Cuando se produjo una desgracia en pleno vuelo, un pasajero hizo un llamado urgente al control de tráfico aéreo: “necesito ayuda aquí arriba”.
Joe Cabuk era un piloto experimentado que hacía sentir a sus pasajeros una confianza absoluta. Este ex coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, de 67 años, había volado sobre Vietnam en aviones F-100, comandado un ala de caza en Inglaterra y trabajado como subdirector de operaciones de la OTAN en Italia. Luego de jubilarse como militar en 1989, volvió al noreste de Louisiana, su estado natal, y ahora hacía 20 años que realizaba vuelos en aviones fletados desde el Aeropuerto Regional de Monroe. Hombre canoso y erguido como una estatua, tenía dos hijos adultos, era diácono de una iglesia baptista y jamás se permitía correr riesgos con sus aviones.
Alrededor de la 1:30 de la tarde del domingo 12 de abril de 2009, frente al tablero de mando de un King Air 200, de Beechcraft, Cabuk empezó a anunciar los pasos de control de ascenso luego de haber despegado de Naples, Florida: “Amortiguador de guiñada encendido. Potencia de ascenso fija. Hélices a 1.900 revoluciones por minuto”. A su lado, en el asiento del copiloto, estaba el dueño del avión, Doug White, un empresario de la construcción. La esposa de White, Terri, y sus dos hijas adolescentes iban acurrucadas debajo de unas mantas en la cabina de pasajeros; esperaban leer un poco y dormir una siesta durante el vuelo de tres horas de vuelta a casa.
White, de 56 años, se sintió seguro al escuchar la minuciosa enumeración del piloto. Había sido una semana de luto para él y su familia. Ocho días antes, su hermano, de 53 años, había muerto de un infarto en Naples, donde residía. Los White vivían en el pequeño poblado rural de Archibald, Louisiana, y habían ido a Florida para asistir al sepelio. Ahora Cabuk los llevaba de vuelta al oeste.
—Vamos a tener un poco de turbulencia mientras pasamos por esta capa de nubes —les advirtió.
Entonces comenzó un llamado de rutina al centro de control de tráfico aéreo de Miami, citando el número de identificación oficial del avión, N559DW: “Centro de Miami, King Air Cinco, Cinco, Nueve, Delta, Whisky…” Justo en ese instante se le fue la voz, dejó caer el mentón sobre el pecho y cerró los ojos.
White le tocó el hombro varias veces y lo llamó por su nombre. Cabuk alzó la cabeza y soltó un largo gemido; luego puso los ojos en blanco y se quedó muy quieto. El empresario llamó a gritos a su esposa:
—¡Pronto, Terri, ven aquí! Tenemos un problema.
Cuando ella vio al piloto inmóvil en su asiento, lo agarró del brazo y lo sacudió para despertarlo.
—Déjalo —le dijo White unos segundos después, al percatarse de la terrible verdad—: está muerto.
En la cabina de pasajeros, Maggie, de 18 años, estudiante de primer año en la Universidad Estatal de Louisiana, y su hermana, Bailey, de 16, que cursaba segundo año del bachillerato, empezaron a temblar de miedo.
El avión estaba a más de 1.500 metros de altitud y seguía ascendiendo a una velocidad de 600 metros por minuto. Y ninguno de los que estaban a bordo sabía cómo hacerlo aterrizar.
White tenía licencia de piloto, pero su experiencia era mínima. En 1990 logró acumular suficientes horas de vuelo para aprobar el examen en una avioneta Cessna 172 monomotor, diseñada para principiantes. Había volado sin copiloto una sola vez, y luego abandonó esta afición. Así era él: inquieto y emprendedor, siempre dispuesto a aceptar un desafío hasta superarlo. En 2008 compró el King Air 200 usado como inversión, y se lo alquilaba al aeropuerto de Monroe para vuelos fletados. Ser dueño de un avión le despertó otra vez el interés por volar, y acumuló algunas horas más en avionetas Cessna. Pero estas aeronaves son elementales y alcanzan una velocidad de crucero de apenas 100 nudos (186 kilómetros por hora).
El King Air, en cambio, era complejo e intimidante: un bimotor turbohélice tres veces más veloz y cinco veces más pesado que cualquiera de las naves que White había piloteado. Su tablero de instrumentos tenía decenas de indicadores e interruptores desconocidos para él. El único control que creía poder operar era el radio; en su vuelo anterior le había preguntado a Cabuk cómo funcionaba.
En esos momentos el avión volaba en piloto automático, dispositivo que el empresario jamás había usado. Estaba puesto a 3.000 metros de altitud, pero como Cabuk no tuvo tiempo de oprimir todos los botones necesarios, la nave siguió ascendiendo después de alcanzar esa altitud. Pese a su poca experiencia, White sabía que si el avión se elevaba más allá de los 10.700 metros, se detendría en el aire enrarecido y caería en picada. Pero su mayor temor era que Cabuk cayera sobre los controles.
—¡Rápido, sáquenlo de aquí! —le dijo a su esposa.
Esta llamó a Maggie, pero no había espacio en la pequeña cabina de mando para que ambas pudieran maniobrar. Terri trató de levantar sola el cuerpo del piloto, pero como no pudo, le apretó el arnés del asiento para mantenerlo inmóvil.
—Vayan atrás y recen con todas sus fuerzas —ordenó White.
Terri lo besó en la mejilla y le dijo:
—Tú puedes lograrlo.
Entonces volvió a la cabina trasera y abrazó a sus hijas. Después de tranquilizar a Maggie —quien, abrumada por el miedo y las náuseas, vomitó en una bolsa—, se puso a rezar. Terri había sobrevivido a un cáncer cuatro años antes. Si ya me llegó la hora de morir, Señor, que se haga tu voluntad, pensó. Pero mi suegra ya enterró a un hijo esta semana. Por favor, no le des otro motivo de dolor.
White encendió el radio y comenzó a transmitir un mensaje:
—Miami, esto es una emergencia. Mi piloto está inconsciente. Necesito ayuda aquí arriba.
Nate Henkels, de 30 años, sentado frente a un radaroscopìo enfocado en una franja del espacio aéreo de Florida, tomó la llamada en el centro de control de tráfico aéreo de Miami.
—¿Es usted piloto calificado? —le preguntó Henkels, uno de los 97 controladores en servicio ese día.
—Volé poco tiempo, en un monomotor —respondió White—. Necesito hablar con un piloto de King Air.
Henkels se quedó atónito. Aunque sabía de otros casos en que un piloto quedó incapacitado en pleno vuelo y los pasajeros consiguieron aterrizar, pocas naves habían sido tan grandes y complejas como el King Air. Luego de comunicar el problema a sus supervisores, le indicó a White que mantuviera una altitud de 3.700 metros, pero como su experiencia de vuelo también era mínima, no pudo explicarle cómo hacerlo. Durante seis minutos, mientras el controlador se ocupaba de la docena de aviones de su sector, el King Air siguió elevándose.
—Necesito parar el ascenso —dijo White—. No corte el llamado.
—No lo haré —contestó Henkels, luchando con su propio miedo—. No se preocupe. Estoy tratando de encontrar una solución.
En ese instante llegó un supervisor con Lisa Grimm, quien había piloteado aviones Learjet y trabajado como instructora de vuelo antes de convertirse en controladora aérea. Se arrodilló junto a Henkels y enchufó sus auriculares en el tablero del radar. Aunque Lisa, de 31 años, había estado al mando de un King Air en una sola ocasión, durante dos horas, pudo explicarle a White cómo desconectar el piloto automático. En ese momento el avión del empresario se encontraba a 5.300 metros de altitud.
—Vamos a iniciar un descenso lento y suave —le indicó Lisa con voz calmada—. Tire poco a poco hacia atrás la palanca de aceleración y mueva el timón con suavidad.
Esta última maniobra resultó todo un desafío. Incluso en condiciones normales, para cambiar manualmente la dirección de un King Air se necesita más fuerza de la que White estaba acostumbrado a usar. Con los demás controles ajustados aún para el ascenso, tuvo que aplicar toda su energía para mover el timón. Entonces se acordó del volante de compensación, que ajusta el flujo de aire para reducir la presión en los controles principales, y estiró la mano para sostenerlo desde el costado izquierdo de la consola central. Luego de mover a un lado la pierna de Cabuk, hizo girar el volante y logró bajar la nariz del avión.
—Ahora lo ayudaré a descender a 3.300 metros —continuó Lisa.
Él trató de bajar poco a poco, pero su velocidad e inclinación fluctuaban peligrosamente. Junto a Lisa, Henkels y su colega Jessica Anaya, de 26 años, trabajaban a un ritmo frenético para desviar de la zona a otros aviones.
Cuando el King Air alcanzó la altitud de crucero adecuada, Lisa empezó a pensar en el aterrizaje. Sabía que era una maniobra difícil, y que sería imposible intentarla en Miami, pues el reglamento de la Administración Federal de Aviación establece que toda aeronave en peligro debe ser guiada al aeropuerto más cercano. Un supervisor ya había alertado al personal del Aeropuerto Internacional del Suroeste de Florida, en Fort Myers.
—Dentro de un minuto va a hablar usted con los controladores de aproximación de Fort Myers —le dijo Lisa a White—. Lo van a ayudar a aterrizar sin que corra peligro.
Le indicó que doblara a la izquierda, sobre el golfo de México, para iniciar una maniobra circular que lo pondría en el rumbo correcto. El horizonte se convirtió en una mancha azul, y White tuvo que orientarse por medio del indicador de posición de vuelo en el tablero de instrumentos. Le resultaba difícil mantener una altitud constante y al mismo tiempo no quitar la vista del indicador, así que ajustó el piloto automático a 3.300 metros de altitud y lo activó otra vez, sin prever que el avión daría un bandazo a la derecha. Lo desconectó rápidamente.
—Va bien —lo alentó Lisa, y en seguida le explicó cómo sintonizar la frecuencia de radio de Fort Myers.
White no quería cortar la comunicación con ella; su voz calmada se había convertido en su salvavidas. Lisa le prometió seguir al tanto, por si quería hablar de nuevo con ella.
Brian Norton iba saliendo de su trabajo en el centro de control de tráfico aéreo de Fort Myers cuando su jefe lo alcanzó para decirle que había una emergencia. Norton, de 48 años, era uno de dos controladores con experiencia como pilotos que estaban de servicio esa tarde, junto con Dan Favio, de 29 años, quien apenas hacía dos meses que estaba en Fort Myers. Ninguno de los dos controladores había piloteado un King Air 200, pero Favio conocía a alguien que sí lo había hecho: su amigo Kari Sorenson, de 43 años, piloto privado a quien había conocido cuando trabajaba en el aeropuerto de Danbury, Connecticut.
Sorenson había sufrido pérdidas en accidentes aéreos. Cuando él era adolescente, su padre, también piloto privado, había muerto al estrellarse su avión, y en 1996 su padrastro, piloto de demostración de jets particulares, había fallecido cuando el vuelo 800 de la aerolínea TWA explotó frente a Long Island, Nueva York. Sorenson, quien se hizo piloto para honrar a su padre, entre otras razones, se asignó la misión de evitar otros desastres. “Quiero hacer de este mundo un lugar un poco más seguro”, señala.
Mientras Norton se conectaba a una pantalla de radar, Favio se sentó junto a él y llamó por teléfono a Sorenson. Este le dijo que no había piloteado un King Air desde 1995, pero que aún tenía el manual de vuelo y el plano de la cabina de mando. Con ellos en mano, y con el número de serie del avión de White, se sentó frente a la computadora en su casa para averiguar el modelo de la nave en problemas.
—Nos va a ayudar otro piloto que conoce bien el avión —le comunicó Norton por radio a White—. ¿Está usted usando el piloto automático, o está volando manualmente?
—Dios me está ayudando a pilotear manualmente esta nave —respondió el empresario, aliviado por el anuncio de un apoyo adicional.
En la cabina trasera, su esposa y sus hijas seguían acurrucadas y asidas con fuerza de las manos.
—Bien —dijo Norton—, empezaremos a guiarlo hacia al aeropuerto. Vire 90 grados a la izquierda.
Por la velocidad con que estaba descendiendo, White temió no poder ejecutar bien la maniobra, así que pidió instrucciones para hacer ajustes y alcanzar la velocidad correcta.
Norton le transmitió la sugerencia de Sorenson —que ajustara el apuntador de rumbos—, pero White no sabía cómo usar ese dispositivo y no tenía tiempo para aprender. Su velocidad relativa oscilaba entre 230 y 100 nudos, así que había riesgo de que perdiera sustentación y cayera en picada. Finalmente, Sorenson encontró la solución:
—Díganle que maniobre como si el King Air fuera un monomotor. A fin de cuentas, un avión es un avión.
Al oír esto, White supo que no tendría más remedio que confiar en su intuición como piloto. Los tres hombres en tierra se limitaron entonces a darle instrucciones sobre los controles básicos del avión.
Poco después White estaba volando de manera más estable, y cuando descendió a unos 600 metros, divisó una franja gris a lo lejos.
—Creo que estoy viendo la pista jus-to enfrente de mí —señaló.
El avión estaba a 24 kilómetros del aeropuerto, alineado para la aproximación final. La siguiente instrucción de Sorenson fue que White redujera la velocidad a 160 nudos, y que luego hiciera descender el tren de aterrizaje y los frenos aerodinámicos.
—Cuando aterrice, si es que lo consigo, ¿tiro hacia atrás la palanca de aceleración? —preguntó White.
—Sí —contestó Norton—. Tire la palanca y frene al máximo.
El altímetro indicó 550 metros, luego 300 y después 150. Un ejército de ambulancias y camiones de bomberos se había colocado ya a lo largo de la pista de aterrizaje. Terri y sus hijas rezaron con más fervor.
—Todo se ve bien desde aquí —le dijo Norton a White—. Adelante, la pista es toda suya.
En el centro de control de tráfico aéreo de Miami, un supervisor le dijo a Lisa Grimm que White había logrado aterrizar, y que el avión no se había salido de la pista ni se había incendiado. Momentos después, el recinto estalló en gritos de alegría y aplausos.
En Fort Myers, Favio salió corriendo del edificio para ver lo que había ocurrido. El King Air estaba posado en la pista, reluciente bajo el sol de Florida luego de un aterrizaje perfecto. Tras recibir instrucciones de apagar los motores y abrir la puerta, White y su familia salieron del avión, tambaleándose. Los socorristas sacaron a Joe Cabuk de la cabina de mando y trataron de reanimarlo, sin éxito. Más tarde, la autopsia reveló que había muerto de un infarto.
De vuelta en casa, en Louisiana, Doug White les envió vouchers de regalo canjeables por una cena a Lisa, Norton, Favio y Sorenson. Ellos, a su vez, le reconocieron la mayor parte del mérito por haber logrado hacer aterrizar el King Air sin ningún daño. “Todos sentimos haber cumplido con nuestro deber- dice Sorenson-, pero el final feliz se debió sin duda a Doug. Nosotros sólo le dimos las herramientas para hacer la tarea”.
Durante un mes después del incidente, una pesadilla despertó a White todas las noches al filo de las 3 de la madrugada: una y otra vez, soñaba que se encontraba frente a los controles de un avión que no sabía cómo pilotear.
Ya retomó sus clases de vuelo, pues quiere estar preparado en caso de afrontar otra emergencia. Sean cuales hayan sido los recursos de los que se valió aquel domingo, cree que su familia y él se salvaron gracias a un poder superior. “Dios nos dejó vivir por alguna razón”, concluye.
Y Terri agrega: “Sólo espero que tengamos suficiente juicio para reconocer esa razón cuando finalmente debamos saberla”.