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Perdonar a mi padre

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A partir de una conversación que tuvimos tiempo después de que mi padre se enfermara, nuestra relación cambió por completo.
 

NADA SE MANTIENE
inmutable por mucho tiempo. Las cosas y las personas cambian, generalmente para
peor, sin embargo cada tanto, el cambio es positivo. Crecí en una pequeña
granja y viví una vida que en aquel momento no valoré.
Tenía un perro sin
correa, montañas en todas las direcciones y me despertaba con el sonido de los
faisanes en los campos de alfalfa. Mi padre trabajaba en la ciudad como
soldador. Era un hombre callado; más bien distante se podría decir. No había
tenido una gran educación, pero era inteligente y abordaba los problemas con la
mirada de un ingeniero. Era un hombre que trataba de enseñarnos cosas útiles a
mi hermano y a mí. Por ejemplo, respeto. También tenía muy mal genio. No me
gustaba mucho realmente. Un día, volvía de la escuela primaria a casa y vi que
su auto ya estaba allí. Cuando entré, mi madre me dijo que papá no se sentía
bien. Le dolía la espalda. Mi padre nunca faltaba al trabajo; de hecho, había
ido al granero a trabajar aún más. Luego, recuerdo acercarme a espiarlo
mientras estaba recostado en su cama durante el día. Padecía mieloma múltiple,
me enteré después, es un tipo de cáncer en la sangre. Comienza en las células
que fabrican anticuerpos que el organismo usa en su respuesta inmune ante las
infecciones. A medida que el cáncer se desarrolla, la persona que lo padece se
encoge. La enfermedad extrae la energía del cuerpo. Los huesos finalmente
adquieren el aspecto de un queso suizo y cuando se quiebran es posible que no
vuelvan a sanar. El último año de la vida de mi padre, sus días consistían en
levantarse de la cama de hospital ubicada en el living de casa y caminar hasta
su silla, para quedarse allí sentado y pensar. Era previsible que estuviera en
esa silla cuando retorné a casa un día en noveno grado. Un día estábamos los
dos solos y me pidió que me sentara con él.

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Lo
que sucedió después, hoy, décadas más tarde, aún me moviliza. Me contó sobre su
vida, su crianza en casa, cómo fue estar en la Segunda Guerra Mundial, sus
amores, sus desencantos. Era como si hubiera explotado una tubería, su ser
interior se abalanzaba sobre mí como una gran inundación. Había estado hablando
durante más de una hora cuando me di cuenta de que estaba haciendo algo más que
relatar. Estaba pidiendo que lo perdonara. Entendí que era eso lo que él
necesitaba y perdoné todo de inmediato.

Cuando
murió, recién volví a la escuela días después. Tenía clases de gimnasia. Los
bravucones dominaban la escena. Fiel a mi costumbre, ese primer día estaba allí
parado cuando una voz demasiado familiar sonó en mis oídos: “¡Lensch!” Era un
chico que nos había regalado varios chichones a muchos de nosotros durante
aquellos años. Me di vuelta para enfrentarlo y le dije: “¿Qué quieres?”. Los
otros niños no dijeron nada mientras esperaban que comenzara la golpiza. “Escuché
que tu padre falleció. ¿Es verdad?”. Respondí suavemente: “Sí”. No me golpeó.
Ni siquiera se movió. En lugar de eso me dijo: “Lo lamento”. Me quedé
anonadado. Estoy seguro de que lloré. Con esas dos palabras he recordado a ese
chico desde entones. ¿Qué hacer cuando nuestros “enemigos” nos dejan ver que
son humanos? Creo que se puede perdonar y seguir adelante o quedar atrapado en
el resentimiento y vivir en el pasado.

No
me alegra que mi padre se haya enfermado, pero, al mismo tiempo, me doy cuenta
de que si aquello no hubiera sucedido, tal vez nunca podría haber llegado a
amarlo.

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