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El rescate de Sandy

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Una noche navideña inolvidable para Dave Schelske: su adorada perra había quedado al borde de un precipicio y rescatarla suponía un riesgo de vida. Un emocionante relato donde toda una comunidad movilizada por el acontecimiento deja sus planes de celebración para ir a colaborar.

 

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Era la mañana de la navidad de 2014 y la calma reinaba en la casa de Dave Schelske, en West Linn, Oregon, justo al sur de Portland. Para este hombre de 46 años, fotógrafo profesional y amante de la vida al aire libre, los festejos ya habían terminado. Acababa de dejar a Tristan y Lawson, sus hijos gemelos de ocho años, con su ex esposa, y en ese momento se disponía a enfocar su atención —y su cámara— en las bellezas de la naturaleza junto con Sandy, su perra de tres años, cruza de labrador y crestado rodesiano. 

Tras empacar la correa retráctil que le había comprado a Sandy, el equipo de fotografía y otras provisiones, Dave se puso al volante de su camioneta, con la mascota al lado, y enfiló hacia la garganta del río Columbia, a menos de una hora de viaje en dirección norte. A Dave le gustaba decir que su familia no había escogido a la perra en el albergue de animales, sino que Sandy los había elegido a ellos. Estaban sentados juntos en la recepción del albergue cuando les entregaron a la cachorra, de siete meses, la cual les saltó encima y se tendió sobre sus regazos. En ese instante supieron que iba a ser parte de la familia. 

Dave dejó su vehículo en el estacionamiento del Eagle Creek Trail, un sendero de excursionismo que sigue el curso del arroyo Eagle. Recordaba que a unos tres kilómetros del punto de partida había una cascada, pero tanto tiempo había pasado desde su última visita, que había olvidado lo angosto y escarpado que era el sendero. A la izquierda de él había una pared rocosa —una montaña—, y a la derecha, nada… tan solo un precipicio por encima del arroyo. Y cuanto más se ascendía por el sendero, más profunda se hacía la cañada. Dave tomó nota mental de que debía elegir un sendero diferente la siguiente vez que llevara a la perra de excursión. Pero Sandy estaba habituada a las caminatas difíciles en la montaña y, además, había allí muchos otros excursionistas con sus perros. La nueva correa de Sandy se extendía unos seis metros desde un carrete retráctil; Dave estaba consciente de que tenía que mantener a su pequeña muy cerca de él, y no dejar que la correa se extendiera mucho para no estorbar el paso a las demás personas. 

Hacia el mediodía Dave y Sandy escalaron un tramo muy angosto, de poco más de un metro de ancho en algunos puntos. Había gruesos cables de metal afianzados a la pared para que los caminantes se asieran. En ese punto, la cañada tenía más de 60 metros de profundidad. 

Había llovido toda la mañana. A los ojos del fotógrafo, la imagen de la niebla posándose sobre los árboles y el pasamanos de cables adosado a la pared resultaba fascinante. Ató la correa de Sandy alrededor de un árbol, sacó su cámara de la mochila y empezó a fotografiar el escenario. Una vez satisfecho, caminó hacia donde estaba la perra, que esperaba sentada pacientemente. 

De pronto, asustada por algo, Sandy se puso a correr, y los seis metros de correa se extendieron detrás de ella hasta que el extremo se zafó del carrete. Dave corrió tras la perra, llamándola a gritos para que se detuviera. Sandy lo hizo por unos instantes, pero la manija de plástico de la correa golpeó contra las piedras, y eso la asustó aun más. 

—¡Sandy, esperá! —la llamó Dave, pero la perra siguió corriendo por la orilla del sendero, dio vuelta en un recodo y se perdió de vista.

Al oír un fuerte gemido, Dave pensó que el collar de su perra se había enganchado en algo, deteniendo de golpe su carrera. “Apenas la alcance, la tranquilizaré”, se dijo. Pero, segundos después, cuando dobló el recodo, no encontró más que la correa, rota y colgando junto a un árbol. 

En ese punto había una pendiente abrupta por la que solo podían pasar cabras monteses y escaladores muy bien equipados; luego de unos seis metros, se convertía en un cañón aun más angosto, y al final había un despeñadero casi vertical. En el suelo no había marcas de uñas ni rastros de resbaladura que indicaran que Sandy se había deslizado por la pendiente. Lejos, allá abajo, el arroyo rugía al abrirse paso entre las rocas. 

Angustiado, Dave dio media vuelta y empezó a bajar por el sendero. A una mujer que subía le preguntó:

—¿No vio pasar por aquí a una perra de color crema?

La mujer contestó que no, al igual que todas las personas con quienes se topó en el camino. Le sugirieron a Dave que llamara por su celular al número de emergencias, pero no había señal a esa altura. 

Al cabo de una hora, Dave temió lo peor: si Sandy había caído al precipicio, no podría haber sobrevivido. Decidió regresar al sitio donde había desaparecido la perrita. “¿Qué les voy a decir a los niños?”, pensó, sintiéndose culpable. Sus hijos adoraban a Sandy tanto como él. Una vez más, gritó su nombre en un desesperado llamado. 

Dos mujeres de mediana edad que subían por el sendero oyeron los gritos y le preguntaron a Dave qué ocurría. Él les explicó y luego siguió adelante. Cuando llegó a la pendiente escarpada empezó a buscar una vía para bajar al arroyo. Sabía que iba a ser difícil y peligroso, pero era un escalador experimentado y tendría que correr el riesgo si quería recuperar el cuerpo de su mascota. 

Sin que Dave lo supiera, las dos mujeres bajaron por el sendero principal, buscaron un acceso para llegar al arroyo y también empezaron a buscar a Sandy. Dave no tardó en toparse con ellas y, temeroso de que pudieran lastimarse, trató de disuadirlas.

—Si quieren ayudar, quizá puedan ir al lugar donde estaba la correa de mi perra —les dijo—. Así tendré un punto de referencia.

Una de las mujeres asintió con la cabeza y se dio vuelta.

—Yo ayudaré aquí —anunció la otra, y se quedó con Dave. 

Esa tarde, la bombera y socorrista Rene Pizzo estaba en un cine con su esposo cuando sonó su celular. El mensaje de texto del Equipo Técnico de Rescate Animal de la Sociedad Humana de Oregon (OHSTAR, por sus siglas en inglés) decía que un perro había caído de un despeñadero, y que consultara los detalles en su buzón electrónico. Rene era la integrante del OHSTAR con más años de servicio voluntario. Regresó corriendo a su casa, se puso ropa gruesa, tomó su mochila con equipo (casco, arnés, guantes, gafas protectoras y linterna de diadema) y se dirigió al Eagle Creek Trail. Mientras tanto, algunos de sus colegas se reunieron en la sede del OHSTAR, en Portland, para recoger más herramientas de rescate. 

Según decía en el e-mail, el perro había caído desde un punto alto del sendero. Era la tercera mascota que se despeñaba a lo largo del año. 

Minutos antes de las 5 de la tarde, John Thoeni y su novia, la veterinaria Amy Amsler, se disponían a compartir la cena de Navidad. Las velas ya estaban encendidas y el vino servido, pero aún no lo probaban. Luego, sus teléfonos sonaron. La cena tendría que esperar. El OHSTAR los necesitaba en Eagle Creek. En total, ocho voluntarios suspendieron su cena navideña para ir a buscar a un perro que quizá ya estaba muerto. 

En Eagle Creek, hacía ya una hora que Dave y la mujer habían descendido hasta el arroyo, en busca de Sandy. Comenzaba a oscurecer y a calar el frío; sin linternas, quedarían varados allí toda la noche. Desalentados, se dieron media vuelta e iniciaron el ascenso. Dave iba al frente. Quería creer que su perra estaría esperándolo en la camioneta, pero sabía que era una esperanza vana. 

De repente oyó a su acompañante decir algo inesperado:

—¡Hola, chica!

Sorprendido, Dave siguió su mirada hacia lo alto, pero no vio más que matojos, rocas y el despeñadero.

—¿La vio? ¿Está viva? —preguntó.

—Sí, y está mirándome. 

Dave trepó sobre unos troncos caídos y entonces vio a su perra, a unos 20 metros por encima de él. Estaba de pie, meneando la cola. Esa era una buena señal. Dave sintió cómo el alivio y la alegría recorrían su cuerpo.

—¡Vení aquí, bonita! —le dijo—. ¡Vamos, Sandy! 

La perra gimió, pero no se movió. ¿Por qué no baja?, se preguntó Dave. Luego de subir y acercarse un poco más, entendió lo que pasaba: Sandy estaba varada en una pequeña saliente rocosa, al borde de un precipicio, y detrás de ella se alzaba la pared de la montaña. Había espacios abiertos a los lados, pero no se atrevía a saltar porque no parecía haber un sitio firme donde pudiera aterrizar. 

Dave no hallaba la manera de atravesar los cinco o seis metros que aun lo separaban de Sandy; necesitaba las herramientas que tenía en la camioneta. Mientras descendían nuevamente, él y la mujer trazaron un plan. Si ataban una cuerda alrededor de un árbol cercano y ella la sostenía mientras él escalaba, Dave podría alcanzar a la perra y bajarla.

Para entonces, una familia a la que Dave había encontrado antes había pedido auxilio, y un equipo de rescate ya estaba en camino. 

Apenas volvió al sitio donde estaba Sandy, cargando con herramientas y cuerdas, Dave se dio cuenta de que su plan no iba a funcionar: la mujer estaba agotada. Temblando, ella le dijo que el frío le había endurecido las articulaciones y que le dolían; casi no podía mover los dedos de las manos, así que no podría ayudar. 

El cielo no tardaría en ponerse negro. Dave se sentía derrotado. De pronto, la mujer que había subido a colocarse junto a la correa de Sandy les gritó a los que estaban abajo que el primer equipo de rescate acababa de llegar. Lo único que Dave podía hacer era esperar e intentar tranquilizar a su perra.

—Todo va a salir bien, Sandy —le dijo—. Estoy aquí abajo. 

Hacia las 7 de la tarde, los últimos miembros del OHSTAR llegaron a Eagle Creek y empezaron a subir por el sendero. Las nubes oscurecían la luz de la luna y hacían lento su avance. Por suerte, la mujer que había ayudado a Dave se topó con ellos y les indicó dónde estaba él, unos 60 metros más abajo, en la cañada. 

Sandy seguía atrapada en el mismo sitio, a una altura equivalente a la de un edificio de 15 pisos. La pequeña saliente en la que se encontraba no era plana, así que no podía sentarse ni girar sin correr el riesgo de caer al vacío. Había estado de pie como una estatua varias horas, de modo que estaba literalmente paralizada en la precaria cornisa. 

Mientras los voluntarios descargaban cuerdas, arneses, linternas y otros utensilios, Dave iluminó la saliente con su linterna para ayudar a John Thoeni, quien iba a descender en rapel hasta donde estaba Sandy. Este debía tener un cuidado extremo: si descendía directamente por encima de la perra, los trozos de roca que se desprendieran podrían lastimar al animal o asustarlo y hacerlo saltar al abismo. Cuando John alcanzara a Sandy, los demás usarían un sistema doble de cuerdas y poleas para subir a ambos. Rene Pizzo dirigía al equipo, y Amy Amsler se desempeñaba como veterinaria y fotógrafa. 

La tarea del montañista Bruce Wyse era buscar árboles resistentes para fijar las cuerdas y las poleas, pero halló muy pocos. O las raíces no eran lo bastante firmes, o los troncos no estaban a la distancia apropiada de la saliente. Pasaron dos horas más antes de que todo estuviera listo y pudiera comenzar el rescate. 

Dave no alcanzaba a ver lo que hacían los socorristas desde donde estaba, muchos metros más abajo. Se había concentrado en calmar a Sandy y mantener iluminada la cornisa con la luz de su linterna. Ya había consumido varias pilas. La ropa no lo resguardaba del frío, pero al menos podía saltar un poco en su sitio para mantenerse tibio. Sandy, en cambio, no podía hacer ningún movimiento.

 

A las 9.36 de la noche, John inició el descenso en rapel; vestido con ropa protectora, llevaba una mochila con utensilios. Ya habían pasado más de ocho horas desde que Sandy había caído a la cornisa, y ver aparecer a un extraño de repente podría aterrarla. Con voz serena, John empezó a hablarle a la pequeña mientras el equipo lo ayudaba a bajar:

—Tranquila, Sandy, ya voy. Te veré en un par de minutos… 

El equipo esperaba depositar a John justo a la izquierda de Sandy, pero la pared rocosa presentaba una convexidad y John quedó colgando a un metro de la pared, sin poder asirse de nada. Tendría que bajar otros tres metros, y luego, trepar hasta el punto donde estaba la perra. 

Metiendo manos y pies en las grietas para tener puntos de apoyo, John consiguió trepar por la resbaladiza pared rocosa hasta quedar a la altura de Sandy. Con el antebrazo apoyado en la saliente para no moverse, sacó de la mochila un trozo de pan. Paralizada sobre la cornisa, Sandy no pareció ver siquiera el bocadillo. 

Maniobrando con cuidado, John ató una correa al collar de la perra, y luego le puso un bozal, por si acaso. Finalmente, envolvió a Sandy en un arnés sujeto al sistema de cuerdas y poleas, igual al que él ya llevaba puesto. Estaban listos para ser izados. 

Avisó por radio a sus compañeros para que comenzaran a tirar. Abrazando a la perra contra su pecho para protegerla de las ramas y rocas mientras ascendían, John y Sandy subieron poco a poco los 50 metros, hasta llegar a la cima a las 10.23 de la noche. 

La tarea de John había concluido. Era el momento de que Amy examinara a Sandy. Sorprendentemente, tenía muy pocos daños visibles: una uña torcida y feos rasguños en las almohadillas de las patas. Apenas se movía, y ni siquiera lloriqueaba: estaba en estado de shock. 

Los socorristas empezaron a guardar el equipo, al tiempo que se felicitaban por el exitoso rescate. No podrían haber recibido un mejor regalo de Navidad, pues el desenlace pudo haber sido muy distinto. 

Ya estaban listos para emprender el camino de regreso cuando el rostro de Sandy por fin se iluminó. Muy pronto entendieron el motivo: Dave acababa de aparecer por una orilla del sendero; había escalado casi en la oscuridad, iluminado tan solo por la débil luz de su linterna. Sandy corrió al encuentro de su dueño, quien la abrazó con enorme alivio. 

Dave se sentía agradecido de que nadie hubiera resultado herido. Le sonrió a su perra, y luego a todos los que habían abandonado sus planes de celebración para ayudarlos.

—Quisiera abrazarlos a todos —les dijo, con los ojos arrasados.

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