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Aprender de mis hijas

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Una historia real conmovedora. Mis hijas ya adultas me enseñaron formas nuevas de ver el mundo a través de sus formas de vida.

La primera travesía junto a mis hijas

Una soleada tarde de sábado en 2014, avanzaba rumbo al sur por la Autopista 427 en Toronto, Canadá, a bordo de mi motocicleta Harley-Davidson Sportster modelo 1993 color violeta. Este tramo del camino, de unos 20 kilómetros de extensión, es uno de los más concurridos de América del Norte. En algunos puntos, son 14 los carriles repletos de vehículos que avanzan a más de 110 kilómetros por hora.

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Yo estaba en uno de los carriles centrales, vigilando de cerca a un enorme camión que se encontraba unos 100 metros más adelante. No estaba preocupado por mí. Hacía décadas que andaba en moto. Mis ojos estaban en una de mis hijas, Ewa de 23 años, motociclista principiante que se balanceaba sobre su amante BMW F 650 GS recién comprada.

Ella estaba justo al lado de aquel camión, bajo su oscura sombra, y se veía tan vulnerable como un copo de nieve. Los pensamientos se arremolinaban en mi cabeza. Un movimiento en falso y nuestro mundo se acaba. No tengo ninguna posibilidad de ayudarla. Yo dejé que esto sucediera. ¿Soy el peor padre del mundo? Ewa, estudiante en ese momento, llegó a casa sana y salva, y no dejó de usar su moto desde entonces.

Ya lleva miles de kilómetros recorridos en aquella BMW, desde nuestro hogar en Toronto hasta Halifax al este, Tennessee al sur y Vancouver al oeste, en cualquier tipo de clima y estado del camino. Lo mejor es que exactamente por 8.208 de esos kilómetros, yo manejé a su lado.

También he tenido increíbles aventuras con Ria, otra de mis hijas y melliza idéntica de Ewa. De hecho, mis dos chicas me han llevado a lugares que jamás pensé que visitaría. Una tarde en agosto de 2016, Ria, que en ese momento era directora de una funeraria y ahora estudia psicoterapia, llegó a casa.

Nos dijo a mi esposa Helena y a mí que me llevaría a un festival en el Desierto de Black Rock en Nevada llamado Burning Man.

Nuestras hijas habían participado unos años antes junto a unos 70 000 hippies reunidos en el desierto. Y habían decidido, sin consultarme, que 2016 sería mi año para asistir. Ria no solo había logrado conseguir un par de aquellas codiciadas entradas, sino que además había pagado el pasaje de avión. Si yo no iba habría desperdiciado 2000 dólares.

Entonces dije: “De acuerdo”. Valía la pena descubrir qué era aquello que mis hijas sabían sobre su padre y que yo aún no.

Burning Man es un evento para tipos de la costa oeste que buscan aventura, genios tecnológicos de Silicon Valley, artistas de UCLA y otros personajes a los que les gusta sobrepasar los límites y que tienen cierta predilección por el éxtasis (tanto el estado mental como la droga).

¿Por qué Ria, una de mis hijas, creía que yo debía ir? Las únicas drogas que tomo son para el dolor de cabeza y la alergia. Había sido presidente de la asociación de padres y docentes del colegio de mis hijos y columnista familiar en una revista femenina. Una amiga me describió una vez como un tipo 2.5, con hijos y minivan que iba a la iglesia.

Estaba absolutamente en lo cierto. cuando llegamos a Burning Man, en Nevada, ya era tarde y estaba oscuro; Ria y yo nos separamos al poco tiempo de llegar. Mientras la buscaba la mañana siguiente, uno de los primeros campistas en darme la bienvenida fue una mujer de treinta y pico con cabello castaño largo que no llevaba absolutamente nada puesto.

Como habrán imaginado, yo estaba completamente vestido. Me preguntó qué estaba buscando. Yo dije: “A mi hija”

“Lo que tu necesitas es un abrazo”, dijo, y me dio uno. “Encontrarás a tu hija”, agregó. Y eso fue lo que sucedió un par de horas más tarde. Burning Man es un evento que se desarrolla en una ciudad temporal donde los asistentes (llamados burners) comparten la vida cotidiana y celebran una esta de nueve días de duración que culmina con la quema de una estatua gigante de madera.

Todos recorren el lugar sobre brillantes motocicletas decoradas y la música solo se detiene durante unas horas alrededor del amanecer cuando la mayor parte de la multitud está durmiendo para recuperarse de los excesos de la noche anterior. Muy rara vez se dan intercambios de dinero; lo único que se puede comprar es hielo y café.

Todos comparten su comida, beben y todo lo demás que se puedan imaginar con completos desconocidos. Allí nunca sabes con qué maravilla te puedes encontrar por delante. Había, por ejemplo, una instalación de arte móvil montada sobre el fuselaje de un 747 desmantelado de tamaño real.

Una escenografía estilo Mad Max con conciertos espontáneos, exhibiciones gimnásticas del calibre de Cirque du Soleil, talleres de sexo tántrico y un barco pirata de madera de diez metros de altura repleto de burners bebiendo champagne que avanzaba hacia la plaza central como un Caballo de Troya.

¿Lo más importante? Burning Man era un hito de la paternidad. Ria me regaló la experiencia de mi vida. Hasta hoy no puedo dejar de contarle a todos lo que viví allí. cuando se trata de lecciones de paternidad potentes, sin embargo, pocas aventuras se comparan con los viajes en moto que he compartido con Ewa.

Nuestra primera travesía, en agosto de 2017, consistió en un recorrido serpenteante alrededor de los distritos de Catskills y Finger Lake en el estado de Nueva York.

Esquivamos las grandes autopistas y pasamos la semana en espectaculares y sinuosos caminos alternativos. En un punto, me encontré andando por una pradera en Catskills no demasiado lejos de Woodstock, siguiendo el paso de un ciervo mientras gritaba “¡Vamos Bambi, levántate!”.

El segundo día, nos detuvimos en un pequeño pueblo en busca de un helado. Pregunté a la mujer que estaba en la mesa de pícnic contigua: “¿Cómo se llama este pueblo?”

“Interlaken”, respondió. “¿Hacia dónde se dirigen?”. Yo: “No lo sabemos”. Se me ocurrió entonces que siempre había querido hacer un viaje así, sin cronograma, avanzar sin un destino especíco, solo por el disfrute de viajar.

Pregúntenle sino a cualquier motociclista de mediana edad: todos hemos fantaseado con una aventura estilo Easy Rider, lanzar el reloj a una zanja y avanzar hacia el horizonte sin plan alguno. Ahora, viajar sin un destino se había convertido en marca registrada de nuestras travesías con Ewa.

Como casi nunca sabíamos hacia dónde íbamos, casi nunca nos sentíamos decepcionados al llegar. Dejábamos la ruta al nal de cada día con euforia. ¿Razones para celebrar? ¡No nos habíamos estrellado! Porque lo cierto es que la vida arriba de una moto consiste en salvarse por un pelo permanentemente.

En la ruta el conductor debe mantenerse concentrado el cien por ciento del tiempo. Un diminuto cúmulo de grava suelta puede resultar fatal. Yo solía decir que todo eso me crispaba los nervios, pero Ewa tenía una visión diferente: “Para mí, andar en moto es como la meditación”. Y me di cuenta de que tenía razón.

Al finalizar cada día de viaje, después de registrarnos en el hotel que hubiéramos conseguido al costado del camino, me sentía exhausto pero mentalmente más despejado que nunca. Luego de una comida en un restaurante y una cerveza o dos, el sueño no faltaba nunca a la cita.

Un verano, recorrimos el norte de Michigan. Aquella odisea incluyó una parada para pedir indicaciones en la taberna Big Ugly Fish Tavern, famosa por ser el mayor antro en Saginaw. También comprendió la escalofriante emoción de andar un par de kilómetros sin casco, algo legal para los adultos en Michigan, aunque con ciertas condiciones en materia de cobertura del seguro. También visitamos un pueblo llamado Hacha Mala simplemente porque se llamaba Hacha Mala.

Había algunas excepciones a la regla de viajar sin destino. En nuestra travesía de 2019, luego de avanzar en dirección sur desde Toronto por dos días, llegamos a un pueblo llamado Deal’s Gap, en Carolina del Norte. Ese era el punto de partida de la infame Cola del Dragón, un popular tramo de ruta “obligado” para cualquier motociclista: se trata de un recorrido de 17 kilómetros de extensión en dos carriles muy angostos con más de 300 curvas.

Gran parte de uno de los laterales es un muro montañoso, el otro una caída muy empinada sin barandales. Un cartel al comienzo de esta ruta indica: “¡Peligro! Próximos 18 kilómetros área de colisión de motocicletas”.

Como para demostrar la veracidad del cartel, luego de unos quince minutos en la ruta, la rueda frontal de mi moto impactó contra un cúmulo de tierra al costado del pavimento; perdí el control y caí torpemente a la zanja cubierta de pasto; me sacudí violentamente un buen rato hasta que todo se detuvo. 50 metros más adelante ya no había zanja, solo precipicio. Mi “incidente” podría haber sido muchísimo peor.

Por suerte, lo único que resultó herido fue mi ego. Si hubiera sabido lo complejo que sería aquel recorrido, no lo hubiera hecho. Soy un motociclista aburridamente cuidadoso. Pero fue una sugerencia de Ewa y desde lo más profundo de mi corazón le agradezco que me haya llevado a conocerlo. Manejar por aquella ruta fue absolutamente emocionante y mi pequeño desliz solo le agregó algo más de adrenalina al desafío.

En agosto de 2020, Ewa se mudó de Toronto a Vancouver para trabajar como intérprete de lengua de señas. Condujo su motocicleta en dirección oeste y yo la acompañé los primeros 1.300 kilómetros por la costa norte del Lago Superior. Ewa estaba atravesando un momento emocionalmente difícil y quería recorrer sola los restantes 3.000 kilómetros.

Entonces, justo allí, en la parte más alta del lago de agua dulce más grande del mundo, nos abrazamos y ella continuó su viaje hacia el oeste mientras yo emprendía el regreso hacia el este.

Unas horas más tarde, atravesé un tramo complicado de la autopista, empinado y espiralado, y en un momento me encontré avanzando en dirección oeste otra vez, mirando fijamente la cegadora puesta de sol.

Con lágrimas en los ojos me di cuenta de que las vicisitudes de este tramo resumían bastante bien mis emociones de aquel día al observar a mi hija alejarse. el año siguiente, 2021, nuestro viaje de una semana por el sur de British Columbia coincidió con uno de los incendios forestales más feroces de todos los tiempos en esta área.

Me reuní con Ewa en Vancouver y juntos nos dirigimos al norte por la Autopista Seato-Sky; pasamos Whistler, pasamos Pemberton y continuamos hasta Cache Creek, donde nos encontramos en medio de montañas envueltas en llamas.

No teníamos idea de que nos dirigíamos hacia aquel infierno, los incendios habían avanzado muy rápido. Los valles parecían consumidos por las llamas.

Al día siguiente, mientras emprendíamos el recorrido hacia el noroeste por la Autopista 16, nos topamos con impresionantes recordatorios de quiénes eran los verdaderos dueños del jardín por el que estábamos paseando: primero, un enorme oso pardo cruzó el camino justo frente a nosotros y luego, unos kilómetros más tarde, un elegante puma de color tostado.

Tres días después llegamos a Prince Rupert, prácticamente al punto más alto de la costa de la provincia, y allí abordamos el lujoso ferry Northern Adventure para disfrutar de un espectacular crucero de 16 horas hasta Port Hardy en la Isla de Vancouver. Este viaje fue particularmente especial porque era la primera vez que efectivamente teníamos un plan y porque la propia Ewa se había encargado de toda la organización. Ni siquiera habíamos conversado sobre el tema, ella había resuelto todo.

Yo soy el padre, ¿acaso no se supone que soy yo quien debe planificar las vacaciones familiares? Pero Ewa no solo había coordinado con un amigo para pedirle prestada la motocicleta que yo usaría, sino que había organizado el itinerario e incluso comprado los pasajes para el ferry. Y no me dejaría pagar. La antorcha había sido pasada de una generación a la siguiente. Me quedé sin palabras. No lo vi venir.

mi vieja harley no tiene medidor de combustible. Cuando se vacía el motor principal, la moto desacelera. Entonces estiras la mano izquierda y cambias al tanque auxiliar que es mucho más pequeño. En ese punto ya solo queda combustible para unos pocos kilómetros. Se supone que después de todos estos años ya debería advertir lo que sucede antes de quedarme sin combustible.

Pero allí estaba yo, el primer día de uno de mis viajes anuales con Ewa, en un tramo solitario de autopista camino hacia la frontera con los Estados Unidos en Sarnia, Ontario, cuando mi moto comenzó a balbucear hasta detenerse por completo. No había viviendas ni negocios a la vista. Ewa se volvía cada vez más pequeña a medida que avanzaba a la distancia, sin darse cuenta de que estaba viajando sola.

Cuando finalmente advirtió que yo ya no aparecía en su espejo retrovisor, regresó. Como padre, es una verdadera lección de humildad quedar en esa posición. Durante toda mi vida adulta en la crianza de mis hijos he seguido el ejemplo de mis propios padres: daba un paso al costado y ofrecía mi ayuda mientras Ewa, Ria y su hermano menor Michel encontraban su propio camino en la vida. Muy rara vez decía “no”.

Pero cuando Ewa dijo que quería esperar junto a la moto detenida al costado del camino mientras yo buscaba combustible, le dije que de ninguna manera lo permitiría. No la dejaría allí completamente vulnerable quien sabe por cuánto tiempo. Ella insistió, pero me mostré firme y Ewa finalmente se rindió y fue ella quien partió en busca de la solución. Porque no importa qué edad tengan tus hijos, nunca dejas de ser padre.

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