Conocé a los 5 jóvenes destacados por la Comunidad por su labor solidaria.
Los editores de Selecciones se dieron a la tarea de buscar a jo?venes que sobresalieran por su labor altruista. Recibieron cientos de nominaciones, y entre todas ellas escogieron a Gina, Gisela, Agusti?n, Manuel y Jorge, quienes demuestran di?a a di?a, a trave?s de sus acciones, que la compasio?n y la solidaridad son valores que pueden cambiar al mundo. Cada uno de ellos realiza una labor encomiable a favor de la comunidad y demuestra que querer es poder, y que la edad no es un impedimento. ¡Bien por ellos! En cada una de sus historias hay suen?os que se convirtieron en realidad: para ayudar y ayudarse. Dicen que las buenas acciones siempre vuelven, estos jo?venes han sembrado semillas que crecera?n so?lo con buenos frutos.
Manuel Lozano. «Creer es poder»
Una man?ana de invierno, mientras izaban la bandera en el patio de la escuela, vio que un chico de otro grado estaba casi descalzo, en ojotas y medias. Manuel Lozano teni?a apenas ocho an?os pero se dio cuenta de que algo andaba mal.
Esa misma tarde le pidio? a su mama? que lo ayudara a organizar una colecta y entre los compan?eros de su grado juntaron varios pares de zapatos. Recuerda perfectamente la visio?n que marco? su vida.
“Esa fue la primera imagen de la realidad que me dolio?, algo que no estaba bien estaba pasando”, dice el actual titular de Red Solidaria, una organizacio?n que desde 1995 intenta dar respuesta a las ma?s grandes necesidades sociales, sin estructura burocra?tica, so?lo siendo un puente entre quienes precisan ayuda y aquellos que pueden da?rsela.
Manuel tiene 27 an?os pero parece mayor cuando habla. Acaso haber estado en las grandes cata?strofes de los u?ltimos an?os y verse todos los di?as cara a cara con la miseria y las necesidades de tantos lo hayan hecho crecer ma?s ra?pido. Asegura que su llegada a la direccio?n de la Red Solidaria fue una suma de casualidades. Escribio? la palabra “solidaridad” en google y lo primero que aparecio? fue la Ca?tedra de la Solidaridad que dicta la red. Nacido en la ciudad bonaerense de Chascomu?s, no teni?a idea de las calles de la ciudad de Buenos Aires y la ca?tedra se dictaba a cuatro cuadras de la casa donde vendri?a a vivir, justo en di?as en los que no cursaba la facultad. Demasiadas casualidades para no prestarles atencio?n.
Aunque era demasiado joven todavi?a, lo tomaron como voluntario. Entro? en la red el 21 de julio de 2003. No se olvida de la fecha porque un 21 de julio, pero un an?o antes, habi?a decidido hacerse las rastas en el pelo que hoy lo caracterizan. Al principio atendi?a el tele?fono. Escuchaba, orientaba y conteni?a a quienes llamaban urgidos por diferentes necesidades. De a poco fue involucra?ndose ma?s y, a fines de 2007, ya estaba a cargo de la red.
El desvelo de la Red Solidaria es dar respuestas y, a la vez, visibilidad a problema?ticas sociales desatendidas. Por eso Manuel recorre el pai?s para aprender ma?s de estas realidades y poder sacarlas a la luz. Ya hizo centenares de viajes por todo el pai?s. Trabaja no so?lo en la asistencia de las necesidades ba?sicas, sino que busca generar proyectos a largo plazo.
Desde que es director ya creo? 70 redes solidarias en el interior. Cuando e?l llego? habi?a cinco.
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María Gisela Galván. «Fórmula para el cambio»
A María Gisela, Gisela para sus íntimos, ver papeles tirados en la calle, observar cómo se ensucian los monumentos con grafitis, perderse en la maraña de carteles de campañas políticas donde no debieran estar, eran algunas de las cosas que desde chica la ponían de muy mal humor. «Que la gente no tuviese respeto por el espacio público me indignaba», recuerda con énfasis. Ya adulta se dio cuenta de que estos pequeños actos eran parte de un problema mayor, uno que involucraba un orden cultural, y se propuso encontrar la fórmula para cambiarlo.
Su objetivo es barrer con ciertas pra?cticas diarias que nos afectan a todos, cambiar las “malas costumbres ti?picas de los habitantes”. Las que se ven todos los di?as en cualquier ciudad, apan?adas por “una sociedad que premia al ma?s transgresor” con una palmada en la espalda y una sonrisa co?mplice. “Esto es el germen de una cultura de corrupcio?n que despue?s criticamos en los poli?ticos”, dice Gisela, una joven platense de so?lo 23 an?os que lidera un equipo de ma?s de 40 estudiantes universitarios y secundarios que llevan adelante esa misio?n. Confi?a en que este cambio cultural es posible si los jo?venes, toman el desafi?o como propio.
Ama a su pai?s. Habla de “ponerse la camiseta” todos los di?as y no so?lo para los eventos deportivos. Por eso
se alisto? hace ya hace seis an?os en la ONG Patria Nueva; paso? de ser encargada del departamento de disen?o a la coordinacio?n general del proyecto, este an?o. Para lograr este cambio realizan, entre otras acciones, talleres de conciencia ciudadana, por ejemplo, en colegios.
En la actualidad trabajan con ocho escuelas de la ciudad de La Plata y realizan acciones “de impacto” en la comunidad: en 2008 juntaron miles de jo?venes de colegios secundarios para barrer las calles de la ciudad con el lema “Por una Argentina limpia de corrupcio?n” y, en 2010, realizaron una accio?n conjunta en un colegio para pintarlo y dejarlo en condiciones.
Dice que es sentimental, apasionada y muy proactiva. Se enoja con algo y no ceja hasta encontrar la solucio?n. Se reconoce algo idealista y afirma que nunca renunciari?a a concretar sus suen?os. “Es como una respuesta a la impotencia que me generan las situaciones de resignacio?n. Hay gente que esta? totalmente resignada. Yo creo que se puede cambiar la ciudad y el pai?s”, asegura convencida.
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Agustín Giraldez. «Amigos son los amigos»
Hasta el di?a en que se encontraron, Agusti?n Giraldez, de 23 an?os, y Antonio Ferna?ndez, de 26, eran completos desconocidos uno del otro. Dos modelos bien diferentes, uno repleto de aire cosmopolita y el otro cargado de provincia. El primero empacaba su arrebato de ciudad en bolsos de viaje y el segundo juntaba sacrificio para una nueva jornada. Mientras Agusti?n despedi?a entusiasta a su familia desde la ventanilla de un o?mnibus, a medida que se alejaba de Buenos Aires en lo que prometi?a ser una aventura, Antonio sobrellevaba las calles de polvo, a la vera de las rutas formosen?as para ganarle su pelea a la desercio?n escolar. Lo que ninguno de los dos jama?s imagino? fue que ese di?a —cada uno en su realidad y a 1.200 kilo?metros de distancia— se convertiri?a en el inicio de una aute?ntica amistad.
Ya muy lejos de Vicente Lo?pez, en el norte del Gran Buenos Aires, el o?mnibus que conduci?a a Agusti?n y a sus compan?eros del colegio San Gabriel se acercaba a la densa vegetacio?n y a las inestables casas de adobe y paja de La Primavera, paraje de la provincia de Formosa. Podri?a so?lo haberse tratado de un viaje de adolescentes que despiden su etapa de estudiantes, pero durante todo un an?o habi?an acumulado ane?cdotas de amigos que ya habi?an estado alli?, y por fin, el momento de hacer su propia experiencia habi?a llegado.
Llevaban libros, u?tiles, ropa y alimentos que lograron recolectar con la ayuda de familiares y conocidos. Ciertamente, el viaje era una experiencia estimulante, pero ma?s lo era conocer a quienes esperaban, desde tan lejos, esa ayuda en camino. Al menos asi? lo era para Agusti?n.
Mientras tanto, Antonio confiaba asi? como decenas de familias Qom (etnia Toba) de La Primavera que lo hacen desde 1999 cuando necesitaron un patio de cemento para que los chicos pudieran ingresar a la “Escuela No 196” en los di?as de lluvia y un grupo de alumnos del colegio San Gabriel viajo? para ayudarlos.
A partir de ese momento, la costumbre se repetiri?a anualmente con las nuevas camadas. Tal como le ocurrio? al grupo originario, Agusti?n regreso? con tal entusiasmo y compromiso que decidio? que esa experiencia no debi?a quedar ahi?.
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Jorge Rodríguez. «Un joven anda por los techos»
El rayo de sol que cada mañana atravesaba la defensa de la autopista e iluminaba el asfalto sobre el que vivían hacinadas casi trescientas personas, es una de las imágenes del surtido de recuerdos que lleva a Jorge Rodríguez a sus primeros siete años de vida entre ruido de motores, frío, muchedumbre y cartón. Aquel niño de tez oscura, lunares, pelo morocho y ojos afligidos, que sus hermanos mayores cuidaban mientras papá y mamá se las rebuscaban para llenar un plato de comida, llegó al mundo en el invierno de 1985 debajo de un puente del barrio de Constitución, en Buenos Aires, en el seno de una familia pobre y desocupada. Jorge tuvo una infancia difícil, precaria,sin una vivienda digna ni oportunidades de progreso -situación que comenzaron a padecer muchas familias humildes de la Argentina urbana, a partir de idas y venidas político y económicas.
Un desalojo violento y sorpresivo en la primavera de 1990 dejo? a la familia Rodri?guez a la deriva, y los obligo? a deambular por los barrios del conurbano bonaerense.
Primero recorrieron cuarenta kilo?metros al sur de la capital para asentarse en la localidad de Glew. Meses ma?s tarde, se trasladaron otros ochenta kilo?metros hacia el norte, a Ing. Maschwitz, donde la numerosa familia convivio? en una pequen?a habitacio?n en la casa de una ti?a de corazo?n gigante. Y finalmente, la mama? de Jorge —Mari?a del Carmen Garay— consiguio? una casita en esa misma localidad, donde e?l atravesari?a su adolescencia. De su casa a la escuela y de la escuela a su casa. Con los hermanos mayores casados y en formacio?n de sus propios hogares, Jorge y su hermana melliza, Patricia, heredaron la tarea de cuidar a los ma?s chicos mientras mama? iba a trabajar. Asi? fue como los catorce hermanos Rodri?guez aprendieron el secreto de compartir la ropa y el camino.
Situaciones li?mite pueden descomponer familias. Y a pesar de que Pedro, su papa?, no supo mantenerse debajo del mismo techo, Jorge y sus hermanos se aferraron ma?s que nunca a su mama?: “Ella no comi?a con tal de que nosotros pudie?semos hacerlo. Nos ensen?o? que no se trata de hacerle mal a nadie para salir adelante, y que siendo solidarios entre nosotros todo iba a marchar mejor aunque sea sólo un poco”, cuenta Jorge. Una madre que además alimentó con amor, motivación y educación a sus hijos para que, aún en circunstancias desfavorables, puedan fortalecer su autoestima y no depender de ningún vicio para huir de aquella, su realidad, “esa fuerza es la que me estimuló a terminar los estudios”, explica Jorge.
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Gina Suriani. «No me abandones»
El destino de Franca, una perrita de apenas una semana de vida, estaba marcado. La mascota de color blanco había nacido en un hogar cuya dueña no tenía en sus planes conservarla. De hecho, la mujer tenía pensado llevar a la perra al Instituto de Zoonosis Luis Pasteur, de Buenos Aires, donde -se sospechaba en el imaginario colectivo- se los mata para mitigar la superpoblación de animales domésticos sin dueño. Claudia, de entonces 33 años, y Juan Suriani, de 42, eran un matrimonio que vivía en el mismo edificio y, ante la situación de abandono del animal, decidieron torcer el destino y adoptar a Franca. No podían dejar que esa perrita simpática terminara quién sabe dónde. Desde entonces, Franca formó parte de la familia. Los cambios siguieron en la vida de los Suriani y un año después, el 3 de diciembre de 1998, con el nacimiento de Gina, su primera hija, se agregó una nueva integrante.
Desde pequen?as, Gina y Franca se comportaron como hermanas. Tanto en los momentos de juego como en los de travesuras y retos. Gina asegura que sus di?as con Franca esta?n guardados en su memoria como tesoros. Los buenos y malos recuerdos, como aquella vez cuando la perra tuvo mastitis y Gina, de apenas seis an?os, se paso? horas cuida?ndola. Ahora su mascota —amiga fiel y compan?era— tiene trece y medio, y “esta? un poco cascarrabias por la edad”, asegura Gina, pero de todos modos siguen compartiendo historias u?nicas. Se llenan de besos mutuamente y juegan con pelotitas de goma.
Hoy Gina tiene doce an?os. Aunque no recuerda bien co?mo reacciono? cuando le contaron la historia del rescate de Franca porque era pequen?a, posiblemente aquella situacio?n calo? hondo en sus sentimientos y nunca fue olvidada. Un di?a de diciembre de 2009, como ya habi?an terminado las clases, Gina teni?a ma?s tiempo libre. Buceando en Internet, precisamente en la popular Facebook, encontro? por casualidad la pa?gina de “El Campito Refugio” (facebook.com/elcampitorefugio).
Investigo? de que? se trataba ese lugar que alberga a cientos de perros sin duen?o, miro? las fotos y se sumergio? en el mundo de rescates y adopciones caninas, llena de curiosidad. Acto seguido les pidio? a sus papa?s que la llevaran al predio para conocerlo y averiguar en que? podi?a ayudar.
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