Tras ser víctima de un infarto, este escritor descubrió la diferencia entre vivir y sentirse vivo. El apoyo de su pareja despertó la luz de esperanza necesaria para encontrar motivos por los cuales aferrarse a la vida.
Hace tres años y medio, mientras mi prometida, Sarah, y yo teníamos relaciones íntimas, me dio un infarto. Pasaron casi siete minutos desde que Sarah llamó una ambulancia hasta que los socorristas llegaron a nuestro departamento. Entre tanto, me senté apoyado contra la cabecera de la cama, y Sarah contestó las preguntas del operador: ¿qué síntomas tenía? ¿Me había incorporado ya en la cama? ¿Había masticado una aspirina? Durante toda esa conversación entre tres personas, nuestro gato, Finian, se mantuvo tendido sobre una almohada junto a mí, ronroneando con los ojos entrecerrados.
Sarah permaneció notablemente tranquila todo el tiempo. Me sorprendió un poco su calma de estilo budista porque detesta no saber cómo pueden salir las cosas. Ni siquiera ve un episodio de su serie de televisión favorita sin antes leer la sinopsis, a pesar de que hemos visto la serie completa por lo menos tres veces.
Cuando los socorristas llegaron, confirmaron que yo había sufrido un infarto. Tras preguntarme sobre las circunstancias del incidente, como si había tomado alguna píldora para mantener la erección (no lo hice), me subieron a una camilla. Una inyección de morfina disipó el resto de mis recuerdos de esa noche.
Estoy seguro de que fue una noche mucho más difícil para Sarah que para mí. Yo estaba inconsciente o fuertemente sedado, mientras que ella no podía hacer nada más que esperar y preocuparse. Sean cuales hayan sido sus planes o aspiraciones respecto a nuestra vida, habían cambiado repentina e irrevocablemente. No tengo idea de cómo se mostró tan capaz, dadas las incertidumbres que mi enfermedad trajo hasta nuestra puerta. Los planes de una pareja pueden venirse abajo aunque las dos personas estén saludables.
Con todo, Sarah y yo logramos ocuparnos de nuestra vida desde esa noche. Como estaba planeado, nos casamos; dejamos el departamento y nuestros empleos en Ottawa, Canadá, donde viví más de 40 años, y nos mudamos a Toronto, un lugar mucho mejor para nuestro trabajo creativo, un cambio que no había sido capaz de hacer hasta entonces.
También dejé de fumar, lo que resultó más fácil de lo que esperaba porque no lo estaba haciendo por mí, sino por Sarah. Finalmente, reanudamos también nuestra vida sexual, luego de un par de años en los que sentimos como si tuviéramos una bomba de tiempo debajo de la cama (suena absurdo, pero así era).
Las razones de todo —por qué nos casamos, por qué dejé de fumar, por qué nos fuimos de Ottawa— quizá parezcan obvias: yo había sufrido una experiencia traumática que acentuó las consecuencias de mis malas decisiones. Cabe decir que cualquier persona razonable podría ver eso y hacer los ajustes necesarios; sin embargo, hay gente que está fumando a través de la abertura de la traqueotomía mientras escribo esto.
La reacción que tuve ante el infarto fue forzosa. De hecho, habría sido más propio de mí seguir simplemente con mi comportamiento habitual, ya que soy terco, con una clara tendencia a la autodestrucción.
Al principio de mi vida adulta decidí que haría todo lo que me gustara cuando quisiera y que solucionaría los problemas sobre la marcha. Me salí con la mía durante 20 años, pero ese estilo de vida se puede mantener solo si uno es rico, independiente y un absoluto misántropo. Nunca he sido las dos primeras cosas, y tampoco odio a la humanidad. Así que, al acercarme a los 50 años, me encontré con una vida que no cuidaba mucho y sin una enmienda a la vista.
Cuando llegaron los socorristas, me sentía bastante en paz respecto a cómo podría terminar mi vida. No es que me urgiera irme al cementerio silbando y poniendo buena cara, pero una parte de mí deseaba que todo aquello terminara.
Entonces Sarah tuvo ese pequeño detalle, un acto común del que quizá no me hubiera dado cuenta en otras circunstancias. Mientras los socorristas me hacían sus preguntas incómodas, Sarah llenó una bolsa con cosas que supuso que yo iba a necesitar en el hospital: ropa interior, mis lentes y un par de libros. Lo suficiente para una estancia corta, nada más.
Al principio pensé que Sarah estaba haciendo eso por resentimiento. ¿Por qué querría complicar las cosas? ¿Por qué no dejaba que me fuera, sencillamente? Pero luego imaginé que, si llegaba a morirme, ella volvería sola al departamento, llevando en la mano la bolsa con cosas que yo ya nunca usaría. Esa imagen se me grabó y empezó a hacer ruido en mi cabeza.
No estoy seguro de que podamos influir en el resultado: simplemente dejarnos ir y morirnos, o luchar para seguir viviendo. Pensar que eso está en nuestras manos me parece que es una ilusión, una esperanza vana a la que muchas personas se aferran en circunstancias difíciles. Creo que lo que me salvó aquella noche fue la competencia de los profesionales que me atendieron tanto en casa como en el hospital, y la suerte de vivir en una ciudad que cuenta con excelentes servicios de emergencia.
Pero lo que Sarah hizo al empacar esas cosas para mí, la esperanza que dejaba traslucir su acción, fue lo que me llevó a escuchar a los médicos, seguir el tratamiento y dejar de fumar. Ella hizo eso por mí con la mejor intención, pero también puso al descubierto mi egoísmo, la mezquindad de renunciar a la vida solo porque en ocasiones se complica. Me avergonzó la forma en que lo exhibe a uno vivir atrapado en una mentira. El amor no nos permite darnos el lujo de ocuparnos (o no ocuparnos) solo de nosotros mismos.
A veces el amor se revela poco a poco; es la acumulación gradual de los actos aparentemente mundanos de bondad, los sacrificios, la atención hacia el otro e incluso el mal comportamiento que dos personas comparten. La acción de Sarah fue un ejemplo de cómo es el amor despojado de todo lo que resulta cómodo pero no esencial. Tener la oportunidad de atestiguar eso, fueran cuales fueran las circunstancias, me hizo sentir que era afortunado. También me hizo querer estar a la altura del nivel de compromiso que Sarah tan claramente mostraba; ella esperaba más de mí, y yo ya no podía seguir soslayándolo.
El cambio que se produjo en mí se debió en parte a la reflexión que esa noche hice sobre mi pasado para saber cómo terminé en una camilla, con una palidez de muerte y con el peso de un elefante sobre el pecho. Es vergonzosamente fácil ver ahora que fumar dos paquetes de cigarrillos al día a lo largo de 30 años inevitablemente iba a arruinar mi salud, pero es mucho menos fácil determinar cómo podría reparar el daño emocional que ocasioné y que fui acumulando en todo ese tiempo.
De una cosa estoy seguro: de lo mal que he usado la frase “Te amo” en los últimos años. La he utilizado como una palanca emocional y la he dicho como algo que se espera de mí; incluso la he dicho porque necesitaba que también me la dijera. Sin embargo, el peso que esas palabras tienen hoy me resulta novedoso. Entiendo la frase de un modo distinto, al igual que ahora tengo una nueva apreciación de la frase “experiencia cercana a la muerte”.
Perdí la conexión entre decir “Te amo” y sentirlo cuando permití que el miedo a la muerte me abrumara. Adopté una actitud “científica” para aislarme de las incertidumbres de la vida, en particular de las que rodean al amor, y por eso me atrofié emocionalmente, me volví menos capaz de comprometerme con las personas que me importaban. Era lo bastante listo para saber cómo debían terminar las cosas, pero no lo bastante para saber cómo vivir con esa verdad.
Una de las inevitables angustias vinculadas con el compromiso de vivir con una pareja por el resto de la vida es que es muy probable que uno de los dos vea morir al otro. La idea de que Sarah se volviera un vacío en mi existencia me resultaba insoportable. Pero cuando ella se vio ante ese riesgo, no titubeó. Bien pudo haber renunciado a su compromiso conmigo, pero decidió quedarse y afrontar las incertidumbres y las posibles penas que existen en cualquier relación verdaderamente valiosa.
Sarah actualmente tiene 30 años, y yo, 52. Si las cosas siguen su curso natural, es probable que ella me vea morir, y no al revés. Le dejé muy en claro esa posibilidad hace tres años y medio, cuando me dio el infarto, pero ella nunca vaciló en su decisión de casarse conmigo.
Hay una clara conexión entre la rehabilitación de mi corazón físico y lo que Sarah me ha ayudado a cambiar en mi vida. Cada día que me despierto y todo parece estar funcionando correctamente es un buen día para mí, y me siento agradecido por ello. Pero el corazón metafórico, el que nos muestra la diferencia entre el simple hecho de vivir y el hecho de sentirse vivo, es el que he llegado a apreciar por encima de todo lo demás. Gracias a esa bolsa con cosas que Sarah empacó y lo que me enseñó sobre el amor, mi corazón parece estar funcionando muy bien en estos días.