciera, ni siquiera los chicos serían capaces de salvarnos. Eran buenos nadadores, pero debajo de nosotros fluía el río con furia hacia el océano.
Los chicos trabajaron con rapidez, construyendo un puente improvisado de dos hileras en minutos.
Como la casa en construcción tenía andamios alrededor, podían utilizar palos o troncos de madera que sobraban. La primera hilera se hizo con cuatro palos atados con cuerdas de fibra de coco empapadas. Después de los primeros 3-3,5 metros había un palo vertical, que marcaba el final del primer nivel. Después venía la segunda hilera del puente, hecha de tablas sujetas a la segunda planta de la casa en construcción, que unieron las dos manteniéndose de pie sobre los palos. Uno de ellos, Mansoor, cruzó para ayudarme. Parecía muy seguro del plan y eso me infundía esperanza.
Por fin empecé a creer que podía hacerlo. Tuve que saltar para llegar a los troncos, tranquilizarme, buscar el equilibrio y caminar, saltar y sentarme en el tablón, después subir hasta la segunda hilera y andar, tomando la mano de Mansoor. Y lo conseguí. Él me sujetaba con un férreo control. Mi marido me siguió, después de verme segura en el otro extremo. A él también lo escoltaron. Llegamos a la segunda planta de la casa sin terminar sanos y salvos. Estaba temblando por la adrenalina. Los chicos nos llevaron a la zona donde íbamos a dormir. Mientras tanto seguía diluviando.
—¡Ya está bien!— quería gritarle al cielo.
Extendieron una lona grande en el suelo y me dieron el lugar más próximo a la ventana para dormir. Hacía frío. Los chicos cocinaron arroz en sus fogones improvisados y nos ofrecieron, pero no teníamos hambre. La ansiedad nos invadía. Estábamos rodeados por 12 jóvenes. No los conocíamos, pero nos sentíamos seguros. Se habían tomado muchas molestias para salvarnos. Y después se aseguraron de que durmiéramos un poco. Me recordaban a mis dos hijos.
El nivel del agua empezó a bajar al día siguiente, la mañana del 3 de diciembre. Nuestro joven amigo me acompañó de vuelta a casa. Caminé de la misma forma, tomando su mano, pero esta vez no estaba tan asustada. El agua se arremolinaba alrededor de la casa en círculos. La primera planta estaba inundada. El muro de atrás se había caído. El agua avanzaba en todas direcciones. Al mediodía estábamos hambrientos. Los chicos nos ofrecieron un bol de arroz caliente, pero nos quedaba muy poca agua potable, media botella para ser exactos.
Alrededor de las 14:00 llegaron noticias de que probablemente iban a liberar más agua de los embalses. Eso supondría la muerte. A nuestros nuevos amigos les habían dicho que volvieran a sus pueblos, ya que la construcción se iba a retrasar indefinidamente. Su supervisor les había pedido que tomaran el primer tren de vuelta a casa. Salieron con sus mochilas a las 15:30. Les dimos algo de dinero para el viaje y otros gastos. Cualquier cantidad era poco para retribuirles lo que habían hecho por nosotros. Estaríamos en deuda con ellos para siempre.
La salvación
Por primera vez en dos días vimos a nuestros vecinos en su terraza. Habían decidido andar a través del agua para llegar a la estación del metro. Sin los chicos, estaríamos solos, rodeados de agua. Teníamos que llegar hasta ellos, ¿pero cómo? Nos separaban un río embravecido y nueve metros.
Cruzamos el destartalado puente por última vez. Utilizamos un banco en construcción y una inestable escalera para acercarnos a nuestros vecinos. El nivel del agua era más bajo. Mientras nos preguntábamos cómo caminar con el agua por la cintura (yo envuelta en un sari) hasta la estación del metro, mi vecina divisó a su cuñado en un bote de rescate de la armada. Estuve a punto de llorar de alivio.
El barco nunca habría llegado hasta nosotros, al final de la ruta, donde el agua alcanzaba tres metros de profundidad. Estábamos contentos de estar en casa de nuestros vecinos, que estaba solo bajo un metro de agua. El bote se esforzaba por virar, finalmente nos dejó en un lugar donde podíamos caminar y buscar una salida. No obstante, no nos dejaron solos. Había una joven pareja dedicada a transportar gente abandonada a la ruta principal en su todoterreno. Vivían cerca de la casa de mi cuñada y nos llevaron allí. Quizás estábamos destinados a sobrevivir.
Volvimos a casa diez u once días después. No vimos ya nuestro auto otra vez. Un pariente se encargó de que lo remolcaran a un taller y la compañía de seguros lo subastó. La heladera estaba volcada, con la puerta abierta de par en par y nada en su interior. Nuestros recuerdos, recopilados durante años, estaban enterrados o extraviados, al igual que los álbumes de fotos, que incluían imágenes descoloridas de nuestros bisabuelos. El manojo de cartas de hijos y padres difuntos se había convertido en una pasta. Por no hablar de la valija con mis saris de seda. Estaba encima de un armario de dos metros, empapada.
Nos dijimos mutuamente:
—Recordá que queríamos eliminar cosas y despejar. Una mano invisible lo ha hecho por nosotros.
No nos quedaba otro remedio que aprender a desapegarnos. La empleada del hogar volvió 15 días después. El puente se usó algunas veces más para recuperar nuestros documentos, ya que la puerta principal estaba bloqueada por los muebles. Nos enteramos de que una pareja se ahogó en su casa porque no tenían escalera. Estábamos traumatizados y exhaustos. Yo no quería volver a la casa que habíamos construido con tanto cariño. Pero estábamos agradecidos por haber sobrevivido para contarlo. Tuvimos suerte, al contrario que muchos otros. En medio de toda la destrucción y la pérdida, experimentamos la esperanza y la amabilidad de unos desconocidos, que arriesgaron sus vidas para salvar la nuestra.