En un paseo por las Montañas Rocosas, la mascota cayó 250 metros. La gravedad de sus heridas no dejaba lugar a la esperanza y, de pronto, el animal desapareció.
Comenzamos el ascenso final a la montaña
Grand Traverse, de 3.975 metros de altura, a unos 11 kilómetros al este de
Vail, Colorado. Mi nuevo compañero de entrenamiento, Merle, un pastor
australiano de un año, parecía imperturbable a pesar de los 13 kilómetros ya
recorridos. Yo también me sentía fuerte, revitalizado por el aire puro de las
Montañas Rocosas y aquel interminable cielo azul. Era el Día del Padre de 2017
y tenía pensado volver a casa al mediodía para ver a Axel, mi hijo de cuatro
años, Lily, mi hija de nueve, y a mi mujer Susan. Mientras llegaba a la cima, escuché
un breve aullido pero supuse que Merle estaba unos segundos detrás, como toda
la mañana. Saqué una foto, llamé al perro, guardé el teléfono en mi mochila y
retomé el sendero ahora cuesta abajo. Merle no estaba por ningún lado. “¡Merle!
¡Merle!”, grité. “¿Dónde estás?”. Sentí un cosquilleo de pánico en la garganta
mientras descendía por el barranco, aún sin tener señal de él. Pero era un
perro atlético, joven e invencible. Tenía que estar bien, pensé racionalmente.
Muchos metros más abajo, encontré las
huellas de sus patas sobre un cordón de nieve de 1,5 metros de ancho en la
parte superior de un empinado barranco. Seguí las pisadas hasta que
desaparecieron por completo al llegar al extremo. Unos 250 metros más abajo, el
barranco terminaba en una superficie repleta de rocas y un enorme precipicio.
Debajo, podía ver una cuenca ancha y vacía cubierta de nieve. No había señales
de Merle. Todavía podía escuchar ese último ladrido, y ahora me daba cuenta lo
que pasaba. Merle se había ido para siempre.
Merle y yo habíamos comenzado la jornada a las 4 de la mañana desde mi casa en Eagle,
Colorado. Había dejado la ropa de correr cerca de la cama la noche anterior y
preparado la mochila con botellas de agua, comida para el camino y una lata de
sardinas, indispensable para grandes días de montaña. Sería mi primer largo
recorrido en la Cordillera de Gore este verano y mi primera gran aventura con
Merle.
Habíamos comprado este pastor Aussie de casi 20 kilos y ojos de distinto color, azul
y marrón, seis meses antes, a un criador de Durango. Merle rápidamente demostró
ser un gran compañero para correr. Podía completar sin dificultad carreras de
25 kilómetros.
Esa mañana, manejé unos 60 kilómetros
desde casa hasta el comienzo del sendero del Lago Deluge. Yo había crecido en
Illinois, pero de pequeño visitaba frecuentemente esa zona, donde mi padre
tenía una casa. Recorrí este sendero todos los años desde que tenía siete. Mi
padre, alpinista y corredor, nos llevaba a mi hermana pequeña y a mí hasta el
Lago Deluge, a unos 13 kilómetros de casa, a entrenar, como él decía, para la
escalada anual al Monte Holy Cross, el pico donde luego esparciría sus cenizas
en 2002.
No dudé un instante en llevar a Merle al
Grand Traverse. De hecho, esperaba que llegara antes que yo a la cumbre.
Precisamente por ese motivo, incluso sobre aquel barranco empinado, aún
pensaba: “Está bien”. Sabía que en el único lugar del sendero donde tendría
señal de móvil era en este punto y llamé a Susan. “¡Merle se ha caído! “No sé
qué ha pasado”, le dije. “Voy a buscarlo. Tranquila. Estoy bien”.
Luego vi algo que corría por la cuenca
bajo donde yo estaba. “¡Allí está! Tengo que ir a buscarlo”.
“Vale, ten cuidado”, fue todo lo que tuvo
tiempo de decir antes de que cortara y corriera pendiente abajo. Merle avanzaba
a toda velocidad y se alejaba de mí. Yo no podía seguir su ruta casi vertical
sin equipo técnico para escalar, por lo que tenía que buscar una manera más
segura de bajar.
Casi una hora más tarde, logré llegar a la
cuenca y vi a Merle sobre una roca grande y saliente. La sensación de alivio
recorrió mi cuerpo. “Merle, ven aquí, amigo. Buen perro. Lo siento mucho”,
dije. Pero escapó. No lo culpé. Lo había llevado hasta un extremo egoísta en
una búsqueda egoísta.
Seguí a Merle por la cuenca. Pronto llegué
a estar lo suficientemente cerca para advertir que estaba extrañamente
hinchado; cubierto de heridas, cojeaba y parecía tieso al andar.
Cuando logré acercarme a pocos metros de
donde estaba, se coló dentro de una grieta en el borde de una zona rocosa. Pude
sujetar sus patas traseras por un instante, pero se soltó y cayó directo dentro
de una cueva subterránea entre las rocas. Quité piedras y nieve de la entrada
de la cueva hasta que dos rocas del tamaño de una barbacoa se deslizaron y
dejaron atrapado mi dedo anular. Tiré hasta liberar mi mano y vi que tenía la
uña herida; estaba sangrando. Me puse uno de los guantes que llevaba en la
mochila para contener la sangre y seguí cavando. Minutos después, había podido
quitar suficiente nieve para asomar la cabeza por la grieta. Espié en la
oscuridad. Podía oír el tintineo del collar de Merle, pero no lo veía.
Grité, alternando entre un tono de voz
enfadado y casi histérico, a tranquilo y persuasivo. Ninguna respuesta. Decidí
darle espacio. Tal vez estaba bien y era mi pánico lo que estaba alterándolo.
Abrí la lata de sardinas y la dejé como cebo en la entrada de la cueva.
Mientras esperaba, fui hasta el lugar donde se había caído. Por encima de ese
punto pude ver el camino que había recorrido Merle: se había resbalado unos 200
metros desde el área de nieve arriba, había caído por un barranco de 12 metros,
luego rodado por otro barranco de 30 metros hasta el área de nieve más baja
donde estaba ahora. “¿Cómo ha sobrevivido a eso?”, pensé.
Volví a la grieta, me tiré en el suelo y
volví a llamarlo. Dentro olía a mojado. Después de una década de practicar caza
con arco, conocía ese aroma: olía a muerte. Pasé otra hora en cuclillas fuera
de la cueva hasta que el tintineo del collar y la respiración de Merle ya no se
oyeron.
La tarde ya había avanzado y me preocupaba
que se fuera la luz. Estaba en el lado equivocado de una gran montaña, a muchos
kilómetros de casa, y nada preparado para pasar la noche a la intemperie.
Guardé mis cosas, crucé la cuenca, descendí por un área de nieve algo derretida
y encontré el camino a la base de la hondonada por la que había bajado. Trepé
por el cúmulo de nieve derretida lo más rápido que pude, usando las huellas que
había dejado al descender. Cuando recuperé la señal, llamé a Susan.
“Estoy bien, pero solo”.
“¿Está muerto?”.
“Sí”.
Luego empecé a correr sendero abajo. No
sabía que Lily y Axel me habían escuchado a través del Bluetooth de nuestro
auto. Se pusieron a llorar.
Me acompañaban a las montañas y allí, corriendo sin correa, parecían protegidos por un atletismo
invisible. Merle fue criado para recorrer caminos como este. Yo había dado por
sentado que se comportaría de forma intuitiva en este sendero alpino de altura.
Pero la realidad es que casi nadie piensa en entrenar a sus perros para las
montañas.
En terrenos potencialmente peligrosos, es
esencial que los humanos ayuden a los perros a comprender sus límites, afirma
Amber Quann, responsable de la organización de entrenamiento canino Summit Dog
Training. Amber ayuda a perros y dueños a prepararse para aventuras al aire
libre a partir de la creación de lazos duraderos y clases de entrenamiento
corporal. Los perros no pueden hablar con nosotros pero tienen otras maneras de
comunicarnos que debemos prestar atención a ciertas cosas. Depende de nosotros
comprender sus idiosincrasias. Pero es difícil percibir los sutiles cambios en
el comportamiento de un perro mientras estamos viendo un video. “Es tan
sencillo como dejar a un lado el móvil y estar presentes”, asegura Quann.
Esa comunicación lleva a la confianza, el
otro elemento necesario para llevar a un perro a las montañas. “Tienes que
confiar en que las decisiones que toma tu perro son correctas, para eso es
preciso darle un nivel de libertad que sea seguro y no siempre interrumpir sus conductas
naturales”, añade Quann. “Queremos dueños que ayuden a sus perros pero que no
los controlen de manera excesiva”. Lo más importante, aclara, es que si creemos
que determinada experiencia puede resultar más estresante con el perro,
entonces es preferible dejarlo en casa.
Mi posible despreocupación también me
atormentaba, así que decidí llamar a nuestro veterinario y amigo Charlie
Meynier. Me aseguró que había hecho todo lo que estaba a mi alcance para salvar
a Merle. “Caminó hasta aquella cueva para buscar refugio, típico de un perro
angustiado que está al borde de la muerte, se esconden y se resguardan”, dijo.
El 8 de julio, tres semanas después del episodio, una agente inmobiliaria
llamada Dana Dennis Gumber estaba preparando una cotización en East Vail, cerca
de un kilómetro del inicio del sendero del Lago Deluge. Cerca de la entrada de
la propiedad vio a un perro herido y supuso que pertenecía a los paisajistas
que estaban trabajando en el lugar. Pero cuando volvió a la casa dos horas más
tarde, los trabajadores ya se habían ido y el perro seguía allí, acurrucado en
la puerta principal. Gumber había notado antes que el animal cojeaba y luego
observó que estaba sucio, débil y esqueléticamente delgado. Lo ayudó a subir al
auto y lo llevó a su casa para darle agua y comida.
Milagrosamente, Gumber descubrió que el
perro aún tenía collar. Esa tarde, dejó un mensaje en mi celular: “Tengo a
Merle. Llámeme por favor”.
Yo me había ido de viaje de trabajo a
Austria. Recibí el llamado e inmediatamente contacté con Susan. Susan estaba en
casa. Ninguno de los dos sabía qué significaba aquel mensaje. Susan supuso que
se trataba de una broma de mal gusto, pero dijo que de todas formas llamaría
por la mañana. Unas horas más tarde, tuvimos una respuesta: Merle estaba vivo,
dijo Susan. “Iré a buscarlo esta tarde”. Cuando llegó a casa de Gumber, se le
cayó el alma a los pies cuanto vio a Merle y comenzó a acariciarlo. Él parecía
reconocerla, aunque su mirada perdida le hizo pensar que podía haber sufrido
algún daño cerebral.
Lo llevó a la clínica, donde la
veterinaria de guardia Rebecca Hall descubrió que tenía desprendimiento de
retina en ambos ojos, un pulmón perforado, heridas y llagas en sus patas
traseras. Había perdido casi 6 kilos, prácticamente un tercio de su peso. Sus
deposiciones indicaban que había sobrevivido a base de hojas de pino y bayas.
Estaba muy descuidado, pero, increíblemente, no necesitó puntos y no tenía
huesos rotos. La doctora Hall estaba completamente sorprendida de que hubiera
sobrevivido a una caída semejante. Se había refugiado en una cueva y
probablemente caído en coma; luego se despertó y, a pesar de sus heridas,
caminó unos 32 kilómetros en 20 días para volver a casa. “No son muchas las
historias de perros que sobreviven en la naturaleza”, comenta Quann. “Pero los
perros de pastoreo son decididos y resistentes. Su vuelta probablemente sea
testimonio del vínculo positivo del animal con su hogar. Estos perros están
increíblemente unidos con sus dueños”.
Quann comenta que es posible que Merle
siguiera olores humanos en el sendero para poder volver. “Como humanos no
podemos comprender lo sencillo que puede resultarle a un perro seguir un aroma
o escuchar el sonido del tráfico a kilómetros”, añade. Además, después de una
semana en la naturaleza, sus sentidos probablemente se agudizaron. “Diría que
fue esta combinación de factores, junto con la intuición y algo de suerte, lo
que lo llevó de vuelta a casa”, dice.
Durante la semana siguiente, mientras yo
aún estaba de viaje, Merle se recuperó. Su mirada desorientada mejoró, engordó
y recuperó el caminar. Axel y Lily pasaron muchísimo tiempo con su mejor amigo.
Cuando volví a casa, justo después de medianoche, crucé la puerta ansioso por
ver a Merle. Entré en el salón, me arrodillé y lo llamé. Él soltó un ladrido
rápido, bajó las orejas, metió la cola entre sus patas y se subió a mi regazo.
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(5 de julio, 2018), Copyright © 2018 por Tess Strokes y Eric Wagenknecht.