¿Cómo logré darme cuenta? Se hizo evidente en un instante.
Mientras crecía, nunca logré entender si mis padres estaban locamente enamorados o en realidad estaban abocados al divorcio. Algunas mañanas me despertaba por el sonido ascendente de sus voces e intentaba descifrar sus palabras a dos habitaciones de distancia. Otras veces los encontraba cómodamente sentados en el sofá viendo Hechizo de luna, ambos con el pelo oscuro, como el de Cher.
“No puedo entender por qué no pueden llevarse bien”, los regañaba mi abuela siciliana cuando los oía discutir. A medida que maduraba, comencé a comprender que, como se habían casado muy jóvenes (mi madre tenía 18 años y mi padre 24), aún estaban construyendo sus propias identidades. En los comienzos de su matrimonio, hacían malabarismos con sus trabajos como docentes y estudiando para alcanzar sus objetivos académicos mientras criaban a mis hermanas mayores de 10 y 14 años. Su relación inevitablemente sufriría fracturas.
Fue ya a los veintitantos años, cuando comencé a pasar una semana con ellos todos los inviernos en Florida, cuando entendí que los pilares del matrimonio de 57 años de Cathy y Andy DePinoe era todo menos una capa inmóvil de piedra. Su relación se desarrollaba con fluidez y dinamismo, como una pieza de baile.
Viaje tras viaje, año tras año, noche tras noche, mi madre se ponía una falda de vuelo de lentejuelas y decía “¡Vamos al baile!”. Traducción: vamos al bar donde tocan grupos en directo a bailar hasta que nos echen.
En mi última visita antes de la pandemia, eran casi las 9 de la noche y, aunque mis padres son casi cuatro décadas mayores que yo, el cansancio parecía hacerme solo mella a mí. Habían sido días de vacaciones en familia repletos de actividades: nadar, comer, caminar por la playa, comer y comer, en su mayoría deliciosos platos italianos y helados.
En “el baile”, todas las ventanas y puertas estaban abiertas y el sonido de I Love Music, interpretada por la banda de música soul The O’Jays, animaba a muchas personas a bailar en aceras y calles. Siguiendo el ritmo, mi madre se movió a través de un mar en movimiento de “personas mayores”, tal como llamaba a sus coetáneos, hasta lograr escabullirse y conseguir un lugar privilegiado en la pista de baile del interior del lugar.
Una vez lo suficientemente cerca de los altavoces y con el sonido del bajo en el pecho, mi madre levantó los brazos y dejó que el funk se apoderara de ella. Mi padre hizo lo mismo y comenzó a mover las caderas a medida que la música ascendía.
Ella interrumpió aquel ensimismamiento para contarnos que, precisamente en ese lugar “había sucedido algo muy loco”. Dos “viejos” habían tocado a mi padre en el hombro y le habían preguntado si podían bailar con ella. “Papá los echó rápidamente”, gritó mi madre, tratando de competir con el volumen de la música. “Y les dijo: ‘Mi mujer no les dará oportunidad’, y los hombres desaparecieron”.
“Solo yo bailo con mi mujer”, nos dijo papá en broma. ¿O lo decía en serio? Justo en ese momento, comenzó a sonar la versión en blues de At Last y, como hechizada, la multitud se reagrupó en parejas. Mi padre rodeó a mi madre y ella pasó sus brazos por los hombros suyos.
Hicieron falta solo unos segundos para que se miraran como si no existiera nadie más. Mi padre sonreía, con los labios ligeramente separados, como en momentos de verdadera felicidad. Como la mañana en la que nació su primer nieto. Como aquella tarde de agosto en la costa cuando se fue la luz y nos quedamos mirando las nubes violeta con centros rosados brillantes, una puesta de sol.
Mi madre estaba relajada y feliz, un estado que no le resulta fácil alcanzar. Sus increíblemente grandes ojos mostraban ternura. Yo ya había detectado esa misma mirada aquella tarde en el muelle, cuando vimos el sol ponerse.
Mientras observaba a mis padres bailar, capté un entendimiento etéreo entre ellos que no había percibido antes. Los había visto atravesar momentos de angustia y desesperación cuando perdieron a sus propios padres, cuando mi padre perdió a su hermano pequeño. Los había oído gritar y pelearse, golpear puertas. Y también los había visto dejar todo atrás por esa mirada suave y conocida que brotaba de un baile lento y que sostenían sin quitarse los ojos de encima.
Hace poco comencé a ver que mi descubrimiento no tenía nada que ver con los detalles tangibles del momento, nada que ver con el baile ni con la música. Podía darme cuenta de que mis padres estaban enamorados porque lo que vi en sus caras era un recuerdo vivo, una promesa viviente, una certeza inspiradora de que siempre vuelven al otro y saben que el otro estará allí, completamente presente.
Vivieron medio siglo juntos. Aprendieron que si uno cede y avanza, la persona que buscaron toda la vida hace lo mismo. A veces se requiere de algo tan simple como un baile lento o un atardecer para que una vida de amor se llene de luz.
Durante mis visitas grabé varios videos de las tardes en que juntos nos detuvimos a observar aquella esfera con forma de mandarina desaparecer en el azul verdoso ante la mirada de miles de personas, todos testigos de aquellos instantes mortales a los que tanto intentamos aferrarnos.
Giro la cámara para ver nuestros rostros juntos. La luz respira a través de nosotros y nos recubre de luminosos tonos rosas y dorados. Ilumina nuestro pelo, el de ellos ya teñido por la edad, el mío oscuro como el que tuvieron ellos alguna vez. Nuestras siluetas inmortalizadas por luces que parecen llamaradas.
Giro la cámara y vuelvo a enfocarlos solo a ellos, con las manos entrelazadas.
del New York Times (23 de enero de 2021), copyright © 2021 por New York Times.