Unos adolescentes hallaron a una beba abandonada. Veinte años después se reencontraron.
Glen O’Keefe, hoy de 37 años, prefiere no pensar lo que habría pasado aquel remoto día, 14 de abril de 1986, si él y sus mejores amigos —Ray Wightman y Chris Johnson— hubieran tomado el camino de siempre por un afloramiento rocoso a casa de Johnson, adonde se dirigieron después de clases de hockey en el camino de acceso a la casa. Hubo otros giros afortunados, como el hecho de que no se detuvieran a comprar una gaseosa como solían hacerlo, o que se encontraran en el lugar y el momento precisos para alcanzar a oír un llanto fuera de lo común.
En vez del atajo habitual los adolescentes optaron por el camino que ascendía al monte Triangle entre algunas casas dispersas por la escarpada ladera. Altos y oscuros árboles de hoja perenne flanqueaban el camino, y por ambas cunetas bajaban ríos de agua helada, producto de una reciente racha de lluvias intensas, aunada al deshielo normal de primavera.
A las 3:30 de la tarde, mientras los chicos iban charlando y riendo, oyeron un lloriqueo extraño, que provenía de la cuneta opuesta del camino. Al cruzar hacia el otro lado para ver qué era, descubrieron un bolso deportivo medio sumergido en el torrente. Bajaron el empinado terraplén del camino y lo recogieron, esperando encontrar en ella unos gatitos abandonados.
Su sorpresa fue enorme al ver que se trataba de una recién nacida temblorosa, empapada hasta los huesos, envuelta en una manta andrajosa y sin más ropa que un camisón y un pañal. Estaba toda amoratada, el mentón y los labios le tiritaban de frío, y su llanto era de furia. Aún tenía un fragmento del cordón umbilical.
Los chicos se quedaron pasmados. Aunque no sabían gran cosa de bebés, comprendían que había que secarla y calentarla cuanto antes. Wightman sacó de su mochila una remera y envolvió con ella a la criaturita.
“No sabíamos qué hacer”, recuerda O’Keefe. “Creo que ninguno de los tres había tenido jamás un bebé en los brazos”. Se quedaron al borde de la cuneta, turnándose para sostener a la bebé contra el pecho y calentarla.
“En aquel entonces aún no había celulares, y en la región tampoco teníamos el servicio telefónico de emergencias”, continúa O’Keefe. “Sabíamos que no tenía sentido seguir el trayecto hasta casa de Chris porque su mamá estaba trabajando y no había nadie más. Decidimos que lo mejor era quedarse en el camino y hacer señas al primer automovilista que pasara”. Se quedaron, pues, allí, tres desgarbados adolescentes compartiendo la responsabilidad de calentar a una recién nacida.
Al acercarse un auto, los muchachos llamaron la atención de la conductora y le relataron el hallazgo que habían hecho. Ella fue a pedir auxilio. Mientras esperaban a que llegara la ayuda pasó una camioneta, pero no se detuvo, y el conductor ni siquiera los miró. “Siempre me he preguntado si aquella camioneta tendría algo que ver con el abandono de la niña”, dice O’Keefe. “¿No sería que se habían arrepentido de dejarla, volvieron a buscarla y al vernos allí prefirieron pasar de largo?”
Cuando a los 20 minutos llegaron la policía y una ambulancia, les informaron a los muchachos que la nena tenía unas dos horas de nacida, y que era probable que llevara una hora o más en la cuneta cuando la encontraron. Las autoridades les dijeron que le habían salvado la vida, porque de haber permanecido 10 o 20 minutos más en el agua, habría muerto de frío o ahogada.
Al otro día la prensa conocía la historia. Llamaron a la recién nacida “la Bebé Jessica”. A los tres amigos la escuela les dio la tarde libre, les hicieron entrevistas periodísticas, y las cámaras los captaron visitando la sala de neonatología del hospital, donde Jessica dormía.
“Fue todo muy emocionante para unos chicos que comenzábamos el secundario. Fuimos héroes durante un par de días”, comenta Wightman.
Luego la vida siguió adelante. La Bebé Jessica, a cuya madre jamás se encontró, desapareció en el anonimato del proceso de adopción; los muchachos crecieron. Johnson se mudó de ciudad; con el tiempo llegó a ser profesor adjunto de ecología en la Universidad de la Columbia Británica del Norte en Prince George, y perdió el contacto con sus viejos compañeros de la infancia. Wightman y O’Keefe se quedaron en Victoria, consiguieron trabajo en una empresa fabricante de combustibles y siguieron con su amistad.
Sin embargo, ninguno de los tres se olvidó de la recién nacida a la que habían encontrado en una cuneta. Cada 14 de abril Wightman y O’Keefe brindaban por su memoria y se preguntaban qué habría sido de ella. Cuando se casaron y empezaron a tener hijos propios, comprendieron toda la trascendencia de su hallazgo y aumentó su curiosidad por la suerte que habría corrido la niña.
El asunto cobró aún más resonancia cuando Wightman y su esposa, Dawn, se enteraron de que no podían concebir y debían adoptar. “El haber encontrado a la Bebé Jessica me preparó para la adopción, porque comprendí que quería darle un hogar a una niña como ella”, dice Wightman, que tiene tres hijos, en tanto que O’Keefe tiene dos.
Durante unos años, O’Keefe vivió en la cumbre del monte Triangle, hoy un opulento sector residencial. Le era imposible no pensar en la Bebé Jessica: todos los días pasaba en auto por el lugar donde la había hallado.
De ahí que poco antes del vigésimo aniversario del rescate O’Keefe se pusiera en contacto con un periodista del diario Times Colonist para ver si podían facilitarle copias de las notas sobre Jessica. Entonces el diario sugirió publicar un artículo que pusiera al día la historia. Un periodista se entrevistó con Wightman y O’Keefe, y ellos volvieron a relatar la historia del hallazgo, con la esperanza de averiguar lo que había sido de Jessica.
En otra extraordinaria coincidencia, una mujer de 20 años radicada en la Columbia Británica acudió al Registro Provincial de Adopciones en busca de información sobre su origen. Se llamaba Adriana Kelly, joven rubia de ojos azules y de voz dulce, y se había criado en un hogar feliz en Smithers.
Atlética y ágil, Adriana sobresalía en gimnasia y equitación, y fue una estrella en el equipo de básquet de la escuela secundaria, y después de graduarse se interesó mucho en el snowboard. Cuando se puso en contacto con el registro de adopciones trabajaba como técnica especialista en primeros auxilios en un campamento de exploración de yacimientos auríferos en el norte de la provincia.
Adriana siempre supo que era adoptada: durante toda su infancia tuvo a su alcance libros infantiles sobre la adopción y el vínculo especial que se crea con los padres por el hecho de ser un hijo elegido. Sin embargo, no sabía nada de los hechos que condujeron a su adopción. Como regalo por su vigésimo cumpleaños, su novio de entonces llenó los formularios de registro y los envió a la dependencia.
A las pocas semanas la funcionaria del registro encargada de su caso la llamó por teléfono y le envió por correo electrónico un mensaje en el que adjuntó el artículo del Times Colonist sobre el relato de Wightman y O’Keefe.
—Esa recién nacida eres tú —agregó.
“Me quedé helada”, cuenta Adriana. “¿Cómo alguien había sido capaz de meter a una bebé en un bolso y abandonarla?” Aun así, sentía una profunda gratitud hacia los muchachos que le habían salvado la vida, y quería expresársela.
Una noche, poco después, O’Keefe contestó el teléfono y una vocecita suave le dijo:
—¡Hola, soy la Bebé Jessica! ¡Gracias por haberme salvado la vida!
A él por poco se le cae el auricular.
Al cabo de una semana Adriana tomó un avión a Victoria. Wightman, O’Keefe y sus familias fueron a recibirla al aeropuerto, junto con un tumulto de cámaras de televisión e incontables curiosos. “Todo fue tan rápido…”, recuerda O’Keefe. “Una hermosa joven de cabellera rubia atravesó las puertas y corrió a nuestros brazos. Fue tan natural como si nos conociéramos de toda la vida”.
Durante los meses que siguieron estrecharon los lazos visitándose y hablando con frecuencia.
En la primera visita de Adriana, Wightman y O’Keefe la llevaron al solitario camino de montaña donde la encontraron. A pesar del desarrollo de la zona, el punto exacto sigue siendo un paraje despoblado, con la misma cuneta por donde corre el agua en los días de lluvia. Adriana se puso a llorar al verlo. El lugar confirma que quien la haya puesto allí no quería que la encontraran… o que viviera.
Hoy ella asiste a un curso de socorrismo en Edmonton, pero con frecuencia envía mensajes a Wightman y O’Keefe. Se ha hecho a la idea de haber sido abandonada. “Al principio fue muy difícil creerlo y aceptarlo —dice—, pero, ¿por qué habría de estar enojada si todo salió tan bien? Ahora siento que he tenido mucha suerte. Tantas coincidencias significan que Dios quiso que viviera”.