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Bajo el arroyo

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Cuando un vecino sacó al chico de dos años inconsciente de un arroyo helado, la familia temió lo peor. Sin embargo, un médico sostuvo la esperanza hasta el final…

Es el primer día cálido de primavera, y el sol de marzo baña la punta de la colina que delimita la vivienda rural de Doyle y Rose Martin en las afueras de Mifflinburg, Pensilvania. El día anterior había llovido toda la jornada, por lo que el agua derritió la mayor parte de la nieve del invierno, y de lo que dejó la lluvia, el sol se hacía cargo entonces. El agua se filtraba y escurría por las laderas circundantes, alimentando los arroyos por lo general escasos hasta que casi se desbordaran de sus cauces. La corriente que atraviesa el patio de la casa es lenta y no llega a la altura del tobillo, pero hoy está irritada y discurre furiosa por el fondo a una velocidad sorprendente; a un adulto sus gélidas aguas le llegarían hasta la cintura. 

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Los niños de la casa no se van a perder una tarde así. Después de que el ómnibus escolar los dejara en casa, corrieron al jardín para andar en bicicleta y buscar leña para encender un fuego. Son lo que la gente en algunos círculos llama hijos de corral: ocho hermanos en total (el más pequeño nació en abril), y según su propia formación, Doyle y Rose esperan que sean independientes y responsables, y que los mayores cuiden de los más pequeños. 

Hoy, Gary, de 11 años, y Greg, de 7, juegan con el pequeño Gardell, que aún no tiene 2. Doyle, camionero, está en la ruta. Rose está en la cocina, donde puede vigilar con frecuencia a los niños por de la ventana. De repente, Greg cruza la puerta con el rostro lleno de lágrimas. “¡No encuentro a Gardell! —grita—. Estaba conmigo!”. 

Rose y sus dos hijas mayores, Gloria y Grace, corren hacia afuera, llamando a Gardell. Miran en los dos galpones, pero piensan en la rabiosa corriente. Rose llama a emergencias, y las chicas, a su padre. Los gritos desesperados de la familia hacen eco, mientras madre e hijos se baten por las orillas del arroyo, amenazados por la velocidad del agua helada. 

Randall Beachel está lavando los platos en la cocina de su casa cuando mira distraídamente por la ventana y ve a Grace y Gary Martin corriendo al lado de la corriente, en su propiedad. Algo pasa. Grace está descalza, sin abrigo. Gritan. “¿Qué pasa?”, pregunta a Gary. “¡No encontramos a mi hermano pequeño!”. El corazón de Randall se encoge. 

Corre dentro, avisa a su mujer, Melissa, y se pone los zapatos. Se lanzan fuera y corren río abajo donde la corriente pasa a través de los prados a un kilómetro de la casa de Martin. Randall sujeta los hilos de alambre de la valla eléctrica, haciendo caso omiso del peligro, mientras Melissa pasa entre ellos. Cuando llegan al arroyo, Melissa va aguas abajo y Randall recorre de nuevo el arroyo hacia arriba, revisando con cuidado la superficie del agua. 

Después de un momento, ve un pequeño par de botas azules parcialmente oscurecidas por las hierbas. Uno o dos pasos más lejos, ve al niño, todavía vestido con un traje para la nieve con capucha, que cae extrañamente de costado en medio de ese torrente, con la cara hundida en la corriente. 

Randall se sumerge en el arroyo, jadeando involuntariamente por la temperatura del agua de unos dos grados centígrados, pierde el equilibrio, y se hunde en un profundo agujero. Logra ponerse de pie, saca al pequeño cuerpo inerte del agua. Dando tumbos, sale a tierra firme, gritando, “¡lo encontré!”, incluso mientras pone al niño de cabeza para intentar drenar el agua de su boca y pulmones. Una ambulancia se acerca por la ruta. Randall levanta un brazo, indicándole que se detenga. 

Un socorrista corre a través del campo, y Randall le entrega al niño y observa cómo el joven se precipita de nuevo hacia la ambulancia, para realizar reanimación cardiopulmonar mientras avanza. 

Cuando Randall llega a la ruta, el personal médico le ha arrancado la ropa a Gardell. Uno de los socorristas ha colocado una mascarilla sobre la cara del niño pequeño y bombea aire hacia sus pulmones; el otro comprime rítmicamente el pequeño pecho para forzar la sangre a fluir a través del cuerpo. Eso es todo lo que Randall ve antes de que el vehículo dé la vuelta y acelere hacia la ciudad. En cuanto a Rose, no ha podido ver a su hijo. 

Se lo llevan al hospital de la comunidad evangélica próximo, según averigua Rose. En cuestión de minutos, su hermana y su cuñado llegan a casa, y juntos se apuran hacia el hospital. Cuando acceden a la sala de emergencias, quince minutos más tarde, Rose le dice que están trasladándolo por aire a otro centro. A través de las ventanas de la sala de espera puede ver el helicóptero a punto de despegar, con el interior iluminado y los médicos inclinados sobre lo que debe ser el cuerpo de Gardell. Su cuñado sabe de primeros auxilios y puede decir que aún están realizando la reanimación, ¡después de todo ese tiempo! 

Mike Lesher, el socorrista que llevó a Gardell a la ambulancia, se dirige de nuevo a la estación. La reanimación se ha prolongado durante más de una hora; normalmente los equipos de rescate se dan por vencidos después de menos de la mitad de ese tiempo. “Si sobrevive, será un milagro”, asegura Lesher. 

Un momento más tarde, el helicóptero despega. Rose observa a través de la ventana, con lágrimas en los ojos; ha perdido a su hijo de nuevo. 

El doctor Frank Maffei está listo para su ronda matinal en la unidad pediátrica de cuidados intensivos en el hospital del Centro Médico Infantil Janet Weis, en Danville, a unos 25 kilómetros de Lewisburg. Recibe un llamado desde la sala de urgencias: hay un chico en camino, a bordo de una ambulancia aérea, con paro cardíaco. Peor aún: llevan haciéndole reanimación durante más de una hora, sin ningún resultado. No es nada prometedor. 

Aun así, Maffei y sus colegas entran en acción. Cuando traen a Gardell, insertan un tubo de respiración en su garganta y cuatro residentes se alinean a su lado izquierdo para continuar la reanimación: tras dos minutos de compresiones en el pecho, pasan detrás de la fila. Es algo fundamental para calentar a Gardell, cuyo cuerpo incluso se sacude un poco bajo la fuerza de las compresiones en el pecho; otros médicos y enfermeras insertan cuidadosamente una aguja intravenosa y dos catéteres para enviar líquidos calientes a su cuerpo, que está a solo 22 grados. 

Un residente se vuelve hacia Maffei. “¿En qué momento vamos a parar?”. “Nos detendremos si lo calentamos hasta 33 grados y aún no responde”, dice el Dr. Maffei. “¿Qué pasa con el pH?”. El residente se refiere a la acidez de la sangre, que se desploma cuando una persona deja de respirar; un pH inferior a 6,8 se considera incompatible con la vida. Maffei se oye a sí mismo responder: “6,5”. Es un umbral fatal. Unos minutos más tarde, el pH vuelve a 6,54. Sin pulso, sin respiración y con un pH bajo: el niño está muerto. 

El doctor Maffei ha hecho este trabajo durante 25 años. Objetivamente, sabe que todo ha terminado. Sin embargo, no puede quitarse la extraña sensación de que Gardell sigue ahí. “Sigue haciéndolo”, dice. 

Son más de las 20 horas y Gardell sigue sin responder. Los médicos lo trasladan a la sala de operaciones y se preparan para ponerlo en un sistema de circulación. Han elevado su temperatura hasta los 28 grados, pero la máquina permitirá calentar su sangre externamente y que recircule, acelerando el proceso. 

Un cirujano se coloca, listo, frente al pecho del niño, para cortarlo. “Hagamos una vez más el control del pulso”, dice Maffei, colocando las yemas de sus dedos contra la arteria femoral de Gardell. Para su sorpresa, hay un pulso. Su colega, el doctor Rich Lambert comprueba la arteria braquial, ahí hay un pulso fuerte. Emocionados, permanecen en el quirófano, monitoreando el pulso de Gardell durante más de una hora, para luego transferirlo a cuidados intensivos pediátricos. Maffei camina hacia la sala de espera para encontrarse con Rose. 

“Gardell está vivo —dice—. Sin embargo, tenemos que entender que está vivo después de estar esencialmente muerto durante una hora y 41 minutos”. Tiene que manejar las expectativas: debido a la falta de oxígeno, es probable que el cerebro de Gardell haya sufrido un daño permanente. Cuándo despertará —si lo hace—, es una incógnita, así como las funciones que conservará cuando lo haga. 

Son las primeras horas de la mañana. Doyle Martin ha vuelto de la ruta y él y Rose se sientan en la cama de Gardell. “Gardell —dice Doyle, como siempre que llega a casa—, he vuelto de trabajar para jugar contigo. ¿Quieres jugar?”. Y ante el eterno asombro de todos, el niño abre los ojos y mira a su padre. El mismo niño que, ocho horas antes, estaba muerto. Gardell permanece en el hospital dos días más, con un sedante suave. Se ha mantenido a 32 grados para evitar que su tejido cerebral se hinche. Comienza a abrir los ojos con más frecuencia, obviamente consciente de su entorno. Se le retira el tubo de respiración. 

Al cuarto día, un domingo, vuelve a casa. A la semana siguiente, juega con sus hermanos. “Nunca sabrá lo que pasó”, dice Rose. 

¿Cómo un niño pequeño, que bajo toda óptica había muerto durante casi dos horas, volvió a la vida indemne? Para su familia y muchos más, Gardell sobrevivió simplemente por un milagro. 

Rose señala que el pulso regresó justo en el momento en que el grupo de la iglesia local se reunió para rezar por él. Fisiológicamente, la clave fue el hecho de que casi se ahogara en agua helada. “La hipotermia ofrece cierta protección contra los efectos perjudiciales de la reducción del flujo sanguíneo y de una caída de oxígeno”, dice Maffei. El frío intenso detuvo el corazón de Gardell, pero también salvó su cerebro, al igual que es posible poner un dedo amputado en hielo hasta que pueda volver a ser cosido. A una temperatura más alta, las células del cerebro de Gardell seguramente habrían muerto por falta de oxígeno; con el frío, sobrevivió por lo menos durante una hora y 41 minutos. Pero ninguno de los involucrados en el rescate había visto un caso tan extremo. 

Randall Beachel, el vecino que sacó a Gardell de la corriente, a veces mira hacia la casa de sus vecinos y ríe al ver al niño rubio saltar en los charcos o perseguir a sus hermanos. Para él también es muy sencillo. “Es realmente un milagro —dice—. Realmente un milagro”.

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