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La fuerza de la amistad

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Dos mujeres que luchan contra el cáncer, encuentran en el mar alivio y fortaleza para seguir adelante.

Cuando el cáncer interrumpe una amistad de toda la vida, dos mujeres encuentran consuelo y fortaleza en el mar.

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Mi compañera de buceo, Carol, flota a 15 metros de la orilla. Nos mantenemos al tanto una de la otra, mirándonos cada pocos minutos. Hace días que buceamos cerca de Southwest Caye, una pequeña isla a 56 kilómetros al sur de Belice. Nadamos en silencio en el agua tibia, sobre planicies de arena y rocas de coral; vemos tiburones, anguilas jardineras y peces loro que avanzan tercamente contra la corriente.
Los buenos buzos son ingrávidos como astronautas y se ponen en cualquier posición. A Carol le gusta mirar las grietas de coral como si estuviera en un museo: de pie y con las manos cruzadas. Ahora yo estoy de cabeza y me asomo por un saliente.

Después de varios minutos miro a Carol, que está poniendo una de sus caras favoritas: frunce los labios, apoya las manos en la cadera, fingiendo que está nerviosa, y agita un dedo. Entiendo el mensaje: “Presta atención”. No se dirige a los peces. Hace seis años que Carol y yo buceamos juntas. Ella tiene un don innato para el buceo, igual que para muchas otras actividades físicas, y ambas viajamos con frecuencia a costas remotas.

Pero hace tres años, en la misma semana en que fue elegida como la primera jueza de su condado en el oeste de Oregón, se le diagnosticó cáncer de mama en fase IV.
Desde entonces hemos hecho cuatro viajes, y en cada salida Carolme ha pedido cada vez más directamente que la vigile. Por primera vez en nuestra larga amistad, nos decimos que debemos ocuparnos una de la otra, algo que siempre habíamos hecho, pero que no solíamos reconocer.
Como su fatiga empeoró antes del viaje a Southwest Caye, me dijo: “No puedo pensar en subirme a un avión ahora”. Estaba en medio de un ciclo de quimioterapia. Yo le recordé que me estaba resfriando y que, además, me molestaba una vieja lesión de un hombro y un esguince en una rodilla.
“Nos adaptaremos poco a poco —le dije—, pero no hay duda de que ya estoy vieja para los vuelos nocturnos”. “Mejor no hablemos más de la edad”, me contestó.

Carol tiene 53 años y yo 51. Nos conocimos en la universidad cuando ella tenía 18 y yo 16, y ambas nos estábamos adaptando a nuestra nueva independencia.
Carol, una mujer serena, con cabello ondulado y un irónico sentido del humor, me intimidaba. Ahora me hace reír que diga que en esa época era tímida e insegura. Ninguna de las dos recuerda claramente cómo comenzó nuestra amistad. Mientras yo criaba a mis hijos, Carol trabajaba en barcos pesqueros.
Mientras yo escribía libros, ella estudió derecho y puso un estudio especializado en derecho penal. Pero incluso cuando vivíamos en diferentes estados y nos veíamos poco, Carol era una parte importante de mi vida.

Siempre ha sido tan resistente como un perro de trineo, una comparación que le parece halagadora. (Carol piensa que los perros son mejores que la mayoría de los humanos.) Desde que la conozco me parece fuerte y tenaz; ha hecho excursiones y viajes en kayak, a menudo sola. Una vez, cuando acampamos juntas en Strawberry Mountain Wilderness, en Oregón, me dijo que nunca había experimentado el miedo; no sabía realmente cómo se sentía.

Cuando mi madre tenía 52 años se le diagnosticó cáncer de mama en fase IV; murió dos años después. Yo tenía 30 y sentí que era demasiado joven para perderla. Llamé a Carol y le pedí que hiciéramos masitas navideñas en su honor, utilizando sus viejas recetas.
Más tarde, la madre de Carol también murió de cáncer, igual que las de
dos amigas de la universidad, Kathy y Rebecca. Carol y yo las invitamos a unirse a las Huérfanas de las Masitas.

Ahora, las cuatro cocinamos juntas cada Navidad y conversamos sobre que algún día seremos viejas, muy viejas, unas viejas excéntricas, y nos sentaremos en mecedoras y diremos cosas raras dignas de citarse. Cuando a Carol le diagnosticaron cáncer, yo trabajaba como enfermera oncóloga. Su cáncer había sido sigiloso: se había extendido a sus huesos y abdomen antes de ser detectado. Yo sabía que la enfermedad no hacía distinciones y, dada mi historia familiar, no me habría sorprendido que fuera mi turno. Pero Carol rara vez se resfriaba…

Esto era distinto. Discutimos con calma sobre lo que debíamos esperar. Le hablé a su esposo de opciones de tratamiento e imprimí información sobre el cáncer de mama. Pero en privado lloré con todas mis fuerzas. Comencé a jugar dos papeles a la vez; cuando se enfermó mi madre, varios familiares esperaban que yo la atendiera como enfermera, algo que para mí era imposible: necesitaba ser su hija y nada más. Con Carol he aprendido que los papeles dobles ser tanto una amiga como una enfermera son complicados pero posibles. Aunque cada cáncer y cada paciente son distintos, no es fácil ignorar las estadísticas.

El pronóstico del cáncer de mama en fase IV es sombrío: sólo la mitad de los pacientes vive dos años después de su diagnóstico. Yo lo sabía muy bien. Carol comenzó un tratamiento con Arimidex, una nueva quimioterapia oral. Se sintió bastante bien y regresó al trabajo. El medicamento funcionó: aunque los tumores no desaparecieron (el cáncer con metástasis es crónico), tampoco aumentaron. A Carol le molestó que, al hablar de su propio cáncer, Elizabeth Edwards dijera: “Ahora sé de qué me voy a
morir”. Carol odia ser vista como una “enferma”, como una “paciente”, y también la idea de que su activa vida (su nuevo trabajo, su banda de cinco perros, su enorme huerta, sus numerosos amigos) gire en torno al cáncer. No ha sentido la necesidad de hacer una lista de sus deseos y de comenzar a tacharlos. Le gusta su vida tal como es y, lo más importante, le gusta ser parte de ella. Su poderosa salud ha sido una gran ventaja.

Después de varios meses de tratamiento, viajamos al atolón Turneffe, al norte de Belice. Planeamos con más cuidado que de costumbre lo que haríamos en caso de una emergencia y pedimos seguros de viaje por si debíamos cancelar. Por primera vez en su vida, Carol llevó medicamentos. Como fue criada dentro de la Ciencia Cristiana, le ha costado mucho aceptar los fármacos del cáncer y se resiste a tomar los medicamentos contra las náuseas y la fatiga. “No quiero nada de pesimismo”, me dijo. Hicimos lo mismo que en todos nuestros viajes: buceábamos dos o tres veces por día y, después, por las tardes, yo me acostaba en una hamaca y ella arrastraba hasta el agua un kayak de color amarillo y se deslizaba de un lado a otro de la laguna.

El invierno pasado, Carol sintió de repente dificultades para tragar: tenía un tumor alrededor del esófago. Tuvieron que dilatarle la garganta de forma mecánica, lo que provocó una infección. Pasó días hospitalizada y requirió sesiones de radiación para reducir el tumor.
Con eso supimos que el Arimidex había dejado de funcionar. Después de un viaje de buceo cerca de Bonaire, Carol comenzó una quimioterapia intravenosa. Ella y su esposo, David, planearon entonces un safari en África, algo con lo que ella había soñado durante años. Mientras definían los detalles, se le cayó el cabello, empezó a vomitar y conoció la verdadera fatiga. Se volvió neutropénica, es decir que su médula ósea no producía suficientes glóbulos blancos para luchar contra las infecciones; la noche antes de su salida hacia Johannesburgo tuvo 39°.

“En toda amistad duradera tenemos el recordatorio de que nuestros cuerpos son regalos temporales. No saber lo que viene después significa que todo es posible.” Otros pacientes se habrían dirigido al hospital. Pero Carol no es como otros pacientes. “No es seguro viajar en avión”, le dije. Temía por ella, pues conocía los riesgos. Quería que estuviera bien, pero ¿cómo podía sugerirle que se quedara en casa? ¿Y cómo no hacerlo? Al final, Carol viajó cuatro días más tarde, con una bolsa llena de pañuelos y antibióticos.

A su regreso recuperó el cabello, pero la fatiga persistió y comenzó a padecer neuropatía periférica (daño a los diminutos nervios de los dedos de manos y pies debido a la quimioterapia).
En Southwest Caye hacemos pequeños cambios en nuestra rutina. A Carol le molesta el calor, duerme mucho y se despierta lentamente por la mañana. Siente una presión continua en el pecho y cada tanto veo que se toca el esternón con aire pensativo. Con el cáncer, cada sensación es un síntoma. Nos sacamos los zapatos, como siempre, y no volvemos a calzarlos. Carol se hace amiga de Ninja, un pequeño cruce de terrier que viene todas las mañanas a hablar con ella en lenguaje perruno. Yo leo malas novelas de misterio; Carol se acuesta a leer bajo el sol una novela de Margaret Atwood.
Un día encuentra un machete y trata de recolectar cocos. Las palmeras que rodean nuestra cabaña están llenas de mirlos; en el manglar, espiamos a una pequeña garza verde.

El inmenso cielo cambia todo el tiempo: nubes amontonadas y arco iris, chubascos y estrellas. Un caluroso día estamos sentadas a la sombra y me dice: “Hoy se cumplen tres años de mi diagnóstico”. Nos quedamos en silencio por un momento. “Pensé que no saldría nunca del hospital”, continúa. “Sólo quería disfrutar las pequeñas cosas, lo que había del otro lado de la ventana. Cuando estaba sola daba vueltas por el cuarto, pero me sentía tranquila”.

Nunca habíamos hablado de esto; en general, tocamos los temas difíciles con tanta delicadeza como si fueran un diente dolorido. De mañana y de tarde caminamos hasta el muelle y atravesamos el oleaje en barco. Nos ponemos el equipo de buceo y nos sumergimos en el agua cristalina. Allí me olvido de muchas de mis inquietudes. Lo hacemos todo con calma, señalamos un pez cofre y dos enormes cangrejos que se arrastran hacia delante y hacia atrás, como pistoleros al atardecer. Un día, Carol
siente que algo no está bien con su regulador y me hace un gesto. Le pregunto si quiere salir, pero dice que no.

Nadamos muy cerca una de la otra durante el resto del paseo. Yo he necesitado su ayuda antes y me alegra poder corresponderle. Hay en ella una nueva fragilidad similar a lamía. Ahora sabe cómo se siente el miedo.
Por las noches vamos a un pequeño bar en el malecón, miramos el atardecer y hablamos de peces. Una pareja joven nos pregunta si somos hermanas. Nos reímos y respondemos que no.
“Somos amigas desde hace 34 años”, les digo. Puedo ver en sus rostros que no comprenden realmente ese tipo de tiempo. Cuando ellos nacieron, ya éramos amigas.

Carol camina todos los días por la playa. “La luz de la mañana”, dice, y no necesita agregar nada más. Su sed por el cielo, el mar y el mundo es constante; camina con gracia sobre las algas secas, de un lado a otro y mirando en todas direcciones. Una tarde, Carol y yo vamos en kayak hasta el arrecife. Carol soporta con paciencia mi torpeza y lentitud.

Atamos el kayak a una boya y buceamos con snorkel un rato. Encuentro dos calamares del Caribe que flotan en el agua poco profunda como barras de pan con enormes ojos plateados. Carol encuentra el pez escorpión más grande que hemos visto. De regreso hablamos sobre los campamentos de verano de nuestra infancia. Carol estuvo en Camp Fire Girls y yo en las Girl Scouts, y las dos añoramos esa época. Hablamos sobre los amigos que hicimos y sobre cómo los fuimos perdiendo poco a poco. El cielo es caliente y azul, y frente a nosotras la isla diminuta se ve como una línea en el horizonte. Me siento liviana, casi ingrávida sobre las olas.

“¿Alguna vez sentiste nostalgia por tu hogar?”, me pregunta. “Eso es algo que nunca he podido comprender”. Cada tanto hablamos de nuestro siguiente destino. Hago listas mientras ella duerme. Ahora nuestros planes son más teóricos y el viaje que esperábamos hacer algún día al sur del Pacífico parece muy remoto. El cáncer se ha vuelto parte de nuestra amistad. Algunas cosas han cambiado; igual que en toda amistad duradera, ahora tenemos el recordatorio visceral de que nuestros cuerpos son regalos temporales. No saber qué viene después, no tener idea de lo que sigue, significa que todo es posible. Tal vez a mí me atropelle un camión, mi razón se detenga o aparezca una sombra en mi próxima mamografía. La vida es peligrosa.

Buceamos por última vez en nuestro viaje. Nadamos lentamente sobre la gran arquitectura del arrecife.
Al llegar al agua azul y profunda, trato de dar una voltereta. Carol se acuesta de costado: una odalisca en traje de buzo. Entonces, extendemos los brazos al mismo tiempo como si fueran alas y fingimos que estamos volando.

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