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Tras su manto de neblina

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La apasionante historia de una olvidada hazaña de 1964 en territorio malvinense.

—Tenemos que volar a Malvinas.

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—No, yo no me animo. A mi hermano, hace doce años, le fue mal.

—¿Qué le pasó?

—Quiso ir hasta las islas pero el plafón de nubes bajó tanto que no veía nada. Al final tuvo que volver al continente. Pero cuando regresó, después de siete horas en el aire, la Fuerza Aérea lo sancionó duramente con un año de suspensión,  por volar sin autorización.

Este diálogo sucedió hace 43 años en el Aeródromo de Monte Grande, una localidad ubicada 28 kilómetros al suroeste de Buenos Aires. Era el verano de 1964 y los pilotos civiles más experimentados comentaban el asunto del momento: un comité especial de las Naciones Unidas se preparaba para analizar el tema de las Islas Malvinas.

La Argentina acumulaba 131 años de reclamos ante Inglaterra y al parecer, con los aires anticolonialistas y nacionalistas de la época, la adhesión de muchos países a la exigencia de devolución de los territorios era un hecho.

Ciro Comi, presidente del aeródromo, recordaba a sus amigos la experiencia de su hermano Aldo quien, en 1952, había fracasado en su intento de llegar a las islas en una avioneta.

—Yo me animo a ir, pero no tengo avión—, dijo Miguel FitzGerald.

—Si vos te animás, te presto mi Cessna—, le respondió Ciro.

—Dale, pero lo que haré, a diferencia de tu hermano, será garantizar que aparezca en los medios. Si hacemos semejante esfuerzo y nadie se entera, nos arrancan la cabeza.

Quien aceptaba el desafío era un piloto civil que había trabajado en Aerolíneas Argentinas. Dos años antes, unos pocos diarios se habían ocupado de las hazañas de FitzGerald: un vuelo sin escalas de Nueva York a Buenos Aires, sin acompañante, y el cruce del Pacífico, de Alaska a Tokio. También había sido fotógrafo aéreo, taxista aéreo y remolcador de carteles. “Menos fumigación y contrabando ya había hecho de todo”, bromea hoy FitzGerald.

Entonces, con 38 años y en busca de la gloria, planificó con mayor ahínco la difusión de la noticia que el viaje en sí. Habló con el director del vespertino La Razón para ofrecerle la primicia. Tenía pensado aterrizar al mediodía; a La Razón le venía de maravillas. Pero el periodista Félix Laiño pensó que todo era una locura y lo rechazó. Quien sí se entusiasmó fue Héctor García, el dueño de Crónica, otro vespertino, pero de características más sensacionalistas.

—Te pongo un fotógrafo arriba del avión—, le sugirió García pensando en la tapa de ese día.

—No. Voy a viajar solo. No necesito nada. Dos es mucho peso y consumiríamos más combustible—, contestó FitzGerald.

Restaba elegir la fecha: “Había pensado en el 8 de septiembre porque ese día se reunían los diplomáticos en Nueva York. Además, era mi cumpleaños. Cuando se lo conté a García, él se puso firme: “Hacelo el 8. No se te ocurra hacerlo el 9, porque ese día juegan Independiente y Juventus la final de la Copa Intercontinental, y la gente quiere fútbol, por más que vos bajes en Malvinas”.


Ninguna autoridad sabía del plan de FitzGerald para aterrizar en las Islas Malvinas.


 A LAS NUEVE Y VEINTE de la mañana del 8 de septiembre, el Cessna levantó entonces vuelo desde el Aeroclub de Río Gallegos, la capital de la provincia de Santa Cruz ubicada casi en línea recta frente a las islas. Los amigos resguardaron el secreto, de tal forma que ninguna autoridad de control de vuelo sabía del plan. FitzGerald llevaba una bandera argentina y en el Aeroclub había encontrado un mástil, con la idea de plantar la insignia apenas llegara.

“Cruzar el mar fue tranquilo y lo hice en silencio. Pero cuando llegué al objetivo, luego de tres horas y media de vuelo y 600 kilómetros de recorrido, me encontré con un plafón de nubes que impedía ver hacia abajo. Estaba en la misma dificultad que Aldo Comi, pero confiaba en que el combustible me permitiera sobrevolar las islas hasta que el cielo se despejase.”

Malvinas suele ser un lugar difícil para el aterrizaje.  Las frecuentes neblinas impiden la visión, y hay un cerro de más de 600 metros de alto.

“Pasaron algunos minutos y en medio de la capa de nubes divisé un claro por el que podía ver el mar —recuerda FizGerald—. Me lancé por ese hueco y envié una comunicación a Río Gallegos: “El Lima Víctor Hotel Uniform (LVHU) sobrevolando Malvinas, me dispongo al aterrizaje para enarbolar nuestra bandera.

 “Al pasar por arriba de las estancias sorprendí a los malvinenses porque el avión no era de los que había en la isla; el mío no tenía flotadores para aterrizar en el agua.”

El ruido fuerte y extraño que iba aumentando en intensidad, sacudía la modorra de Port Stanley (que luego se llamó Puerto Argentino).

En la avioneta, FitzGerald tomó la decisión de dar dos vueltas alrededor del pueblo antes de aterrizar. Pretendía que sobraran testigos. Primero vio puntitos negros, luego pequeñas casas y autos y, un rato después, las siluetas precisas de personas, mayoritariamente rubias.

A Malvinas no llegaban aviones todos los días, ni siquiera todas las semanas. Por entonces el gobierno británico tenía bastante descuidadas las islas, y había apenas un servicio irregular, a veces pactado con las autoridades argentinas, para llevar provisiones.

FitzGerald, con la ayuda de mapas del terreno malvinense que le prestaron en el aeroclub, había pensado que el mejor lugar para aterrizar era una cuadrera. “Si allí corren caballos —pensó— mi avioneta va a poder aterrizar. En ese entonces no existía aeródromo ni pistas”.

“El aterrizaje fue sin problemas. Me bajé del avión y, con el motor en marcha, empecé a correr. Saqué la Bandera argentina con el asta y la até al alambrado. Inmediatamente volví al Cessna. Ya se habían congregado unas cuantas personas. Un poblador se acercó para hablarme y supuso que yo estaba perdido. ‘Where do you come from?’, me gritó. Le respondí en mi inglés modesto que venía de Río Gallegos. Me dijo si quería combustible para volver, pensando siempre en que me había extraviado. Le dije que tenía lo necesario, le entregué una proclama para que difundiera y me marché rápidamente. Tenía miedo de que los ingleses me confiscasen el avión, que además no era mío”.

Cuando emprendió el regreso, FitzGerald envió su segundo mensaje al continente. Lo aguardaba junto a la radio un periodista que inmediatamente retransmitió la primicia. Crónica de esa tarde tituló: “Malvinas: hoy fueron ocupadas”.

Horas después de su llegada a Río Gallegos, FitzGerald fue el hombre más buscado del país. La Fuerza Aérea no dudó en sancionarlo con un apercibimiento. Su hazaña no fue bien vista además por los funcionarios argentinos en la ONU (temerosos de perturbar las gestiones diplomáticas). Aunque el comité votó a favor de que se iniciaran las conversaciones entre Londres y Buenos Aires.

El diario Crónica organizó una recepción para FitzGerald en la capital argentina, donde lo pasearon por las calles a la manera de los ídolos del deporte. El entonces presidente de la Nación, Arturo Illia, levantó finalmente el castigo impuesto por la Fuerza Aérea.


«Los malvinenses de hoy tienen tal calidad de vida, que hasta los suecos los envidiarían».


FUE 18 AÑOS MÁS TARDE, el 2 de abril de 1982, cuando las tropas argentinas ocuparon las islas. La guerra con los británicos llegó enseguida. El 1º de mayo se iniciaron los combates. Un país era conducido por militares golpistas. El otro, por una señora a la que apodaban la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, que contaba con el apoyo de los Estados Unidos. FitzGerald reflexiona: “Aquella guerra fue un mamarracho en todos los sentidos. Pese a ello, como a todos nos dio ganas de compremeternos, yo también pedí que me dejaran ir. Pero había que hacer muchas ‘trenzas’ con los militares de entonces para que te dejaran volar”.

La inevitable derrota argentina fue cuestión de días. El 14 de junio de 1982 la Argentina firmó la rendición: 649 argentinos murieron y los heridos fueron más de mil. Los británicos reconocieron 255 bajas.

 AHORA, AL CUMPLIRSE 25 AÑOS de la guerra, el gobierno inglés invitó a la Argentina a conmemorar conjuntamente la fecha. Desde Buenos Aires la palabra oficial fue: “La recuperación de las islas constituye un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino, pero por medio del diálogo y la paz».

¿Cómo ve ahora FitzGerald, a sus 80 años, la situación de Malvinas? Es pesimista: “Los malvinenses de hoy tienen tal calidad de vida que hasta los suecos los envidiarían. Descubrieron las ventajas de los derechos de pesca y las están aprovechando.
Difícilmente los podamos convencer de que alguna vez se sientan argentinos. Ni siquiera les interesa estar comunicados con nosotros.  

“Ya está —concluye—, yo aproveché una época. Esos quince minutos en las islas me dieron más prensa que muchos otros vuelos que me llevaron más esfuerzo, horas o días. Yo hice lo que pude y cumplí un sueño de muchos argentinos.”     

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