Conocé los dos alephs de Chile y las crónicas de 1590: diez aldeas, un Challanco en el refugio de un mago y la torpeza de Felipe II.
Sin nariz ni derechos. En un cuento ruso un hombre despierta sin nariz. Esta se ha fugado. En el resto de las páginas, el Sr. Kovalyov —despechado por el desquerer de su naso— se la pasará persiguiéndola, increpándola, llorándole que vuelva, mientras ella disfruta su libertad. El cuento de Gogol es cómico. Doscientos cincuenta años antes, muy lejos de San Petersburgo, en un lugar llamado Chile, era habitual que una gran parte de su población despertase también sin nariz. O sin manos, orejas, ojos, pies. Pero no era cómico. No se habían ido de paseo y las lágrimas (si les habían dejado vivos los lagrimales) caían en tierra indolente para la compasión.
Reinaba el terror. Las mujeres eran secuestradas a diario y vendidas, luego, a cambio de ropa en la otra punta del país. A los hombres, convertidos en esclavos, se les cercenaba un pie de manera que no pudieran escapar y volver a sus hogares. El estado de las cosas resultaba tan especialmente desespe- rante que la casi totalidad de los chilenos se encontraba sumida en una depresión que hacía que se echaran a morir. Y no es una metáfora: se morían. Mal alimentados, sin acceso a medicinas, puestos a trabajar a destajo, lo que resulta asombroso es que algunos sobrevivieran.
Sólo pocos privilegiados, no más de 2.000, parecían no darse cuenta de lo que ocurría, excepto por los efectos prácticos del despoblamiento creciente. Entre ellos, los más lúcidos, luego de escuchar a los amputados, comentaban que “es general proposición suya que les pesa de que el sol que a nosotros calienta les caliente a ellos”. Así se malvivía en el “Reyno de Chile” en 1590. Probablemente peor que en la Transilvania de la misma época.
Es que se había formado un círculo vicioso infernal. Los esclavistas hacían de tal modo imposible la vida a sus esclavos, que necesitaban una provisión creciente de ellos entre los habitantes todavía no esclavizados. Estos últimos resistían poco, débilmente y mal. Es cierto, había algunas rebeliones, no obstante se trataba de cosas no mucho mayores que riñas masivas. ¿Riñas masivas? ¿Acaso no eran esos los años de la gloriosa Guerra de Arauco? ¿Un tiempo en que conquistadores arrojados y fieros se enfrentaban a guerreros indomables y orgullosos de una tierra “por rey jamás regida ni a extranjero dominio sometida”? No.
Por ejemplo, un informe del Sargento Mayor Miguel de Olevarría al Virrey del Perú revela que, entre noviembre de 1591 y fines de 1593, las bajas sufridas por el Ejército de Chile fueron 233 personas. El detalle: “muertos de viruela 48; de otras enfermedades 40; en la guerra contra los indios 13; ahogados en los pasos de los ríos 19, asesinados por sus camaradas 8; ahorcados por la justicia 10; (…) ordenados clérigos y frailes 42; fugados de Chile i licenciados por el gobernador para salir del país 51”.
Escasa épica, alta miseria. A la distancia, resulta inverosímil que dos mil personas, españoles, lograsen reducir a la parálisis más espantosa a una población que se calcula entre 800 mil a 1,2 millón de indígenas. Y, más increíble, cuando esos dos mil españoles estaban repartidos en diez aldeas, “a las cuales, sin embargo, se les daba el pomposo nombre de ciudades”, como escribe el historiador Diego Barros Arana; quien remarca que —aparte de Santiago (500 habitantes) y Osorno, el resto de las ciudades— “no tenían más que dos casas cubiertas de tejas”.
Cerca de cuarenta años duró esta tiranía que había convertido la “Copia Feliz del Edén” en un “Ensayo Realista del Infierno”. Ello, con la operatoria de algo más de 3 mil soldados (sumando a los que entraban y salían del país) y la complicidad impuesta a varios miles de auxiliares indígenas, todos parte de esta maquinaria de rapiña implacable. No obstante, como toda “implacabilidad”, estaba viciada por la impiedad y la estupidez.
A medio milenio de distancia es posible hipotetizar que aquellos días infernales produjeron una transformación en el pueblo mapuche convirtiéndolo, terrible ironía, en la imagen publicitaria con que sus opresores querían justificar el sadismo aplicado.
Población diezmada. Con las tribus de la zona central cuasi extintas y sus mujeres sometidas a la servidumbre sexual, las del sur del río Bio-Bío comenzaron a sufrir un incremento de presión a comienzos de la década de 1590. Ello porque, en Santiago, de los 60 mil indios sometidos a comienzos de la conquista, apenas quedaban 4 mil. La necesidad de nuevos esclavos era patente. Y se comenzó la citada campaña de secuestros. Así, “la mujer —dice— que iba al recaudo de su amo a su hacienda, dejando al marido y a los hijos, aparecía navegando la mar, i era con tanto exceso esto que vendían (a) los indios públicamente a trueque de ropa, caballos, cotas y otras cosas, i los vecinos de estas ciudades de arriba (Valdivia i Osorno) hacían presentes a sus amigos i conocidos de Santiago; i aquí alcanzaban del gobernador un mandamiento de amparo con que los indios quedaban de perpetua esclavonia”, escribió —molesto— el recién llegado gobernador Martín García Óñez de Loyola al rey de España sobre lo que descubrió al llegar al país, en septiembre de 1592.
Todo parecía perdido para los habitantes de Chile todavía no esclavizados. Entonces, una desgracia lejana trocó el mal por bien y vino en su ayuda: se llamó Déficit Fiscal.
Cuentas fiscales salvan a un pueblo. Sucedía que, en ese año 1590, el Imperio de Felipe II llevaba ya 14 años de combates en la Guerra de Flandes (hoy, Holanda, Bélgica y Luxemburgo) o Guerra de los 80 años. Los gastos de las operaciones, unido al mal manejo y corrupción crónicos de su Corte, superaban los ingresos. Por lo tanto, el rey ordenó un ajuste a sus posesiones. “Y me ha mandado que se varen en tierra las galeras que están en este puerto…i quite los presidios; i que la armada se entretenga de otros arbitrios sin tocar su real hacienda, i que los oficios se vendan como lo voy haciendo, i que lo salarios se reformen, i que en esta tierra no se gasta un solo real de su hacienda sino que se le invie sin quedar ninguno…”, le respondió el Marqués de Cañete, Virrey del Perú, a Alonso Sotomayor, todavía gobernador de Chile a fines de 1591, quien le pedía 300 hombres bien pertrechados y un navío costero con el cual poder conducir operaciones rápidas de desembarco en el sur chileno.
El Marqués decidió hacer algo que no pudieran reprocharle y envió a Chile un ejército de refuerzos de… 106 hombres, porque “no sé como ha de tomar (el rey) el haber gastado después que vine a este reino más de trescientos mil pesos en lo socorros que he enviado i ahora van, i en navíos de armada que han ido; i así yo no me atreveré a inviar más socorro de jente ni de ropa sin espresa cédula de S.M., como se lo escribo”.
Aunque no podemos saberlo con total certeza, se puede afirmar que esta vacilación (más la extensión de la guerra en Europa) fue lo que le dio al pueblo mapuche la oportunidad de salvarse de la extinción. ¿Por qué? Entre 1545 y 1590 dos generaciones ya habían visto de lo que eran capaces los españoles. Luego de la parálisis, el shock inicial y el impacto del virus de la viruela, que se hizo endémico, habían comenzado a aprender cómo luchar con ellos. Aun así, en ese momento, un ataque coordinado y masivo de tropas bien pertrechadas habría impedido que una tercera generación terminara de salir de la niñez, habiendo asimilado la experiencia.
Tal ataque se dilató años cruciales. Así fue como, finalmente, en 1598, la Batalla de Curalaba (50 soldados españoles, el gobernador y 400 auxiliares indígenas muertos) dio comienzo a una serie de rebeliones coordinadas que llevaron a los españoles a abandonar todo territorio y “ciudades” al sur del río Bio-Bío. A partir de ese momento la cultura mapuche se reconfiguró con éxito y, retrospectivamente, aquello fue algo muy bueno: durante todo el siglo siguiente Chile fue una de las gobernaciones más inestables y corruptas del Imperio. Sus ocupantes se caracterizaron por su incapacidad para durar en el cargo debido al nepotismo, robo, corrupción, intentos de asesinatos, envenenamientos y abusos de todo tipo.
Nada que los mapuches, dada su experiencia, no pudieran predecir.
Y hablando de predicciones. Debemos al escritor guatemalteco Augusto Monterroso la aseveración de que el primer Aleph americano (ese lugar en que se puede ver todo el universo, el pasado y el futuro, en el cuento del mismo nombre de Jorge Luis Borges) aparece en La Araucana, de Alonso de Ercilla y Zúñiga, brillando en el refugio del mago mapuche Fitón: “Y esta bola que ves y compostura es del mundo el gran término abreviado, que su dificilísima hechura cuarenta años de estudio me ha costado. Mas no habrá en larga edad cosa futura ni oculto disponer de inmóvil hado que muy claro y patente no me sea y tenga aquí su muestra y viva idea”. Se trata, para asombro de Ercilla, de un “círculo luciente, donde todas las cosas parecían en su fortuna distinta y claramente: los campos y ciudades se veían, el tráfago y bullicio de la gente, las aves, animales, lagartijas, hasta las más menudas sabandijas”.
Y es cierto que tal aleph (o Challanco) existe. Es la lengua mapuche. El gran lenguaje desconocido de Chile para la mayoría de los mismos chilenos. El que, en sus distintas formas (algunas secretas, se dice) sobrevivió y florece gracias al déficit fiscal y la feliz torpeza de Felipe II, el monarca que sólo hablaba La Castilla, a diferencia de todos los mapuches de nuestro país que son políglotas.
A la distancia resulta inverosímil que 2.000 españoles lograsen reducir a una población mayor de 800 mil indígenas.