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El mantel dorado y marfil

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Una compra impulsiva de un pastor abre paso a un encuentro increíble. ¿Coincidencia o destino divino? Vos tenés la última palabra…

Al llegar la Navidad, hombres y mujeres de todo el mundo se reúnen en sus iglesias para contemplar una vez más el milagro más grande que haya conocido la Humanidad. Pero la historia que más me gusta traer a mi memoria no fue un milagro, o al menos no exactamente.

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Le sucedió a un pastor joven en una iglesia que era ya muy antigua, pero que en algún momento, hace mucho tiempo había conocido el esplendor. Hombres famosos habían rezado ante su altar. Ricos y pobres habían orado allí y habían logrado hacer de aquel lugar algo hermoso. Las buenas épocas habían pasado ya para este rincón de la ciudad donde se encontraba, pero el pastor y su joven esposa creían fervientemente en su iglesia destartalada. Pensaban que con algo de pintura y fe podían recuperar su belleza. Juntos, pusieron manos a la obra.

A fines de diciembre, una tormenta fuerte golpeó sin piedad a la pequeña iglesia; como resultado, un fragmento enorme de yeso empapado por la lluvia se desprendió de la pared interna justo detrás del altar y se desmoronó. Con mucha tristeza, el pastor y su mujer limpiaron el desorden, pero no pudieron disimular el desprolijo agujero que había quedado en la pared. La mujer se lamentaba y decía: “¡Faltan solo dos días para Navidad!”.

Aquella tarde, la apenada pareja participó de una subasta organizada a beneficio de un grupo de jóvenes. El subastador abrió una caja y sacó de su envoltorio un elegante mantel de encaje en tono dorado y marfil. Era una pieza magnífica, de unos 4,5 metros de largo. También provenía de una época muy antigua que había quedado atrás en el recuerdo. ¿Quién podría darle uso a algo así hoy? Se escucharon unas pocas ofertas no muy entusiastas. Y entonces se apoderó del pastor una idea que le pareció fantástica. Ofertó 6,50 dólares por el artículo.

Regresó a la iglesia con la tela y la dispuso en la pared dañada. ¡Cubría completamente el agujero! Y la extraordinaria belleza y luminosidad de esta obra de arte artesanal aportaba un magnifico brillo navideño sobre el altar. Era una gran victoria. Felizmente retomó la preparación del sermón para Navidad.

Justo antes del mediodía del día de Nochebuena, mientras el pastor abría la iglesia, vio a una mujer en la parada del ómnibus esperando bajo el frío. “¡El ómnibus tardará por lo menos 40 minutos en llegar!”, gritó desde la puerta y la invitó a entrar a la iglesia en

busca de algo de calor.

La mujer le contó que había venido desde la ciudad esa mañana para una entrevista de trabajo como institutriz de los hijos de una de las familias más adineradas del pueblo, pero la habían rechazado. Al ser una refugiada de la guerra, su inglés no era muy bueno.

La mujer se sentó en uno de los bancos, se frotó las manos y descansó. Luego comenzó a rezar. Levantó la mirada cuando el pastor comenzó a ajustar la magnífica tela de encaje dorado y marfil sobre el agujero de la pared.

Rápidamente se levantó y caminó hacia el altar. Observó el mantel. El pastor le sonrió y comenzó a contarle acerca del daño que había causado la tormenta, pero ella no parecía estar escuchando. Tomó un pliegue de la tela y lo frotó entre sus dedos. “¡Es mío!”, exclamó. “¡Es mi mantel para fiestas!”. Levantó una de las esquinas y le mostró al sorprendido pastor unas iniciales grabadas sobre la tela. “Mi esposo mandó a hacer esta tela en Bruselas especialmente para mí. ¡No podría haber otra igual!”.

La mujer y el pastor conversaron entusiasmados. Le explicó que era de Viena, que ella y su esposo se oponían al régimen Nazi y habían decidido abandonar el país. Les recomendaron irse por separado. Su esposo la despidió en la estación y ella fue en tren rumbo a Suiza. Planearon que él la buscaría cuando pudiera organizar el envío de sus cosas al otro lado de la frontera. Pero nunca volvió a verlo. Tiempo después se enteró de que había muerto en un campo de concentración. “Siempre sentí que había sido mi culpa, irme de allí sin él”, confesó. “Quizá todos estos años deambulando sin rumbo hayan sido mi castigo”. El pastor trató de reconfortarla y le rogó que se llevara la tela. Ella se negó.

Luego se fue.

La iglesia comenzó a llenarse de gente en Nochebuena y era evidente que la tela sería un gran éxito. Luego del servicio, el pastor se paró en la entrada; fueron muchos los que le dijeron que la iglesia se veía hermosa. Un hombre de mediana edad y rostro amable que trabajaba como reparador de relojes, miraba perplejo. “Es muy extraño”, dijo con un ligero acento. “Muchos años atrás, mi esposa —que Dios la tenga en su gloria— y yo teníamos una tela así. En nuestro hogar en Viena, mi esposa la ponía sobre la mesa”, y ahí sonrió, “¡únicamente cuando venía a cenar el obispo!”.

Una ola de entusiasmo invadió al pastor. Le contó entonces al joyero sobre la mujer que había estado en la iglesia horas antes ese mismo día. El hombre, completamente sorprendido, apretó con fuerza el brazo del pastor. “¿Puede ser posible? ¿Está viva?”.

Juntos lograron ponerse en contacto con la familia que la había entrevistado. Luego, partieron hacia la ciudad en el auto del pastor. Y mientras el día de Navidad comenzaba a asomar, este hombre y su esposa, que habían estado separados durante tantas y tristes navidades volvieron a encontrarse.

Para todos los que conocieron esta historia, el propósito de la tormenta que había dejado aquel gran agujero en la pared de la iglesia ahora estaba claro. Por supuesto, se dijo que había sido un milagro, pero creo que todos coincidiremos en que era la época perfecta para que esto sucediera.

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