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Lo que es importante para mi abuela

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Una abuela cuenta lo que vale la pena para ella.

En el cumpleaños 21 de mi nieta estaba sentada con ella, y su licencia de conducir vencida, en un duro banco de madera del Departamento de Vehículos Motorizados. Me retorcía para descansar mis huesos de vez en cuando. El altavoz anunciaba turnos a todo volumen para que las personas pasaran al mostrador y presentaran su examen de la vista o renovaran el registro: “B92, I209”. Era como si jugáramos lotería, esperando que saliera el número ganador para levantarnos de un salto a recibir nuestro premio.

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En ese banco tuve una revelación: las actividades, en apariencia, mundanas que he compartido con ella han sido mis aventuras y mis recompensas por el simple hecho de estar con ella.

Crecí en un suburbio de Boston, en una casa que mis padres inmigrantes compraron: la pieza clave de la nueva vida que anhelaban para ellos y sus cuatro hijos. Para nosotros, ir de vacaciones era tomar un camión a Central Square, pasar por la esquina donde la orquesta del Ejército de Salvación tocaba “Sublime gracia”, y abordar el subterráneo para pasar el día en el parque Boston Common. ¿Había algo mejor? Sí: ir en tren a la playa Carson Beach llevando bolsas llenas de nuestra idea de manjares (huevos cocidos, remolachas, jugosas ciruelas moradas) y la fangosa arena que nos succionaba los dedos de los pies.

Ansiaba estas pequeñas salidas y nunca desarrollé una inclinación por las vacaciones fastuosas. Parece aburrido conformarse con estas pequeñeces, pero no lo es. Ya he ido a islas tropicales, a Europa y a varias ciudades estadounidenses. Fueron viajes estimulantes y me dieron energía para retomar la vida. No obstante, eran pausas. Me gusta más el ritmo normal de lo cotidiano.

Prefiero los viajes cortos y ser chofer de mi nieta. Tenemos conversaciones que me hacen sentir su maestra. Manejo. Preparo los refrigerios. Organizo pequeñas salidas. En una visita al Museo de Bellas Artes caminamos bajo el techo de vidrio de Dale Chihuly, giramos la cabeza hacia arriba para ver, fascinadas, los atrevidos colores hasta que nuestros cuellos se acalambraron; también conversamos sobre la vida de los artistas. En otra ocasión, la sala de los instrumentos musicales nos atrajo como el flautista de Hamelín a los niños con una sonata de Mozart interpretada en un antiguo clavecín. Ese día comentamos la genialidad del compositor. En un juego nocturno de los Red Sox en el Fenway Park, iluminado con mil focos, cantamos el himno nacional, comimos salchichas Fenway a las que se les escurría la mostaza, y conversamos de las reglas del juego.

Sin embargo, nuestros mejores momentos vinieron en el auto o la cocina. Nos quejábamos de alguna tarea, hacíamos los papeles de dos filósofas que discutían la Ilustración. Teníamos nuestro club de lectura: tocaba el libro Oración por Owen y nos mandábamos correos electrónicos en MAYÚSCULAS para imitar la voz del protagonista. Mientras Jen llenaba el formulario para renovar su licencia, conversamos de la donación de órganos y el registro para votar.

«Parece aburrido conformarse con pequeñeces, pero no lo es.
Me gusta más lo cotidiano».

Si sumara todos estos momentos irreemplazables y corrientes, excederían por mucho el tiempo que tomaría darle la vuelta al mundo. Esto me hace pensar que quizá debería ser más audaz y tener una lista de cosas por hacer antes de morir: saltar en paracaídas o escalar el Everest. Pero yo no soy así. No necesito esas aventuras. Al final, resulta que a mí me basta con estar con mi nieta.

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